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– Yo que vos dormiría una siestita -dijo Santiago. Estábamos sentados en su cama. Me dio otro mate. -Pero por qué te acordaste de eso.

– De qué.

– De tu pueblo.

Casi le confieso que su sonrisa se parecía a la de mi padre cuando recordé la otra sonrisa, junto al Calicanto.

Entonces le conté nuestro encuentro, embellecí a mi favor dos o tres cosas y, al llegar a la parte de Snoopy, él se reía.

– No hace falta ser un genio -dije- para darse cuenta de que ahí lo único raro de la situación era yo.

– Debe ser un gran tipo.

– Quién -pregunté.

– Tu padre. Únicamente un gran tipo puede tener hijos tan jodidos. Veme a mí. El viejo era un animal grandote, colorado, en la puta vida de Dios lo vi triste. Pero qué casualidad lo de tu pueblo… Larga el mate, la bombilla se chupa, no se muerde. Fijate el viejo: nunca me animé a mostrarle un verso porque de la carcajada que pega nos da vuelta el rancho… Qué casualidad que tu pueblo también se llame San Pedro. Después que murió encontré un cuadernito suyo en el ropero. Había copiado a mano mis poemas. Y con qué letra. Parecía un petroglifo… Toma, ginebra no te doy porque no son las cinco de la tarde. Tuvo que atropellarlo un tren para matarlo. Y ni así. Aguantó dos días y dos noches casi partido por la mitad. Con un brazo en Tinogasta y una pata en Fronteritas. Yo gritaba mátenlo de una vez, denle una inyección, hijos de puta. Trae. Cuando no queda nada de un hombre, ¿no es cierto?, hay que matarlo.

Dijo esto y volvió a reírse. Después dijo:

– Hasta mi mujer es buena. Y tengo dos changos. Velos.

Sacó de la billetera una fotografía de bordes ondulados. Y yo sentí que todo aquello, sus palabras arrastradas y el tono intrascendente, sus gestos lerdos, su risa, por algún motivo que yo no podía comprender formaba parte de una gran broma secreta, una travesura colosal de la que el jujeño me hacía su cómplice al mismo tiempo que me excluía. O quizá no lo sentí ni podía sentirlo y lo imagino ahora. Miré la fotografía e hice un gesto afirmativo con la cabeza, como quien da el visto bueno o aprecia la cicatriz que el otro tiene en el brazo.

Él murmuró:

– Así es la cosa.

No volvió a ofrecerme mate ni habló más.

Entonces me sucedió algo. Al meter la mano en el bolsillo superior del saco, toqué los anillos. No sé qué buscaba, ni si buscaba alguna cosa. Tal vez fue uno de esos gestos mecánicos y sin sentido con los que simulamos tener algún propósito en la vida, aunque sea mínimo. Y ahí estaban los anillos. Dos anillos lisos y otro con una perla. Fue como si una descarga eléctrica me recorriera de la punta de los dedos a la conciencia: aquello había estado ahí, al acecho, esperando cualquier distracción para saltar sobre mí. La grava de la Plaza Irlanda, sus altos faroles que alumbraban las copas de los robles y los terebintos; las verjas del Colegio Santa Brígida; una calesita girando en la noche como un astro errante que agoniza. Y una lápida, algo como una lápida inmensa. Eso era Buenos Aires y era yo. Existo desde antes de este viaje a Córdoba. Soy anterior a este dolor de cabeza y a esta resaca de borrachera. Me llamo Esteban Espósito. Santiago seguía tomando mate, solo, a mil kilómetros de distancia, su perfil silencioso y contemplativo superpuesto con la fuerza de un grito a esa revelación de mí mismo. De haber sabido entonces lo que hoy sé, habría comprendido la razón. Había algo religioso y casi sagrado en aquel abstraído tomar mate del jujeño, como si ese cuarto fuera un templo donde un sacerdote (¿pero de qué liturgia?) estuviera celebrando ante mis ojos mi rito de iniciación. Dónde vas, ha preguntado el jujeño al ver que me pongo de pie. Necesito pensar en mí, le digo, y la frase suena tan grandiosa que me siento ridículo y sonrío, y él quiere saber si me pasa algo.

Salí de su pieza y entré en la mía. Una hora después, salté de la cama pensando: Tengo que verla. No estaba dormido, sin embargo cuando oí el tumulto y el último galope formidable fue como despertar.

