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El disparo, no obstante, no se perdió en el vacío. Dio de lleno en el camión cargado de explosivos que era objeto de escolta, y convirtió el peaje y sus aledaños en la viva representación de una pesadilla. No sólo quedaron destrozados el camión y sus dos ocupantes, sino que también el furgón de la Guardia Civil saltó por los aires y la expansión de todos los explosivos afectó a una gran cantidad de vehículos. Tres trabajadores de la autopista murieron en el acto, así como los ocupantes de otros tres vehículos, incluyendo un marroquí que volvía de vacaciones desde Bélgica en dirección a su país con su mujer y sus cuatro hijos, y que había tenido la doble mala suerte de coger sus vacaciones fuera de temporada para evitarse aglomeraciones en Algeciras y de confundirse en una salida e intentar retomar su dirección originaria.

El aguerrido gudari escapó del lugar sin detenerse a evaluar los efectos de su acción; eso ya lo haría alguien con más autoridad en Iparralde. Aunque no del modo esperado, se habían cumplido los objetivos. Unos cuantos txakurras menos en Euskadi que ya no oprimirían más al Pueblo Trabajador Vasco. En cuanto al resto de los muertos, eran dignos de lástima y así lo sentía en su fuero más íntimo, pese a la propaganda fascista que intentaba presentar a los luchadores del pueblo como asesinos sin corazón, pero en todas las guerras hay víctimas colaterales e inocentes que no se pueden evitar. Lo prioritario era el triunfo del pueblo y con él llegaría esa paz que todos querían, aunque sólo los más concienciados de los militantes sabían de verdad lo que significaba. Sólo habría paz cuando por fin las fuerzas más comprometidas de Euskadi consiguieran sus últimos objetivos políticos, pensó sin poder recordar exactamente a qué le sonaba esta última frase. De todos modos tampoco convenía hacerse muchas pajas mentales. Dentro de pocos días podría leer en el Egin los motivos exactos de su acción y la valoración, netamente positiva, de la misma.

24

Aunque en un primer momento Antonio Alférez se negó a dar la información requerida, Artetxe consiguió los datos solicitados sin mucho esfuerzo. Cuando salió del club dejó tras de sí a un joven totalmente derrumbado y anegado en lágrimas, pero que le había proporcionado lo que podría llegar a ser el hilo que deshiciera el ovillo.

El fulano que trapicheaba con Antonio y Begoña tenía un caserío en Bakio. No le pillaba muy lejos de Laukariz así que decidió ir ese mismo día, pero, al oír el ruido que hacían sus tripas, antes de visitarle paró en Mungia para comer. Cuando se levantó de la mesa estaba totalmente amodorrado y sin ganas de hacer nada. La combinación de buena comida y sol otoñal suele hacer estragos en mucha gente, e Iñaki Artetxe no era ninguna excepción. Aun así se mantuvo en su idea originaria, no por un calvinista exceso de amor al trabajo, sino por la pereza que le entró al pensar que al día siguiente tendría que hacer el mismo recorrido.

No tardó mucho en llegar a Bakio ya que apenas había circulación por su carril. Le costó algo más encontrar el caserío. Por fin, tras introducirse por dos caminos equivocados, un baserritarra [3] le indicó el correcto. Un pedregoso y serpenteante camino, por el que apenas cabía un vehículo, le condujo hasta una explanada sobre la que se alzaba el caserío, de construcción típica de madera. Algunas personas se encontraban tumbadas en plena campa, disfrutando del sol del atardecer. Parecían extraídas de un cómic underground, pensó Artetxe. Eran una mezcla de hippies de los sesenta y de hare-krishnas con melena. Todo ello olía a secta, cosa que no le importaba lo más mínimo al tolerante espíritu en materia religiosa de Artetxe, salvo que sirviera como medio de anulación de la personalidad de sus adeptos o, como podía ocurrir en ese caso, de tapadera para el tráfico de estupefacientes.

Cuando se aproximó a los congregados y observó la expresión bovina de su cara, comprendió que, además de ser la tapadera que pensaba, tenía que ser también una secta de las llamadas destructivas, a no ser que desde el primer momento sólo admitiera a personas de cuya cara hubiera desaparecido todo rasgo de inteligencia.

Buscó a alguien que pareciera capaz de mantener una mínima conversación y le preguntó por el paradero de Marcos Ruiz.

