– ¿Saben buenos? -pregunté.
– Saben como a camarón -dijo don Tomás, apareciendo con los refrescos de a diez pesos cada uno. Precio que podía parecer un escándalo si se le comparaba con los tres pesos que cuesta un refresco en la calle, pero que era una ganga en esa playa en la que el primer día los pagamos a quince pesos. Con ciento cincuenta, en lugar de cien por la cabaña.
– ¿Y usted por qué da más barato? -le pregunté.
– Es que los otros aprovechan porque nada más de esto viven, y cuando ven gente, abusan -dijo don Tomás-. Yo, como tengo un oficio, durante el año trabajo allá por mi colonia y sólo ahora que anda el gentío, pues vengo para traer al niño y para descansar, como usted. Y si me disculpa, al rato seguimos la plática -dijo, yéndose.
Seguimos la plática a lo largo de la semana y nos amarchantamos de lleno con don Tomás como nuestro proveedor universal de aguas, cocos, Cocas y Yolis. También como el encargado de calibrar los precios de otras mercancías y de echarles un ojito a nuestras pertenencias mientras nos íbamos al mar como a la guerra, pero sin más arma que nuestro corazón alborotado y nuestras ganas de sal y golpes.
Yo no tardé en darme cuenta de que eran muy pocos mis contemporáneos entre las olas. Sólo jóvenes había regados por la playa, promisorios y omnipotentes. De mi edad había uno que otro vendedor o vendedora, pero al parecer casi nadie con mis años se expone a que le peguen sin tregua las aguas del revolcadero. Tan sola me vi, que en lugar de sentirme desolada, me consideré dueña del privilegio de representar a mi ruinosa generación. Ya ni siquiera tuve vergüenza de no poseer un cuerpo firme y atlético como los que me rodeaban, pasé sin más a considerarme original y protegible como se considera a los monumentos arqueológicos. Tuve la certeza de que si hubiera habido por ahí un representante del Instituto Nacional de Antropología e Historia, me hubiera puesto en su lista de ruinas por amparar. Y ya no me importó lucir la pátina, ni que me faltaran algunos escalones y me sobraran otros. Así somos las ruinas: altaneras y tercas, me dije, corriendo tras el niño en busca de las olas, sin tratar ni por juego de moverme como la chica de Ipanema o las chicas de mi alrededor. Daniela y Catalina venían conmigo, condescendientes y divertidas como arqueólogas.
Todos los días el mismo rito de flojear y cansarnos, perder los ojos en el horizonte y perdernos donde se perdían nuestros ojos. Seis milagrosos días de playa. ¿Quién sueña con otros privilegios? No nosotros.
La tarde que nos despedimos de don Tomás y su hijo, tras varias fotos y múltiples promesas de mutua fidelidad el próximo año, alcanzamos a sentirnos tristes, a pesar de tanto recontar nuestras dichas. La noche anterior habíamos visto la luna anaranjada crecer sobre Pichilingue como un planeta en fuego, y varias tardes nos tomaron la mirada entre el cielo y los cerros en el generoso balcón de los generosos Minkov.
– Salgan de la tele -les pedí a los hombres del grupo que tras la playa quedaban catatónicos frente a las peores películas de acción que haya dado un canal de cable. Se preparaban así para luego perderse en el ruidero de las discotecas hasta las seis de la mañana.
– Estamos de vacaciones -alegaron.
– Y están perdiéndose la mejor puesta de sol que haya yo visto en mi vida -dijo Catalina. Segura de que sus catorce años pueden considerarse una vida.
– Tú pareces vieja, Catalina -le dijo su hermano Mateo.
– Soy vieja -respondió Catalina, arrellanada en el blanco e inolvidable balcón de los Minkov. Y luego volvió a pedir conmigo-: ¡Vengan a ver!
Como vampiros salieron los tres de su cuarto oscuro a una tarde que había encendido todas las nubes del cielo, y se quedaron mudos. Todavía no sabemos si de pena o de gloria, pero consideramos mejor no preguntarles.