XVIII

Me llamo Esteban Espósito. El cielo raso, los muebles, el empapelado de luces de las paredes, todo absolutamente inocuo. Ni manchas ni rajaduras. Leonardo da Vinci, ante un espectáculo así, hubiera sentido una fuerte desolación. Leonardo da Vinci es una excusa, las frases son una excusa; no hay público, ser sincero, cabrón. Esto es Córdoba de la Nueva Andalucía, en Sudamérica, el ombligo, el mándala, o tal vez el culo del mundo, y yo soy Esteban Espósito, argentino, estado civil soltero, un grandísimo hijo de puta en el más cabal y nada metafórico sentido del concepto, profesión: escritor. Soñé toda mi vida con llegar a un hotel y en el registro de pasajeros del señor Ripul gusano gelatinoso zambulléndose con lentitud dentro de sus pantalones, estampar junto a mi nombre la palabra Escritor. Qué portento, qué rareza, oh. Niñas nubiles de vestidos vaporosos rodeándome y cantando Sanctus, sanctus Stephanos qui erat, et qui est, et qui venturus est, algo así. Me dejaba crecer el pelo, por ejemplo, larga melena heroica primero; más tarde, los versos vienen solos. El mayor peligro que se corre jugando a ser un genio, llegar a serlo. Es fatal, es Ibsen. No. Todo otra vez, payaso. Hundirse usted, meterse bien adentro hasta el límite cloacal de tu podrida almita, bello espíritu llamado Esteban Espósito, no olvidarlo: se acabó el juego, voi chentrate lasciate ogni speranza, arder y comer caca, nadie prueba en joda los famosos y nada románticos y más bien con un siniestro sabor a acumulado sufrimiento ajeno, hermanos míos, los mundialmente conocidos Elixires del Diablo.

Cortina musical de Sibelius; cuento hasta diez y empiezo, lo juro. No, querido, ya, sobre la marcha dirás vine a Córdoba huyéndole a dos cosas que son la misma, a la espantosa angustia de no ser ya adolescente, nunca más serlo, jamás volver a serlo ni cantar O solé mío por las galerías del Colegio Nacional de San Pedro, pase Espósito, no estudié, y Julieta Capuleto mirándote entre orgullosa y seguramente alarmada pensando él no estudió porque sufre. Voy a matarme ahora mismo, ahí está. Lo único que me falta es el gato de Pavese. Pero nunca voy a matarme, capaz que allá no hay nada. La cara torcida, además, toda llena de sangre; los sesos amarillos contra las paredes. La fealdad es innoble. ¿Cómo?, ¿qué? Lo otro, querido alfeñique de cuarenta y cinco kilos convertido para siempre en Charles Atlas, lo otro, la otra parte de las dos cosas que son una, la parte donde se narra por fin la decisión impostergable de quien huyendo a Córdoba se encontró con la sorpresa de no ser ya adolescente y va a tener que aceptarlo. ¿Conforme, ahora? Me llamo Esteban Espósito. Ni nombre de escritor tengo.

Glup.