– ¿Marcos? -respondió con un gran esfuerzo de vocalización-. No sé quién es; cuando entramos en la Casa de la Luz nos olvidamos de nuestros arcaicos y burgueses nombres para adoptar los que en sueños nos envía el Señor de la Eterna Luz. El mío es Ranjhapendraj, que en sánscrito significa «el elegido de los dioses del amor puro». Esto último lo dijo con inusitada rapidez, como si a la hora de lanzar su mensaje desapareciera todo signo de cretinismo intelectual y el propio Señor de la Eterna Luz le concediera el don de la oratoria.

– ¿Para qué quiere hablar con el Líder Excelso? -preguntó una vivaracha morena de ojos verdes, sobresaltando a Artetxe. No esperaba que en ese ambiente hubiera nadie capaz de hablarle directamente, y menos, interrogándole. Cuando se fijó más a fondo en la chica, le pareció que era la única del grupo que no estaba totalmente atontada.

– Si el Líder Excelso es Marcos Ruiz, tenemos una amiga común. Me gustaría hablar sobre ella con él.

– No sé si será posible. En estos momentos se encuentra meditando en la capilla.

– Dile que es importante.

– No hay nada más importante que el contacto íntimo con el Señor de la Eterna Luz, pero veré qué puedo hacer -dijo mientras se alejaba hacia la entrada del caserío con un contoneo más propio de una vedette que de una hija de la Eterna Luz, fuera eso lo que fuese.

Mientras esperaba la vuelta de la chica, intentó pegar la hebra con el resto de los presentes, pero fue en vano. La única persona a la que el Señor de la Eterna Luz había favorecido con el don de la inteligencia había desaparecido. Desesperado tras el infructuoso intento, se sentó sobre la hierba. Diez minutos más tarde salió del caserío la chica y le invitó a acompañarle al interior.

En la primera planta se había habilitado una oficina. El bucolismo que desprendían tanto el caserío como sus habitantes desaparecía en ese recinto. Teléfono, televisión, equipo de música, fax. Parecían objetos discordantes. Detrás de una mesa se veía la figura regordeta de un hombre sonriente que vestía la misma túnica de color azul y verde que el resto de sus compañeros, pero bajo cuyos pliegues se adivinaba el dibujo de una corbata. Dos congregantes, cuyas medidas de estatura y peso doblaban las de sus compañeros que pacían sobre la hierba, le flanqueaban. El hombre que estaba detrás de la mesa invitó a sentarse a Artetxe.

– El Líder Excelso, supongo -dijo Artetxe mientras se sentaba.

– Me quiere usted tomar el pelo, por lo visto. Ya sé que algunos de mis discípulos siguen pecando al ofender mi modestia, pero por más que quiero evitarlo no consigo erradicar esa expresión referente a mi humilde persona. Me resigno a ello pensando que si así son más felices y, por tanto, más capaces de unirse íntimamente a la Eterna Luz, ese ataque a la humildad del más abyecto siervo de la Luz está justificado. Pero como veo que a usted le preocupan esos detalles mundanos como la identidad, no me importa decirle que mi antiguo nombre era Marcos Ruiz, aunque ahora me llamo Siwidrevanantha, que significa «el más humilde servidor de los humildes servidores del Señor de la Eterna Luz».

– En sánscrito, por supuesto.

– Me temo que no -respondió Marcos Ruiz entre grandes risotadas-. Entre los dones que diariamente nos envía el Señor de la Eterna Luz no se encuentra, por desgracia, el de las lenguas, así que soy yo quien se inventa los nombres y sus significados, pero no piense que es un fraude, sino todo lo contrario. Cuando vienen aquí, los novicios renacen a una nueva vida, más limpia, pura y desprendida que la anterior. El nombre en sí no significa nada, pero es un lazo de unión con su antigua y corrompida existencia; por eso, cuando les doy uno nuevo con un significado místico no los engaño, sino que contribuyo a que sus espíritus fluyan en la nueva vida que nos proporciona la Eterna Luz. Pero soy un desconsiderado, no le he presentado a mis dos acompañantes. El siervo que está a mi izquierda se llama Andraghomparg, «brazo de hierro de la Eterna Luz» en falso sánscrito, y su compañero es Sandreerranch, «el que castiga a los enemigos de los servidores de la Eterna Luz».

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[3] Dueño del caserío. (N. del E.)