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Sin embargo ahí estaba, al principio del libro, la escena sugerida por Ángel Romano del encuentro de su tía Mariana con Lucas Carrasco, su inmediata y mutua rendición amorosa, y el simple gesto de Lucas de ponerla a su lado, como si ese lugar hubiera estado ahí para ella desde siempre, esperando que Mariana lo llenara.

Lucas había escrito:

Se vieron por encima de las parejas que bailaban y mi amigo asintió, sólo eso, como si hubieran convenido algo o compartieran un secreto, ellos, que se miraban por primera vez en esa fiesta y no sabían ni el nombre uno del otro. Lucrecia asintió también, ratificando la existencia del secreto. Lo demás fue literatura, es decir, la materia de este libro, que cuenta sus amores bajo la luna, lo que la luna les dio, lo que la luna les quitó, lo que ellos no supieron tomar ni defender de la luna.

No faltaba una alusión a la luna casi en ningún pasaje del libro. Sus rayos helados presidían las escenas culminantes de la novela: la escena del encuentro y las de los amores felices que le siguieron; la escena del primer pleito, en una ciudad de México sin cielo ni estrellas, afantasmada por el esmog, y la de la primera reconciliación junto a la playa, frente al mar hinchado por el plenilunio y por la marea dichosa de sus cuerpos.

Lucrecia no era exactamente Mariana, ni Lucas su amigo, pero ahí estaban en el pequeño libro, casi literalmente, escenas que Leonor había colectado de Alina Fontaine y Carmen Ramos. Ahí estaban Lucrecia y el amigo besándose una noche, en medio de un atestado restorán, separados del mundo, unidos por el cordón umbilical de sus labios y sus lenguas, tratando de meterse uno en el otro para dejar de ser y hacerse el otro. Ahí estaban las escenas de las fiestas misteriosas y orgiásticas en la casona de la que le había hablado Ángel Romano. Y ahí estaba el amigo de Lucrecia diciéndole, como Lucas le había dicho, quizás, a Mariana:

– Vamos a queremos, no a poseernos. El ejercicio de tu libertad es lo que garantiza la mía:

Lucrecia no tenía hermanas en el libro, pero sí una amiga fraterna que cantaba en un bar de Coyoacán, como Cordelia, y que vivía en el mismo edificio que Lucrecia, como Carmen Ramos abajo de Mariana. Lucrecia no moría en la novela, como había muerto Mariana en la vida real, y el libro escurría el bulto, por tanto, a cualquier mirada de frente sobre el tema. Pero, al igual que Mariana, Lucrecia se extraviaba en un laberinto de hospitales y cuerdas interiores a punto de estallar, extenuada por la soledad y la anorexia. Por último, la novela repetía sin maquillajes la horrenda coincidencia de la noche de luna en que, luego de un año de resistir la tentación insoportable de ver a Lucrecia, su amigo había acudido a buscarla, en rendición incondicional, y la había sorprendido con otro, como Lucas a Mariana.

Había dos escenas cruciales, sin embargo, de las que nadie le había hablado hasta entonces a Leonor y que brillaron con luz propia en su nueva lectura. La primera narraba el momento en que Lucrecia, loca de amor y celos, se había entregado a Lucas pidiéndole que la hiciera su mujer, que fuera su pareja monógama, vivieran en la misma casa y la llenara de él y se reprodujera en ella, haciéndola parir su descendencia. Su amigo le había respondido con la cita de un escritor que abominaba de los espejos y de la paternidad, porque repetían la deformidad de los hombres. Esa noche, en una fiesta de la casona, Lucrecia había sorprendido a su amigo en el lecho con otra, y había bebido hasta la embriaguez y salido semidesnuda a ofrecerse a quien pasara por las calles desiertas del rumbo. Días después, su amigo le había repetido la estúpida frase que presidió sus amores y que Mariana probablemente había escuchado de Lucas: "Vamos a queremos, no a poseemos. El ejercicio de mi libertad es lo que garantiza la tuya." Poco después, la novela refería el momento que Carmen Ramos le había contado a Leonor: Mariana yéndose con otro, frente a Lucas, en una nueva fiesta de la facultad.

