La Baronesa me llamó, indicándome que me arrodillara a su lado. Aguardé así alguna de sus órdenes. Pero en lugar de hacerlo me tendió una copa donde, sobre aguamiel, flotaban pétalos de flores. Y dijo:
– Llegado ese día, querría presenciar tu primer combate, puesto que yo inicié, desde lo más sumario, los pasos de tu aprendizaje. He sido tu maestra y, como tal, esa fecha revestirá un recuerdo muy emotivo para mí.
Quedé un tanto perplejo. En verdad había mucha razón en sus palabras; pero no atinaba a calibrar hasta qué punto ella misma era consciente de su doble filo. Sus cejas permanecían imperturbablemente altas y arqueadas, y su mirada como amparándose en algún sueño interior. Tomé la copa entre las manos, pero no me atreví a probarla. El dulzor de la miel me repugnaba y los pétalos que la cubrían me parecieron, de improviso, una sarta de diminutos animales -mariposas o luciérnagas, injustamente asfixiadas- sinceramente repugnantes. Tuve miedo de mirar sus ojos: de antiguo conocía esas pupilas amarillas, intensas y fríamente exasperadas. Bruscamente, sus dedos largos y duros izaron mi barbilla y sus ojos se apoderaron impíamente de los míos, sin permitirles un posible resquicio a la huida, o refugio alguno.
– En verdad -murmuró en voz baja y lenta- que, como dijo mi señor, eres feo. Pero he oído comentar, también, que allí de donde vienes, o hacia donde vas, se percibe muy cerca la sombra de los dioses perdidos.
Quedó en silencio un momento. Y mientras duró llegué a creer que sus ojos prenderían fuego a los míos. Al fin, añadió:
– Pero los dioses han muerto. O, tal vez, yo los he olvidado. Diles que algún día regresen a mí…
Lleno de turbación, notaba cómo renacían en mis venas un rencor y una desolación infinitos, que imaginaba enterrados. Un dragón sacudía de su lomo cenizas ardientes, alzaba la cabeza y me devolvía a un tiempo en que disputaba a los perros los huesos que arrojaba mi padre de su plato. Contemplé el cuello largo y blanco, parecido al de un cisne, de la Baronesa. Un gusto a sangre inundó mi lengua, y deseé hundir en él mi daga, degollarla, como hice con el jabalí de pelaje dorado -sagrado o infernal despojo-; y luego, tuve la súbita revelación de que aborrecía a mi padre, y a mi perdida infancia, al tiempo que los añoraba hasta el dolor.
Pero la Baronesa ignoraba, sin duda alguna, esta doble naturaleza, tanto en ella, como en mí mismo. Deseé entonces, muy violentamente, que mudara en ogresa, allí mismo, sobre la hierba, en el sol de los guerreros, el ruido de las armas y el galope de los caballos. Pero ella, con un gesto de la mano, me despidió.
Y mi ogresa no vino a buscarme, ni aquel día, ni muchos después.
Pasó la primavera. Y cuando ya el verano declinaba, el Barón dispuso una gran cacería. Me ordenó entonces que formara parte de sus escuderos, aunque esto era contrario a las costumbres (no sólo suyas, sino generales), pues aquel puesto sólo se lograba tras relevantes méritos, o por la pureza del linaje.
Cuando me dispuse a cumplir sus órdenes, no supe discernir, con sorpresa y malestar, si aquéllas que tuve por visiones en la nieve y que el físico denominó "muerte pequeña" -esto es: la imagen de un Barón Mohl, de metal negro, rígidamente alzado en el blanco patio de armas- eran tales o, por contra, sucedieron fuera de los sueños (aunque no formaban parte de la realidad que conocía). No sentí, pues, satisfacción ni orgullo alguno por tal distinción, a todas luces extraña y, como no tardé en apreciar, peligrosa.
Llegadas a este punto las distinciones del Barón, mis hermanos sintiéronse especialmente ultrajados. Así lo evidenciaba la dañina expresión de sus ojos clavados en mí cuando me vieron portando su jabalina. Y hubieran manifestado su odio y su despecho de forma harto más contundente, de no hallarse presente la gente del Barón y el Barón mismo.
