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– Eres un desecho -lo injurió Leonor. -No -le sonrió Lucas. -Soy una colección de desechos.

Leonor caminó hacia la puerta dejando que la cobija resbalara sobre su cuerpo desnudo. -Entonces yo soy tu desecho, también-le dijo.

– Sí -contestó Lucas, recogiendo la cobija y volviendo a ponérsela sobre los hombros. -Pero vestidita, como debe ser.

Le repugnó el aire paternal de sus palabras, pero lo asumió como el mejor escudo. Lo protegió, en efecto, de la reflexión, la compasión o la culpa frente a Leonor, hasta el amanecer siguiente en que fue al cuarto de huéspedes para introducirla al nuevo día. Con un vuelco en el estómago descubrió que Leonor no estaba en la recámara. En algún momento de la noche se había ido sin hacer ruido y no quedaban de ella ni los rastros de la cama deshecha. Tuvo un día atroz, cruzado de temores y anticipaciones. Por la tarde, llamó a Carmen Ramos para pedir el teléfono de Cordelia y preguntarle sobre Leonor. Carmen Ramos le dio también los teléfonos de la casa de los abuelos, pero no se atrevió a marcar. Por la noche, en su casa, mientras rumiaba su miedo, entró la llamada de Leonor.

– Ven por mí -dijo por el auricular. Alcanzó a darle el nombre de un hotel de alto turismo de la ciudad de México, antes de romper en llanto.

La tenían detenida en la oficina de seguridad del hotel. Cuando Lucas llegó, temblaba frente a una taza de café, como muerta de frío.

– Tenemos prohibido que las chicas circulen sin autorización por los cuartos del hotel -le dijo el responsable de seguridad, señalando a Leonor como si fuera la pertenencia y la falta de Lucas. -Tienen que estar registradas y autorizadas por nosotros. Es parte de la seguridad de los huéspedes.

– ¿Cuánto es? -preguntó Lucas.

– No se trata de eso. Le estoy explicando -advirtió el agente.

Lucas extendió dos billetes.

– Podríamos consignarla por vagancia -regateó el agente.

Lucas añadió otro billete. Luego fue hacia Leonor, se quitó el saco, lo echó sobre sus hombros y salieron caminando de la oficina.

– No hice nada -le dijo Leonor, empezando a llorar en su hombro. Al cruzar la puerta del hotel confesó: -No es verdad.

Hice todo. Soy una puta. -Eso no -la atajó Lucas. -Hice de puta -dijo Leonor. -No importa lo que hiciste. -Te lo tengo que contar.

– Ni a mí ni a nadie -cortó Lucas. -No es nada que no se quite con un baño.

– Me odio -dijo Leonor.

– Yo también me odio -dijo Lucas. -Pero eso tampoco es nada que no se quite con un brandy.

Al llegar a la casa, en efecto, -le sirvió a Leonor un brandy doble y le hizo beberlo en pocos tragos, como jarabe medicinal. Leonor temblaba aún, no de frío ni de llanto, sino de un cansancio viejo, intemporal, que cruzaba por sus años como una ventisca. -¿Cuánto llevas de no dormir? -preguntó Lucas.

– Desde que me corriste de tu casa.

– No te corrí de mi casa. -Me corriste de tu vida.

– Te corrí del lugar de Mariana -dijo Lucas.

– ¿Quieres cenar?

– No -dijo Leonor.

¿Quieres darte un baño?

Leonor asintió. El agua caliente salía por la regadera de Lucas como un rocío disparado a presión y sus briznas perfectas multiplicaban la densidad caliente del humo. Cuando terminó esa inmersión, el malestar de su cuerpo se había ido, como dijo Lucas, y estaba a punto de desplomarse, vencida por su día redondo de excesos. Lucas la esperaba con un platón de quesadillas y una sopa de verdura hirviendo. Comió vorazmente, con un apetito que no recordaba, y oyó a Lucas decirle, en el cabo final de su cansancio: -No puedes quedarte aquí. Voy a llamar a tu casa.

– A mi casa no -pidió Leonor, dormitando. -No tengo casa.

– No puedes quedarte aquí -oyó entre brumas la última voz de Lucas.

Lo siguiente que Leonor vio fue el rostro de Ramón Gonzalbo, de pie en su cabecera con el médico Necoechea al lado, tomándole el pulso bajo la mirada de su abuela Filisola. Descubrió con horror que iba en una camilla, saliendo de la casa de Lucas.

– Yo los llamé -quiso tranquilizarla Lucas. -Te van a llevar a tu casa.

Leonor dio un grito y trató de aferrarse a Lucas, pero sus brazos iban atados a la camilla, el izquierdo conectado a una botella de suero.

– Así se llevaron a Mariana -le gritó a Lucas.

– Tú no eres Mariana -le dijo Lucas.

– Y no volviste a verla -le gritó de nuevo, buscando su complicidad en medio del espanto, mientras los calmantes que le habían inyectado empezaban a separarla del miedo y de la memoria, de la conciencia y del dolor.

XVII

Volvió del más allá a la sonrisa angelical de Natalia que la miraba con radiante concentración materna. No había dolor ni estrago, sólo su cuerpo liviano sobre la cama, hambriento, sin las amarras de la camilla ni la botella de suero que había soñado como una espátula fría metida con encono en su brazo.

– Bella como la bella durmiente -le dijo Natalia. -Y lo sé muy bien, porque llevo muchas horas observándote.

– ¿Horas? -sonrió Leonor.

– Muchas horas -dijo Natalia. -Nos hemos turnado para velarte los abuelos y yo. Cordelia también durmió ayer aquí.

La memoria de la víspera mordió entonces a Leonor, pero no trajo dolor y rabia; sino tristeza, y una indiferencia bienhechora, serena, capaz de todo el espanto.

– Los abuelos me trajeron amarrada -dijo Leonor.

– Amarrada y drogada -confirmó Natalia. -Igualito trajeron a Mariana. Pero tú nada más te echaste treinta horas de sueño.

– ¿Cuántas se echó Mariana?

– Ocho días. Y apenas despertaba ya se quería ir, pero no la dejaban.

– Me muero de hambre, tía.

– Eso está bueno. Ahora mismo le digo a la abuela.

– No quiero ver a la abuela -descontó Leonor. -Tampoco al abuelo. No quiero verlos más.

– Pues yo voy a la cocina y te traigo tu comida -le dijo Natalia. -Pero a los abuelos te los vas a tener que fletar. Andan como locos desde que te fuiste, penando lo que no habían penado.

– No quiero verlos -repitió Leonor.

Natalia le trajo la comida y la arrulló con su cháchara hasta que se durmió de nuevo.

Soñó un río crecido que arrasaba un puente y las chozas ribereñas de un poblado. Ella miraba desde una ladera, bajo la llovizna, rodeada de animales que observaban también, atentos y filosóficos, suspendidos de sus miedos ancestrales.

Abrió los ojos, serena todavía frente a ese río furioso y sus aguas de muerte en el valle arrasado. Había amanecido y entraba por las ventanas abiertas una luz ligera y sonriente.