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– Kennedy -dice Guerri con tranquilidad- nunca atacaría a un pequeño país latinoamericano.

Lalo lo mira como si estuviera por dejarlo a merced de la gorda. Guerri agrega que el problema es otro, el problema es que no debería haber misiles soviéticos en Cuba. Lalo dice que es verdad, claro que tampoco debería haber misiles norteamericanos en Turquía y, hablando en general, no debería haber misiles en ninguna parte. Tiene más chance el elefante de un safarí que cualquier hombre en una guerra actual. Espósito suspende por el momento su tercer whisky. Hay algo que no es del todo como debería ser en esa conversación. Guerri no le gusta. No tiene en absoluto aspecto de haber andado a los balazos en el monte. O comiendo pestífero lorito. Lalo tampoco tiene mucha apariencia de matador de leones, pero no cuesta ningún trabajo imaginarlo en el Yukón o en Tanganika, con una tremebunda escopeta. Lord Jim. Hay en Lalo algo de suicida y cierta invulnerable fragilidad. Un tipo capaz de jugar a la ruleta rusa.

Efectos del whisky aparte, piensa Espósito, en esta fiesta todos son vagos e imprecisos, como un baile de egresados entre vampiros, menos el cazador. La señorita Cavarozzi, envuelta en revoloteos y risitas, le ha presentado a unos cuantos. Hispanista. Estudioso de la flora cordobesa. Arquitecto discípulo de Gaudí, que parece compartir con Lalo no sólo su afición a las escopetas sino también la mujer (la del arquitecto) aunque esto último lo ignora con dignidad. Chica descendiente de alguien. Textil. Japonesita de película de exportación que, si Espósito no ha oído mal, susurró algo así como mi guta shu pito, cosa que podía ser un saludo tradicional o un nombre. La Cavarozzi le había hecho un panorama de toda aquella gente y Espósito, tratando de disimular su natural repugnancia a los contactos físicos, había apretado algunas manos (huesudas, blandas, enjoyadas, húmedas, hasta una incompleta, con sólo cuatro dedos) y había adoptado la actitud del huérfano misterioso que, humilde de espíritu y de condición, se defiende del mundo replegándose hacia los rincones. Instalado ahora junto a Miguta y a una botella de Oíd Parr, vigila la puerta.

Guerri trata de tranquilizar a la Austin. No habrá guerra. Guerri sostiene que no puede haber guerra porque una guerra atómica sería el fin de la humanidad.

– Excelente argumento -dice Lalo-. Más o menos como pensar que el cáncer es imposible, porque uno, si se enferma de cáncer, se muere.

La gorda trata de no penetrar el significado letal de esas palabras y se come un palmito. El ex combatiente saca del bolsillo una curiosa cigarrera hecha de maderas incrustadas y reparte habanitos. Son cubanos. En algún otro bolsillo debe tener una fotografía suya con Errol Flynn, los dos de garibaldina. O tal vez con Hemingway. Espósito recuerda que la envidia y la mezquindad son malas consejeras y admite que Guerri, aunque esté en esta casa, pudo haber estado en la Sierra. Yo estoy acá, piensa. Y encima no estuve en ninguna sierra. También admite que Guerri es buen mozo, no hay más que observar a Miguta para darse cuenta. La japonesita también es buena moza, y Lalo es apuesto. Hasta Bastían es atrayente. Todos somos lúcidos, intensos y preciosos. Guerri y Errol Flynn, abrazados repartiendo habanitos, son regios. Lástima que Bastían esté cerca, lástima que ahora mismo me esté mirando y hable de mí. Momento en que la Austin se da vuelta y pregunta:

– A usted, Espósito, le parece que va a haber guerra. Espósito, pendiente de algo que ocurre cerca de la puerta, piensa que no.

– Sí, señor -dice distraído-. Por supuesto.

Bastían acaba de murmurar dos palabras en el oído de un tipo con cara de actor francés. Graciela Oribe, fue lo que murmuró, y ahora mira hacia la puerta. En la puerta hay un señor alto, maduro, elegantemente canoso y, sobre todo, parecido a quién.

– Pero, cómo, ¿realmente lo cree?