La segunda escena inédita era la del último encuentro de Lucrecia con el amigo, una noche de luna, después de que la había sorprendido con otro al buscarla. Sin explicar cómo se habían reunido de nuevo sus personajes, Lucas escribió:

Hubo una última vez. Era fresca la noche, pero a la vez tierna y cálida, y estaba la luna propicia en lo alto de enero. Sacaron una colcha al balcón y se tendieron en ella, sobre la cama resplandeciente de sus recuerdos. Bajo la luz de la luna, el cuerpo de Lucrecia era doblemente blanco y liso, y su mirada hipnótica venía de lejos, como en un sueño de títeres sin habla. Le pidió perdón y quiso amarla como la había amado alguna vez, sin reservas ni silencios interiores. Pero había un velo entre ellos. Lucrecia estaba en otra parte, como tomada por la luna, y dentro de él crecía una pandilla de recuerdos negándose, previniéndolo contra el día de mañana.

– No fuiste tú ni fui yo -dijo Lucrecia al final, en su oído. -Fue la luna, que no nos dejó solos.

Y se durmió junto a él con los ojos de títere abiertos, bajo el fulgor redondo y vigilante del círculo que mandaba sobre ellos desde el cielo.

Seguían las páginas veloces del final, que volvieron a filtrarse por las expectativas de Leonor como puños de arena entre los dedos. Terminó la segunda lectura con una sensación menor de vacío que la primera, pero seguía faltándole lo esencial:

¿dónde estaba ahí Lucas Carrasco, dónde Mariana con su muerte, y dónde estaba ella, con su propio desorden, frente a ese laberinto de amores perdidos y lunas propicias, por igual, a la felicidad y la desgracia?

La noche en que Leonor lo leyó, el pequeño libro de Carrasco era ya una reliquia. Había sido escrito siete años antes y dejado de circular poco después. Su autor había corrido mejor suerte. Sin retirarse del claustro académico, había emprendido una carrera como articulista político y era el celebrado editor de un boletín al que se accedía sólo por suscripción privada. Para alimentar su pasión académica, de cuerda antropológica e histórica, Carrasco había explorado en opúsculos imprevisibles, también de circulación restringida, lo que llamó en un ensayo las zonas frágiles de México, aquellos lugares por donde la historia del país se había roto, cediendo el paso a "la fecundidad de lo inesperado", expresión que resumía para Proudhomme el genio del tiempo, el espíritu mismo de la historia.

Siguiendo esos senderos, Carrasco había escrito una serie de pequeños libros sobre los temas más dispares, cuyo eje secreto era, sin embargo, el mismo: la exploración de las vetas por donde se había roto la normalidad del pasado y había hecho su primera aparición el inexperto futuro. Había dedicado un libro a las etnias en extinción de las zonas de refugio, no como una denuncia antropológica, sino como un testimonio a la vez trágico y augural del doble proceso de desindianización del país y mexicanización de las etnias indígenas. Había hecho un provocativo trazo histórico de las zonas mineras relativamente prósperas, como focos detonadores de las grandes rebeliones mexicanas, para contraponerlas a la idea común de las zonas campesinas o pobres, como origen de esos movimientos. Había escrito también un largo y exitoso ensayo sobre el cambio más significativo que a su juicio había tenido la sociedad mexicana del siglo XX: el aumento de las mujeres entre la población económicamente activa, que casi se había triplicado en los años setentas quebrando por primera vez la estable inexistencia laboral femenina y anticipando la aparición de un nuevo mundo amoroso. Había escrito, por último, una colección de crónicas históricas sobre los años frágiles de México, años que habían condensado cambios decisivos del país, y en cuya exploración podían leerse, como en un mapa cristalizado, los virajes esenciales de su historia.