– Abuela, el molino no sirve, tiene el gusano roto.
– Esa Micaela ha de haber molido molcates en él. No se le quita esa mala costumbre; pero en fin, ya no tiene remedio.
– ¿ Por qué no compramos otro? Éste ya de tan viejo ni servía.
– Dices bien. Aunque con los gastos que hicimos para enterrar a tu abuelo y los diezmos que le hemos pagado a la Iglesia nos hemos quedado sin un centavo. Sin embargo, haremos un sacrificio y compraremos otro. Sería bueno que fueras a ver a doña Inés Villalpando y le pidieras que nos lo fiara para octubre. Se lo pagaremos en las cosechas.
– Si, abuela.
– Y de paso, para que hagas el mandado completo, dile que nos empreste un cernidor y una podadera; con lo crecidas que están las matas ya mero se nos meten en las trasijaderas. Si yo tuviera mi casa grande, con aquellos grandes corrales que tenía, no me estaría quejando. Pero tu abuelo le jerró con venirse aquí. Todo sea por Dios: nunca han de salir las cosas como uno quiere. Dile a doña Inés que le pagaremos en las cosechas todo lo que le debemos.
– Si, abuela.
Había chuparrosas. Era la época. Se oía el zumbido de sus alas entre las flores del jazmín, que se caía de flores.
Se dio una vuelta por la repisa del Sagrado Corazón y encontró veinticuatro centavos. Dejó los cuatro centavos y tomó el veinte.
Antes de salir, su madre lo detuvo:
– ¿Adónde vas?
– Con doña Inés Villalpando por un molino nuevo. El que teníamos se quebró.
– Dile que te dé un metro de tafeta negra, como ésta -y le dio la muestra-. Que lo cargue en nuestra cuenta.
– Muy bien, mamá.
– A tu regreso cómprame unas cafiaspirinas. En la maceta del pasillo encontrarás dinero.
Encontró un peso. Dejó el veinte y agarró el peso.
"Ahora me sobrará dinero para lo que se ofrezca", pensó.
– ¡Pedro! -le gritaron-. ¡Pedro!
Pero él ya no oyó. Iba muy lejos.
Por la noche volvió a llover. Se estuvo oyendo el borbotar del agua durante largo rato: luego se ha de haber dormido, porque cuando despertó sólo se oía una llovizna callada. Los vidrios de la ventana estaban opacos, y del otro lado las gotas resbalaban en hilos gruesos como de lágrimas. "Miraba caer las gotas iluminadas por los relámpagos, y cada que respiraba suspiraba, y cada vez que pensaba, pensaba en ti, Susana.
"La lluvia se convertía en brisa. Oyó: "El perdón de los pecados y la resurrección de la carne. Amén." Eso era acá adentro, donde unas mujeres rezaban el final del rosario. Se levantaban; encerraban los pájaros; atrancaban la puerta; apagaban la luz.
Sólo quedaba la luz de la noche, el siseo de la lluvia como un murmullo de grillos…
– ¿Por qué no has ido a rezar el rosario? Estamos en el novenario de tu abuelo.
Allí estaba su madre en el umbral de la puerta, con una vela en la mano. Su sombra descorrida hacía el techo, larga, desdoblada. Y las vigas del techo la devolvían en pedazos, despedazada.
– Me siento triste -dijo.
Entonces ella se dio vuelta. Apagó la llama de la vela. Cerró la puerta y abrió sus sollozos, que se siguieron oyendo confundidos con la lluvia.
El reloj de la iglesia dio las horas, una tras otra, una tras otra, como si se hubiera encogido el tiempo.
– Pues sí, yo estuve a punto de ser tu madre. ¿Nunca te platicó ella nada de esto?
– No. Sólo me contaba cosas buenas. De usted vine a saber por el arriero que me trajo hasta aquí un tal Abundio.
– El bueno de Abundio. ¿Así que todavía me recuerda? Yo le daba sus propinas por cada pasajero que encaminara a mi casa. Y a los dos nos iba bien. Ahora, desventuradamente, los tiempos han cambiado, pues desde que esto está empobrecido ya nadie se comunica con nosotros. ¿De modo que él te recomendó que vinieras a verme?
– Me encargó que la buscara.