El hada madrina de las niñas opulentas pintadas por Rubens, la gorda Elena Austin, no está dispuesta a aceptar así no más un siglo asesino, un último milenio de incertidumbre en los kindergarten, radioactividad y espanto. Espósito la mira casi con ternura. La Austin y la señorita Etelvina son los únicos seres fuera de lugar en aquella casa. La Cavarozzi por sus alitas y la gorda por su gordura. Es gorda y está realmente preocupada por el destino de la humanidad. Cómo reprimir la tentación de agarrar un buen pedazo de esos cachetes.

– No. Ya no lo creo -dice Espósito.

– Yo sí -dice Lalo-. No digo hoy ni mañana. Pero siempre hubo guerras, gracias a Dios, y si Dios quiere siempre las habrá. O de lo contrario se desatará una peste al estilo medieval Una putrefalencia como la Peste Negra o la lepra. Sólo que planetaria. El hombre civilizado no da para más. Somos como los dinosaurios. Ya van a ver. Y esto no tiene ninguna relación con el equilibrio biológico, con la superpoblación o con el hambre. Las leyes naturales no son leyes, son algo así como razones secretas de orden moral.

Y de cualquier manera, piensa Espósito, dentro de sesenta o setenta años, ninguno de los invitados a esta fiesta va a estar vivo. Haya guerra o no. Haya peste o no. Daba exactamente lo mismo. Morir atropellado por un auto, de gripe, o porque le explota a uno la bomba de hidrógeno en la cabeza, dónde estaba la diferencia. Cinco mil millones de personas no pueden morir más de lo que muere una sola persona. Ahogarse en el Diluvio Universal no era peor que ahogarse en la banadera. Qué haríamos en las fiestas, piensa Espósito, si no estuviéramos todos condenados a muerte.

– Sin mencionar -dice Lalo- que un solo preservativo mata más gente que la guerra de Indochina. Una vez leí en La Gaceta de Tucumán que los enanos tienen tendencia a morir de hipo. Me querés decir, Elena, qué es la Guerra de los Treinta Años comparada con un solo enano que muere de hipo. -Y agrega que, de cualquier modo, él es optimista, la humanidad futura la harán los africanos, los chinos, tal vez los argentinos. -O los mal formados que sobrevivan a la próxima peste o guerra atómica. Tipos con dos cabezas, con manitos saliéndoles de un muñón del hombro, sin testículos. O con varios. Tal vez hasta estemos en el umbral de una nueva concepción de la belleza. Y, aunque nos aniquilen a todos, siempre quedarán las ratas y las cucarachas. Hay siete ratas por cada ser humano en ciudades como Nueva York, Pekín o Buenos Aires, y las cucarachas tienen siete veces más resistencia que el hombre a las radiaciones nucleares. Yo, qué quieren que les diga, tengo gran fe en las guerras, en el simbolismo del número siete, en las ratas y en las cucarachas… ¡Graciela! -dice Lalo-. Hija mía, qué escote.

II

– Y él está acá -habías dicho. Y te quedaste en silencio. Lo que significaba que esas palabras eran el fin de una conversación, no su principio. Mirabas hacia el lugar donde el astrólogo discutía con el padre Custodio Cherubini, y Espósito tuvo un pequeño sobresalto. ¿Vos también los verías? No era nada seguro que esos dos pertenecieran del todo a la realidad, aunque Santiago y Verónica parecían tener un cierto género de relación con ellos, por lo menos con uno. Después vio, inequívoca, la cabeza de un adolescente de ojos sombríos. Snoopy.

– No hablo de él -dijiste-. Hablo de Patricio.

La música de Vivaldi, en decreciente jalea, había ido a parar a la mermelada de eso que llaman rock lento. La luz había bajado. Como detrás de un tul, Espósito vio girar unas parejas. Lalo y Flor de Loto. Lentos peces en un acuario, lentos bailarines de un planeta ingrávido. Toda la casa era un poco de otro mundo. La mujer del arquitecto parecía inquieta.

– Bailemos, vení -dijiste.

Tu voz fue sorprendente. Como si no coincidiera con las palabras. A Espósito le hubiera gustado tener un espejo delante, un gran espejo que le permitiese ver lo que ocurría a sus espaldas.