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Todo esto me lo contó ella misma algunos años después de mi paso por la escuela primaria, cuando me había yo convertido en la más ineficiente maestra de inglés que haya pasado por secundaria alguna.

En esos tiempos yo tenía por todo guardarropa tres minifaldas muy comunes y corrientes cuyo uso ella me mandó pedir que abandonara si pretendía seguir enseñando algo en su escuela. Para entonces, mi tardía adolescencia le había perdido parte del miedo y no hice caso de sus mensajes. Así que me llamó a conversar con ella tras el escritorio aquel en que siempre tuvo de pie una estatuilla de la virgen de Fátima reinando sobre la desolación de su helada superficie.

Ella había envejecido, y su ex alumna había crecido lo suficiente como para intuir que no era mala sino largamente infeliz. Así que pude sostener bajo sus ojos la primera conversación de nuestras vidas en que no me recorría hasta el pelo el temblor que me provocó siempre su presencia.

– Ten cuidado -me dijo-, porque ni a los hombres ni a casi nadie le gustan las mujeres que se portan como tú. Las mujeres así acaban quedándose solas.

– ¿Por qué lo dice usted? -le pregunté, admirándome de tener voz con que hablarle.

– Por experiencia, muchacha -me contestó con una tristeza cuyo influjo desbarató para siempre mi viejo terror a su autoridad.

Desde entonces, recuerdo a la seño Pilar con devoción y sin miedo. La recuerdo pensando en que le debo mi actual facilidad para acercarme sin temor alguno a quienes ejercen el poder. A esa mañana de conversación con ella, le debo para siempre mi certeza de que mi deber no es resignarme, ni obedecer a ciegas, ni quedarme callada.

Yo normalmente desconfío de los poderosos. Por eso, entre otras cosas, me inclino frente al recuerdo de Pilar Luengas. Esa mujer que después de aceptar y callarse una vez, después de que semejante obediencia la dejó sola, supo ser fuerte y segura de sí misma en una época en que lo esperado y lo correcto en una mujer era dejar que alguien decidiera para siempre su destino. De ahí para adelante se ganó la vida como una mujer cabal. Y ahora sé que el sólo verla vivir marcó la actual destreza para decidir y trabajar en la construcción de nuestro propio destino, a la que nos apegamos tantos de nosotros. Ahora valoro de qué modo la fuerza de su extravagante ejemplo permeó para bien nuestras vidas.

"Enseñanzas nos da el tiempo", digo a veces recordándola. Luego le sonrío con humildad a la certeza con que ella aún acostumbra sermonearme desde quién sabe qué nube o qué tormenta en otro mundo.

UNA VOZ HASTA SIEMPRE

Es junio y añoro a mi padre con la misma intensidad que pongo en ambicionar imposibles hasta que a ratos los consigo. Así como he conseguido que mi hija de diecisiete años tenga por el abuelo, a quien nunca vio, una veneración equiparable a la que otros pueden tener por su entera genealogía.

Mi padre murió una mañana de mayo. Hace tres décadas. Yo siento que hace de eso tanto tiempo que ya me resulta cercano. Mi padre solía hacerme reír. Desde niña tengo recuerdos de su voz jugando a provocar mi risa. Él, que en el fondo era un hombre triste si dueño de tristezas es quien sabe que no hay alegría imposible, quien ironiza con el mundo todo, empezando por su propia figura y sus magras finanzas.

Caminaba despacio, pero siempre llegó a tiempo a todas partes. No como sucede conmigo, que corro eternamente y a todo llego tarde. Aún temo estar a tiempo. Odio ser la que espera. Esperé una vez que la vida dejara suyo a ese hombre a quien quiero con devoción y sin matices, como sólo se quiere a los hijos. Esperé una vez como quien traga fuego, que mi padre viviera porque le rogué a su Dios que le dejara el aliento aunque fuera un tiempo. Hasta entonces, nada de lo que yo había querido pedirle a Dios me había negado. Así es Dios: todo lo concede hasta que lo deja de conceder. Y así fue mi fe en él, todo le creí hasta que dejé de creerle.