Apareció entonces en la cumbre de un altozano la Baronesa, mi señora, sobre su blanco corcel. Peinaba las trenzas en torno a su cabeza, como una diadema de oro, y sus ojos mostraban su peculiar y asombrado desdén. Llevaba un halcón al puño y se cubría con un manto que, a la luz de la mañana, parecía de plata. Iba acompañada de la menor de sus sobrinas, aquélla por la que yo sentí un recatado e inane amor. Y comprobé al instante que este sentimiento había desaparecido por completo. Junto al rostro frío, delgado y blanquísimo de mi señora, el lozano y juvenil de la muchacha parecía una empanada. En cambio, todo mi ser ardía al contemplar y recrear en mi recuerdo a mi amada ogresa.
El Barón frunció el entrecejo y dijo:
– ¿Por qué ese halcón, mi señora…? No atino a comprender su puesto, en la presente cacería.
Ella sonrió, con los labios cerrados; pero había una profunda seriedad en sus ojos, al responder:
– Este halcón, mi señor, tiene su puesto en mi puño.
Entre la bruma de la mañana, su voz parecía un delgado río. Inclinó luego la cabeza, en una suerte de acatamiento y saludo, tan gentiles, que mucho contrastaban con sus palabras y actitud. Luego, con ímpetu inusitado en tan delicada persona, espoleó su montura y se alejó.
Cuando partió la comitiva y llenóse el aire con los ladridos de los perros, las voces de los ojeadores y el ulular del cuerno que abría la jornada de caza, sentí un deseo muy violento de subir hacia lo alto de la torre vigía: de allí había partido, una vez, un grito de alarma, sobresaltándome hasta el punto de no saber si relegarlo al reino de lo inmaterial o al de lo humano. El sol se alzaba ya tras las almenas y me pareció más brillante que nunca. Entonces recordé que estaba ya muy próxima la época de la vendimia, que pronto cumpliría quince años y que, según todos los indicios, sería armado caballero. Por primera vez, esta idea no me produjo alegría, el impaciente júbilo acostumbrado. Lleno de malestar, azucé mi montura, en pos de mi señor (tal y como me había sido ordenado) y noté físicamente, clavándose en mi nuca, el odio de sus escuderos. Con toda seguridad, en aquella jornada el número de mis enemigos en el castillo aumentó de forma singular.
Las sombras de tres jinetes, que demasiado conocía, parecían morder la grupa de mi caballo. Y aún más: creí verlas alzándose del suelo y extender un agorero vuelo sobre mí. Sentí entonces su peso, el chirriar metálico de sus alas, como si estuvieran hechas de una sustancia más densa y mortal que el hierro de la espada.
El Barón volvió la cabeza hacia mí:
– Yo no desdeño las advertencias de los dioses, tus dioses y mis dioses -dijo-, pero has de saber que en nada estimo el don de la fecundidad. Y aunque ningún hombre noble, mísero mendigo o simple villano entendería estas palabras, lo cierto es que no deseo descendencia, ni la deseé jamás. El día que yo muera, habré elegido mi heredero a mi placer, y otorgaré cuantos bienes dispongo a quien juzgue más digno de ellos, sin tener que debatirme entre mis sentimientos de padre y la posible -o quizá probable- imbecilidad de mis hijos.
Como puede suponerse, tras el inesperado comentario de mi señor tan confidencial y tan extraño, ningún juicio o parecer salió de mi boca. Aunque algo se me hubiera ocurrido decir -que no se me ocurrió-, me hubiera guardado mucho de exponerlo en voz alta: no era ya tan cándido, ni tan temerario como en el presunto o verdadero sueño de la nieve.
La caza no ofreció singular emoción, ni aun atractivo alguno. Pues tras haber manifestado -aunque de alambicada manera- su ausencia de escrúpulos por el acto de matar jabalíes, mi señor pareció perder todo interés en ello. Y si él perdía interés en algo, todos los que le seguían y acompañaban lo perdían en el acto y al unísono.
Ya descendía el sol hacia las praderas cuando Mohl manifestó su deseo de reposar un rato bajo la sombra de los abedules, a la orilla del río. Se detuvo la cabalgata y, aunque los pajes y sirvientes se apresuraron a izar la pequeña tienda y preparar las bebidas y refrescos, Mohl se alejó, solo y evidentemente olvidado de cuanto le rodeaba.