Nací en el año de la Nova Hércules, el 27 de marzo de 1935. Aries. Eran las ocho de la noche. Escorpio. Signo de fuego y sexo, nuevamente oh, incurable. Cuidado con los golpes en la cabeza. No le falta más que la túnica, el zodíaco atrás y esa especie de juguete enorme, el universo, con planetas y círculos. Urba. Doctor Urba. ¿Usted se golpeaba a menudo, mijito?, no lo dijo pero lo oí, y él ponía ojillos con elle, rendijas o ranuras de alcancía, muy tipo Doktor Urba Herr Proffesor und Privatdocent Urba. Y el otro, ¿quién será? Cherubini. Padre Custodio Cherubini. ¿y por qué habla de esa manera? Pero el hecho es que sí me golpeaba a menudo y que la cabeza cada día me duele más, como si me barrenaran el cráneo o como si quisieran arrancarme algo con una gran pinza de dentista, tirando hacia abajo para desarraigar una muela gigantesca y podrida. Quizá los fórceps. Salí todo machucado, mamá, resistiendo heroicamente hasta último momento, conmigo no podrán hijos de puta. Al menos te habrá dolido bastante, grandísima atorranta. Llámame tía y cuidadito con decirle nada a tu padre. Y creo que me daba cuenta, por supuesto que me daba cuenta, si ahora me doy cuenta es porque entonces ya me daba cuenta. Nadie recuerda lo que no recuerda. Complicidad infantil, protoalcahuetería. Estebancito Celestina de siete años traidor a la causa del gran Sandokán, su padre, con quien sin embargo navegaba de noche por la Rada de Batavia, recuerdo su voz profunda leyendo al abordaje mis tigres, voto a bríos, entre el tronar de los arcabuces y las espingardas, sin saber él que yo la llamaba tía y que el avión aquel me lo regaló un señor. Perdón, papá. ¿Quién será Bríos? Hace unos días soñé con ella, venía caminando de espaldas desde el fondo de un pabellón. De espaldas pero con la cabeza vuelta hacia mí. No fue un buen sueño. Tenía un guardapolvo con un número o una letra, que yo veía claramente pero que no podía leer. Un alfabeto de manicomio. Sus ojos, sobre todo. El lago del corazón del que hablaba Dante no está en el corazón, está en los ojos. Yo creo que la locura se hereda. En el fondo me gusta la idea. No seré noble pero vivan las taras familiares. Blasón no, ley de herencia. El menor peligro que se corre jugando a ser loco, llegar a serlo. Fiksler también jugaba, algún día ir a visitarlo al Neuropsiquiátrico y escribir sobre la cordura de don Jacobo. Sólo que por qué jugaba. El famoso demonio de la perversión, chueco jorobadito ladino que hace leer a Artaud, al viejo Poeta, a Nerval: hacete el loco que te queda lindo. Mi madre con sus enormes ojos opacos, como cuando de noche se sentaba de golpe en la cama y me decía Esteban, tuve un presagio. ¿Qué es presagio? Una premonición, un anuncio: ellos están cerca, vienen hacia acá, me van a llevar. Y yo pensaba quién va a hacerme el café con leche por la mañana, mamá. Pensar eso era el miedo. De mañana era buena, madre-diurna, hacía caricias, contaba historias, decía que las soñaba. Y una mañana no estaba más, zas, pensé, se la llevaron, pero mi primo Julio dijo se piante con un tipo y empezamos a rodar por el patio de baldosas, caí de cabeza pero igual le gritaba retirá lo dicho. Laura estaba mirando. Sucia carroña, gritaba yo. Me parece que uno ya viene con la literatura puesta. Anankee. Las estrellas inclinan pero no determinan. Como el materialismo histórico. Santo Tomás pensaba algo parecido, el futuro de los pecadores está bajo el dominio de los astros, sólo los pecadores tienen destino. Idea rara. Algo puede haber, sin embargo. Como la influencia de la Luna sobre las mareas, algo así; o sobre las cosechas. ¿Las mujeres? Por ejemplo. Lógico: astro lógico. Mira a van Gogh, multicolor imbécil, loco ariano desorejado babeándose gritando imposible imposible. O Baudelaire. He cultivado mi histeria con regocijo y terror, ¿cómo seguía?, y hoy nosecuánto de nosequemés de nosequéaño he sentido pasar sobre mí el viento del ala de la imbecilidad. Ahí tenés lo que se llama un presagio. Bach también de Aries, pero manso. De todas maneras uno se tiene que ir dando cuenta. Al principio debe ser algún tartamudeo. O enojarse por cualquier estupidez. O ver algo que no está. Las voces, eso es lo raro. Hace unas noches, en Rosario, en esa casa de Fisherton. Pero fue de dormir poco, y del botellón de whisky que tomamos en esa casa. Había un médico pelirrojo, pelitieso y peligroso. Parecía un fósforo recién encendido. Su apellido era fácil, significaba algo que se parecía a él, raro que no me acuerde. Nunca vi a nadie tomar tanto, creo que tenía una cuestión personal conmigo. Cantaba bien. No tan raro, ya que cuando salí de esa casa yo no sabía ni mi propio nombre. Como esta mañana. La cuestión es que lo oí claríto. Pactemos. Y me desperté, en la bañadera. Además no estaba dormido ni eran voces. Era como pensar con fuerza, como si ahora pienso: Pactemos. ¿Qué? El asunto de los pájaros ya es un poco más divertido, el cansancio hace oír pájaros. Trinos. Pajaritos en la cabeza. Signo, señal. Indicio y dato. Humo y fuego.