Al día siguiente los llevamos a Pie de la Cuesta. Donde yo recordaba como un sueño unas olas inmensas devorando al sol inmenso, al tiempo en que unos hombres se columpiaban en ellas, diminutos y frágiles, haciendo un circo para dioses. Llegamos tarde. El sol se había metido y las olas del verano son cortas. Quedé como una fantasiosa, pero lo mismo nos reímos todo el trayecto, que se ha vuelto un escabroso ir entre cerros sobrepoblados que antes fueron desiertos, un viaje largo al parecer hacia ninguna parte.
– Una hora y media de camino para llegar a unas olas más chicas que las nuestras. ¿No dijiste que eran inmensas? -preguntó Mateo con la hilaridad en que le fascina regodearse cuando fracasan mis recuerdos.
– Suelen ser inmensas -dije yo, sin poder creer lo que veía-. ¿Verdad señora que suelen ser inmensas? -pregunté, llamando en mi apoyo a la mujer que vendía cocadas.
– Son inmensas -dijo ella-. Hoy no, pero sí son inmensas.
– Perfecto mamá, te creemos. ¿Ahora hay que desandar el camino largo o hay uno corto?
– El regreso es más largo porque es oscuro -dije yo-. Pero para que veas que me disculpo, pon a cantar a Eros Ramazotti, aunque me desespere su voz desesperada.
Volvimos cantando:
"única como tú
no hay nada más bello que tú".
Y yo le dediqué la canción a la playa y él a una novia que un día tendrá, como quien tiene una esmeralda.
Más tarde caminamos por la ensordecedora costera recontando las estrellas que aún no se traga la luz de los hoteles y mirando a la gente iniciar su noche como una fiesta. Ningún día fue el mismo y todos se parecían en su idéntica armonía ociosa. Estuvimos felices. No sé qué pueda haber mejor que las vacaciones. Lo digo sin remordimientos, con la eterna nostalgia que me toma septiembre.
PLANES PARA REGRESAR AL MUNDO
Me gusta invocar las tardes de lluvia frente a los volcanes, tengo nostalgia de la vida que transcurre como una conversación entre amigos: lenta, sin destino preciso, sin ansia de predominio, sin demasiadas ideas en litigio, con la certeza de que cada palabra, cada cosa que pasa entre ellos importa y no es prescindible. Llevo varios meses con la vida en vilo, sin conversar con muchos de quienes me resultan necesarios, sin caminar la tierra húmeda y enrojecida que rodea la casa de mi hermana, sin el placer hospitalario que puede otorgarnos una semana entera de no hacer otra cosa que ir leyendo los libros que se acumulan sobre el escritorio y la mesa de noche como una demanda y una promesa. Hacer eso y llamarlo trabajo, como si no fuera un juego.
Llevo meses convertida en una yo que vive más para afuera que para adentro. No he tenido tiempo para ir al cine ni siquiera una vez cada dos semanas, ni he sabido del gozo que es levantarse en la mañana con la sensación de que no necesito dormir más. Llevo meses perseguida por el deber como un loro perseguido a trapazos. Y a pesar de todas las cosas buenas que un año de prisas y viajes me ha dejado, ambiciono el regreso a la rutina, al silencio, al tiempo como un juego, al aire de las noches en que uno llega a la oscuridad con el deseo de mirar la luna y reverenciarla.
Siempre vuelvo de las vacaciones cargada con una lista de planes. Hacer planes, como bien lo sabía la lechera, entusiasma los pasos y ayuda a subir la cuesta. Si después se nos cae el cántaro de leche no necesitaremos llorar, porque estaremos en la cumbre de algún sueño y desde ahí será menos arduo volver al trabajo.
Quizás valga la pena y el divertimento hacerse una lista de planes para leerlos cuando el desasosiego quiera preguntarnos: ¿De qué sirve que vayas por el mundo? ¿A quién le dejas algo con tu presencia? ¿Y qué has hecho de bueno?
Para ese tipo de preguntas es para lo que la lista puede ser de una utilidad inalterable. Ahora que si no lo fuera, habría que hacer la lista sólo por el placer de hacerla. Me preguntarán qué tan grande puede ser tal placer, les diré que tan grande como uno quiera. La medida de la ambición no es siempre la misma.