"Que no se me olvide decirle a Don Pedro -¡vaya muchacho listo ese Pedro!- decirle que no se le olvide decirle al juez que los bienes son mancomunados. 'Acuerdate, Fulgor, de decírselo mañana mismo'".
La Dolores, en cambio, corrió a la cocina con un aguamanil para poner agua caliente: "Voy a hacer que esto baje más pronto. Que baje esta misma noche. Pero de todas maneras me durará mis tres días. No tendrá remedio. ¡Qué felicidad! ¡Oh, qué felicidad! Gracias, Dios mío por darme a don Pedro." Y añadió: "Aunque después me aborrezca."
– Ya está pedida y muy de acuerdo. El padre cura quiere sesenta pesos por pasar por alto lo de las amonestaciones. Le dije que se le darían a su debido tiempo. Él dice que le hace falta componer el altar y que la mesa de su comedor está toda desconchinflada. Le prometí que le mandaríamos una mesa nueva. Dice que usted nunca va a misa. Le prometí que iría. Y que desde que murió su abuela ya no le han dado los diezmos. Le dije que no se preocupara. Está conforme.
– ¿No le pediste algo adelantado a Dolores?
– No, patrón. No me atreví. Ésa es la verdad. Estaba tan contenta que no quise estropearle su entusiasmo.
– Eres un niño.
"¡Vaya! Yo un niño. Con 55 años encima. Él apenas comenzando a vivir y yo a pocos pasos de la muerte"
– No quise quebrarle su contento.
– A pesar de todo, eres un niño.
– Está bien patrón.
– La semana que entra irás con el Aldrete. Y le dices que recorra el lienzo. Ha invadido tierras de la Media Luna.
– Él hizo bien sus mediciones. A mí me consta.
– Pues dile que se equivocó. Que estuvo mal calculado. Derrumba los lienzos si es preciso.
– ¿Y las leyes?
– ¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros. ¿Tienes trabajando en la Media Luna a algún atravesado?
– Sí, hay uno que otro.
– Pues mándalos con el primer Aldrete. Le levantas un acta acusándolo de "usufructo" o de lo que a ti se te ocurra. Y recuérdale que Lucas Páramo ya murió. Que conmigo hay que hacer nuevos tratos.
El cielo era todavía azul. Había pocas nubes. El aire soplaba allá arriba, aunque aquí abajo se convertía en calor.
Tocó nuevamente con el mango del chicote, nada más por insistir, ya que sabía que no abrirían hasta que le se antojara a Pedro Páramo. Dijo mirando hacia el dintel de la puerta: "Se ven bonitos esos moños negros, lo que sea de cada quien".
En ese momento abrieron y él entró.
– Pasa, Fulgor. ¿Está arreglado el asunto de Toribio Aldrete?
– Está liquidado, patrón.
Nos queda la cuestión de los Fregosos. Deja eso pendiente. Ahorita estoy muy ocupado con mi "luna de miel".
– Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos sonidos se apaguen.
Eso me venía diciendo Damiana Cisneros mientras cruzábamos el pueblo.
– Hubo un tiempo en el que estuve oyendo durante muchas noches el rumor de una fiesta. Me llegaban los ruidos hasta la Media Luna. Me acerqué para ver el mitote aquel y vi esto: lo que estamos viendo ahora. Nada. Nadie. Las calles tan solas como ahora.
¨Luego dejé de oírla. Y es que la alegría cansa. Por eso no me extrañó que aquello terminara.
¨Sí -volvió a decir Damiana Cisneros-. Este puelo está lleno de ecos. Yo ya no me espanto. Oigo el aullido de los perros y dejo que aúllen. Y en días de aire se ve al viento arrastrando hojas de árboles, cuando aquí, como tú ves no hay árboles. Los hubo en algún tiempo, porque si no ¿De dónde saldrían esas hojas?"
"Y lo peor de todo es cuando oyes platicar a la gente, como si las voces salieran de alguna hendidura y, sin embargo, tan claras que las reconoces. Ni más ni menos, ahora que venía, encontré un velorio. Me detuve a rezar un Padrenuestro. En esto estaba, cuando una mujer se apartó de las demás y vino a decirme:
"-¡Damiana! ¡Ruega a Dios por mí, ¡Damiana!
