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XIII

Volvió de la cena tarde, envuelta por el brillo de la mirada de Lucas Carrasco y por su voz monótona, nimbada, acariciante. Antes de subir a su cuarto, fue a la cocina por un durazno. Al regresar, desde un rincón oscuro de la sala la asaltó la voz gutural de su abuela reprochando, describiendo:

– Pasa de la una.

Siguió el camino sordo de la voz hasta el punto preciso de la oscuridad donde brillaban los ojos como mecheros de su abuela Filisola. Sintió doblarse sus piernas en un temblor religioso, pero alcanzó a improvisar sin demora, segura al menos de que no había bebido ni fumado, y de que su sobriedad la absolvería en lo que dijera:

– Se nos hizo tarde hablando.

– Mañana tienes escuela -recordó la abuela. -¿Saliste con Rafael Liévano?

– Sí -dijo Leonor. ¿Por qué?

– Llamó hace dos horas preguntando por ti -informó la abuela.

Leonor se echó el maletín al hombro, como si se despidiera y se escuchó decir, sorprendida de su rapidez y su frialdad en mitad del incendio: -Nos peleamos. Seguí con otros amigos a cenar. ¿Qué dijo Rafael?

– Llamó buscándote -repitió la abuela. -Como creí saber que salías con él, desde que habló estoy esperándote. Tu abuelo te busca hace una hora en hospitales y delegaciones de policía.

– Voy a decirle que llegué.

– Te vio bajar del taxi por la ventana -descartó su abuela. -Ahora debe estar fingiendo que duerme. Ven acá.

Leonor dejó el maletín con la ropas secretas al pie de la escalera y fue a la sala, en seguimiento de la orden. Había vuelto al baño del centro comercial a cambiarse y despintarse, se había rehecho la trenza y borrado los años de afeites que la acercaban a Mariana, pero cuando caminó hacia su abuela sintió que la trenza se aflojaba y quedaba al descubierto toda ella, la nueva, la clandestina, la que crecía sin preguntar entre los huecos de la historia prohibida de Mariana.

– Se te deshizo la trenza en la cena con tus amigos -dijo la abuela cuando la tuvo cerca, como si supiera exactamente qué reprocharle. También, como si una corriente de complicidad se hubiera establecido entre ellas. -Debió estar animada esa cena.

– ¿Se asustó mucho el abuelo? -preguntó Leonor, bordeando la ironía de la Filisola.

– A tu abuelo nada le altera el pulso. Sólo tenía saltada la vena de la frente.

– Pero si no me iba a pasar nada -se quejó Leonor.

– Nada te va a pasar, hasta que te pase -dijo la Filisola.

¿Por qué hasta que me pase? ¿Qué me va a pasar? -protestó Leonor.

– Inspiras malas ideas en cualquiera.

– ¿Cuáles malas ideas, abuela? -volvió a protestar Leonor, pero riendo ahora, como si ras malas ideas pudieran, en realidad, agradarle.

– No me-refiero a cosas que te puedan gustar -precisó su abuela Filisola. -Está siempre la posibilidad de un accidente.

Golpeó con los nudillos la madera del sillón para conjurar su ocurrencia. Sentó después a Leonor de espaldas a ella, y empezó a recomponer la trenza con manos diestras, mientras hablaba: -Sabes de los fantasmas que rondan esta casa a propósito de accidentes y desgracias -volteó a su nieta hacia ella, para mirarla de frente: -La belleza tiene que tomar sus precauciones -le dijo, y hubo en sus ojos redondos un brillo juvenil.

– Tú crees que estamos saladas, ¿verdad? -dijo Leonor, vencida y convencida. -Crees que el destino nos persigue.

– Las cosas pasan y los hechos hablan -dijo la abuela, con tono pontificial y melancólico, poniendo una palma materna en la mejilla de Leonor. -No dicen lo que va a pasar, pero sí lo que ha pasado. Y en las mujeres de la familia ha pasado todo. Desde mi tatarabuela, ya lo sabes.

– ¿Nada más con las mujeres? -preguntó Leonor.

– Sobre todo con las mujeres, pero no hace falta más -dijo la abuela Filisola – Porque las mujeres son lo único que ha valido la pena del árbol genealógico. Las mujeres de la familia han sido locas y trágicas, pero inmejorables -sonrió la Filisola. -Eso te lo digo aquí, entre tú y yo.

– No sabía que pensaras así dijo Leonor.

– Yo tampoco, se me está ocurriendo ahorita -volvió a sonreír la Filisola. -Te esperaba con la espada desenvainada para regañarte, y mira dónde acabé: alabando nuestras locuras. Bueno, toma lo que te he dicho como un regaño. Es decir, no lo olvides. No corras riesgos idiotas. Toma tus precauciones.

– Sí -dijo Leonor.

– Y vete a dormir. Mañana tienes escuela y alguna cosa que explicarle a tu abuelo.

Se dio un baño largo, como los que acostumbraba al volver de Rafael Liévano, no para borrar sino para prolongar la fatiga de su cuerpo, para completar su cansancio amoroso. Pero de las brumas del vapor y el calor de su piel bajo el agua no vino la memoria de Rafael Liévano, sino el ambiente etéreo, a la vez preciso y desdibujado, de su cena con Lucas Carrasco, el poder leve pero imperioso de su voz, propagándose sobre la mesa hacia ella, envolviéndola, cuidándola, educándola. Se metió en la cama como en una funda de ensueños. Lo último que supo de sí fue que sonreía.

Un resto de presencias inasibles le hizo saber al día siguiente que había soñado. La prisa del despertador le impidió detenerse en ellas. Y el súbito recuerdo de que aún debía explicar su escapada nocturna, borró todas las huellas de aquel reino, mientras se echaba encima las ropas del día. Su abuelo la esperaba en la mesa del desayuno, fragante como sólo podía estarlo él a esas horas, forrado en el hollejo de su loción adulta, tocada de tabaco, con el plato de fruta frente a él.

– Llegaste tarde, y no sabíamos dónde estabas -dijo, en cuanto Leonor tomó el lugar vecino.

– Salí con Rafael Liévano -se impulsó Leonor, repitiendo el guión. -Pero discutimos y se fue enojado. Yo me seguí a cenar con otros amigos.

Ramón Gonzalbo empezó a picar su fruta en silencio. Luego alzó la cabeza hacia Leonor y la miró con sus intensos ojos sabios.

– No se vale -le dijo.

– Sé que debí avisar -admitió Leonor. -Pero no pensé que Rafael fuera a llamar y que los fuera a asustar a ustedes.

Iba a seguir mintiendo, pero una mano en alto la detuvo: -La explicación ya la sé -dijo Ramón Gonzalbo. -Mi respuesta es que no se vale. Nada más.

– Sí abuelo -acató Leonor.

– Y espero que no vuelva a repetirse. Unidos por su distancia, tomaron en silencio el resto del desayuno.

Ya en la escuela, Leonor se descargó con Rafael Liévano:

– Cuando nos peleemos, no me busques por teléfono, idiota -le dijo en un rincón del patio.

– ¿Entonces qué hago cuando nos peleemos?