– No puedo; menos que agradecérselo. Fue buen hombre y muy cumplido. Era quien nos acarreaba el correo, y lo siguió haciendo todavía después que se quedó sordo. Me acuerdo del desventurado día que le sucedió su desgracia. Todos nos conmovimos porque todos lo queríamos. Nos llevaba y traía cartas. Nos contaba cómo andaban las cosas allá del otro lado del mundo, y seguramente a ellos les contaba cómo andábamos nosotros. Era un gran platicador. Después ya no. Dejó de hablar. Decía que no tenía sentido ponerse a decir cosas que él no oía, que no le sonaban a nada, a las que no les encontraba ningún sabor. Todo sucedió a raíz de que le tronó muy cerca de la cabeza uno de esos cohetones que usamos aquí para espantar las culebras de agua. Desde entonces enmudeció, aunque no era mudo; pero, eso sí, no se le acabó lo buena gente.
– Este de que le hablo oía bien.
– No debe ser él. Además, Abundio ya murió. Debe haber muerto seguramente. ¿ Te das cuenta? Así que no puede ser él.
– Estoy de acuerdo con usted.
– Bueno, volviendo a tu madre, te iba diciendo…
Sin dejar de oírla, me puse a mirar a la mujer que tenía frente a mí. Pensé que debía haber pasado por años difíciles. Su cara se transparentaba, como si no tuviera sangre, y sus manos estaban marchitas; marchitas y apretadas de arrugas. No se le veían los ojos. Llevaba un vestido blanco muy antiguo, recargado de holanes, y del cuello, enhilada en un cordón, le colgaba una María Santísima del Refugio con un letrero que decía: "Refugio de pecadores."
– …Ese sujeto de que te estoy hablando trabajaba como "amansador" en la Media Luna; decía llamarse Inocencio Osorio. Aunque todos lo conocíamos por el mal nombre del Saltaperico por ser muy liviano y ágil para los brincos. Mi compadre Pedro decía que estaba que ni mandado a hacer para amansar potrillos; pero lo cierto es que él tenía otro oficio: el de "provocador". Era provocador de sueños. Eso es lo que era verdaderamente. Y a tu madre la enredó como lo hacía con muchas. Entre otras, conmigo. Una vez que me sentí enferma se presentó y me dijo: "Te vengo a pulsear para que te alivies." Y todo aquello consistía en que se soltaba sobándola a una, primero en las yemas de los dedos, luego restregando las manos; después los brazos, y acababa metiéndose con las piernas de una, en frío, así que aquello al cabo de un rato producía calentura. Y, mientras maniobraba, te hablaba de tu futuro. Se ponía en trance, remolineaba los ojos invocando y maldiciendo; llenándote de escupitajos como hacen los gitanos. A veces se quedaba en cueros porque decía que ése era nuestro deseo. Y a veces le atinaba; picaba por tantos lados que con alguno tenía que dar.
"La cosa es que el tal Osorio le pronosticó a tu madre, cuando fue a verlo, que 'esa noche no debía repegarse a ningún hombre porque estaba brava la luna'.
"Dolores fue a decirme toda apurada que no podía. Que simplemente se le hacía imposible acostarse esa noche con Pedro Páramo. Era su noche de bodas. y ahí me tienes a mí tratando de convencerla de que no se creyera del Osorio, que por otra parte era un embaucador embustero.
"-No puedo -me dijo-. Anda tú por mí. No lo notará.
"Claro que yo era mucho más joven que ella. Y un poco menos morena; pero esto ni se nota en lo oscuro.
"-No puede ser. Dolores, tienes que ir tú.
"-Hazme ese favor. Te lo pagaré con otros.
"Tu madre en ese tiempo era una muchachita de ojos humildes. Si algo tenía bonito tu madre, eran los ojos. Y sabían convencer.
"-Ve tú en mi lugar -me decía.
"Y fui.
" Me valí de la oscuridad y de otra cosa que ella no sabía: y es que a mí también me gustaba Pedro Páramo.
"Me acosté con él, con gusto, con ganas. Me atrinchilé a su cuerpo; pero el jolgorio del día anterior lo había dejado rendido, así que se pasó la noche roncando. Todo lo que hizo fue entreverar sus piernas entre mis piernas.
"Antes que amaneciera me levanté y fui a ver a Dolores. Le dije:
"-Ahora anda tú. Éste es ya otro día.
"-¿Qué te hizo? -me preguntó.
"-Todavía no lo sé -le contesté.
"Al año siguiente naciste tú; pero no de mí, aunque estuvo en un pelo que así fuera.