Con un tiempo -un año, pensé entonces-, hubiera tenido para aceptar que aquel silencio como remedo de la muerte era peor que la muerte. Pero en dos días, todo es mejor que la muerte. Cualquier trozo de vida, cualquier indicio de que ahí estaba. Un poco de la luz con que solía mirar, una mueca evocando el afán de su sonrisa.

No imaginaba yo lo que pasaría en un año, pero era tan joven que entonces los años eran largos y seguro creí que después de un año tendría las fuerzas que no tenía esa tarde, caminando de mi casa al hospital mientras miraba caer mis lágrimas sobre la piedra de las calles como si fueran lágrimas ajenas.

"Papá ¿por qué nos sigue la luna?"; le había preguntado a los cuatro años, una noche al volver del campo. Nunca he sabido recordar qué me respondió, sin embargo recuerdo que su respuesta me dejó en paz. Tampoco recuerdo cuándo se hizo la noche de aquel lunes, en que un pedazo de luna me acompañó abusiva cuando volví del hospital con la certeza de que el resto de mi vida mis preguntas, mis desfalcos y mis deseos tendría que vivirlos sin aquella voz con respuestas. Quién sabe qué tendría su voz, pero yo recuerdo que siempre me dio paz.

Mi padre silbaba al volver del trabajo. Adivinar por qué silbaba. Volvía de un trabajo extenuante y mal pagado, silbando como si volviera de una feria y entrara en otra. Yo lo escuchaba llegar y corría escalera abajo.

Ahora estoy envejeciendo y aún me estremece la memoria de aquellas manos en mi cabeza. Para todo lo que tiene que ver con recordarlo, tengo cinco, diez, catorce años inermes. Sin embargo, lo recuerdo casi siempre con alegría y conseguí sobrevivir al abismo de perderlo.

– ¿A quién conmoverá mi desolada vejez de cinco años? -me pregunto.

– A mí -dice una amiga de mi alma-. A mí me conmueve y me espanta: tienes unos hijos como prodigios, de los que no te hablo más porque nadie mejor que tú sabe cuanto debía decirse, has podido encontrar unas lunas de milagro, tienes al lado un hombre que hace más de veinte años sobrevive a tus búsquedas, a tu para él siempre rara pasión por el mar, al hecho irrevocable de que no te interese ni quieras leer los periódicos y que desde siempre hayas pasado con pánico y desdén frente a la televisión en que él cambia canales o mira el fútbol como tú podrías perder los ojos, en el horizonte las tardes enteras. Tienes las mejores amigas que uno pueda soñar, amigas con las que hablas horas incluso en mitad de una mañana de trabajo, amigas como hermanas. Tienes una hermana llena de sortilegios a la que admiras y extrañas mucho más que a los dos volcanes que están frente a su casa, y que es tu amiga igual que quien es tu hermana, tienes una madre como una catedral que se ha ido construyendo durante años hasta convertirse en un ser extraordinario y adorable. Tienes tres hermanos de sangre con los que sabes que podrías contar millones. Y hasta te das el lujo de tener hermanos de elección con los que cuentas a diario como si fueran tus hermanos. Te ganas el dinero que gastas y hasta el que otros se gastan cuando se roban tus tarjetas de crédito. Tienes quienes acuden a tus palabras, algunos que incluso te quieren sin haberte visto y otros que te quieren a pesar de saber que no eres la misma que escribe o que están viendo. Tienes epilepsia y le has perdido el miedo, como quien tiene una cicatriz y se acostumbra a llevarla aunque a ratos le recuerde un dolor. Para más, algunas noches, como si fueras princesa de las óperas, tienes quien desde adentro te cante: "Guardi le stelle che tremmano d'amore e di speranza":

– Te sobra razón -le respondo-. Todos esos lujos y privilegios, más otros de los que sólo yo sé, tengo y venero. Mi padre, sin embargo, es todo lo que no tengo. Todo lo que muchas veces no sé siquiera qué cosa es. Todo eso, más el recuerdo lejano de las mañanas en que él caminaba cerca de mí por un campo cuyo olor aún tengo en la memoria.