"Soltó el rebozo y reconocí la cara de mi hermana Sixtina.
"¿Qué andas haciendo aquí? – le pregunté.
"Entonces ella corrió a esconderse entre las demás mujeres.
"Mi hermana Sixtina, por si no lo sabes, murió cuando yo tení doce años. Era la mayor.Y en mi casa fuimos dieciséis de familia, así que hazte el cálculo del tiempo que lleva muerta. Y mírala ahora, todavía vagando por este mundo. Así, que no te asustes si oyes ecos más recientes Juan Preciado".
– ¿También usted le aviso a mi padre que yo vendría? -le pregunté.
– No. Y a propósito, ¿qué es de tu madre?
– Murió-dije.
– ¿Ya murió? ¿Y de qué?
– No supe de qué. Tal Vez de tristeza. Suspiraba mucho.
– Eso es lo malo. Cada suspiro es como un sorbo de vida del que uno se deshace. ¿De modo que murió?
– Sí. Quizá usted debió saberlo.
– ¿ Y por qué iba a saberlo? Hace muchos años que no sé nada.
– Entonces ¿cómo es que dio usted conmigo?
– …
¿Está usted viva, Damiana? ¡Dígame, Damiana!
Y me encontré de pronto solo en aquellas calles vacías. Las ventanas de las casas abiertas al cielo, dejando asomar las varas correosas de la yerba. Bardas descarapeladas que mostraban sus adobes revenidos.
– ¡Damiana! -grité-. ¡Damiana Cisneros!
Me contestó el eco:"¡…ana… neros…! ¡…ana… neros!"
Oí que ladraban los perros, como si yo los hubiera despertado.
Vi un hombre cruzar la calle:
– ¡Ey, tú! -llamé.
– ¡Ey, tú! -me respondió mi propia voz.
Y como si estuvieran a la vuelta de la esquina, alcancé a oír a unas mujeres que platicaban.
– Mira quién viene por allí. ¿No es Filoteo Aréchiga?
– Es él. Pon cara de disimulo.
– Mejor vámonos. Si se va detrás de nosotras es que de verdad quiere a una de las dos: ¿A quién crees tú que sigue?
– Seguramente a ti.
– A mi se me figura que a ti.
– Deja ya de correr. Se ha quedado parado en aquella esquina.
– Entonces a una de las dos, ¿ya ves?
– Pero qué tal si hubiera resultado que a ti o a mí. ¿Qué tal?
– No te hagas ilusiones.
– Después de todo estuvo hasta mejor. Dicen por ahí los díceres que es él que se encarga de conchavarle muchachas a don Pedro. De la que nos escapamos.
– ¿Ah sí? Con ese viejo no quiero tener nada que ver.
– Mejor vámonos.
– Dices bien. Vámonos de aquí.
La noche. Mucho más allá de la medianoche. Y las voces:
– … Te digo que si el maíz de este año se da bien, tendré con qué pagarte. Ahora que si me echa a perder, pues te aguantas.
– No te exijo. Ya sabes que he sido consecuente contigo. Pero la tierra no es tuya. Te has puesto a trabajar en terreno ajeno. ¿ De dónde vas a conseguir para pagarme?
– ¿Y quién dice que la tierra no es mía?
– Se afirma que se les ha vendido a Pedro Páramo.
– Yo ni me le he acercado a ese señor. La tierra sigue siendo mía.
– Eso dices tú. Pero por ahí dicen que todo es de él.
– Que no me lo vengan a decir a mí.
– Mira, Galileo, yo a ti, aquí en confianza, te aprecio. Por algo eres el marido de mi hermana. Y de que la tratas bien, ni quien lo dude. Pero a mí no me vas a negar que vendiste las tierras.
– Te digo que a nadie se las he vendido.
– Pues son de Pedro Páramo. Seguramente él así lo ha dispuesto. ¿ No te ha venido a ver don Fulgor?
– No
– Seguramente mañana lo verás venir. Y si no mañana, cualquier otro día.
– Pues me mata o se muere; pero no se saldrá con la suya.
– Requiescat in paz, amén, cuñado. Por si las dudas.
– Me volverás a ver, ya lo verás. Por mí no tengas cuidado. Por algo mi madre me curtió bien el pellejo para que se me pusiera correoso.