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– No, no lo he visto, pero me habla.

– Juana de Arco -musité y otra vez me di vuelta. De reojo vislumbré que estaba perplejo. Tartamudeó:

– Me…me… me increpa Milena con una frase insultante y, cuando voy a contestar, Eladio me disuade.

Vacilé; había oído el inconfundible tono de la verdad.

– ¿Dijiste algo a Milena de todo esto?

– No. No vayas a decirle nada, por favor. Eladio me pide que no se lo diga.

– ¿Qué más te dice Eladio?

– Que va a explicarme algo importante, pero ¡qué quieres! tengo miedo, me escapo a la calle o me pego a los otros, para que me deje en paz.

– Francamente, yo no tendría miedo. ¿Estuviste leyendo a Edgar Allan Poe?

La expresión de perplejidad volvió a su cara. Era todavía un chico, un chico honesto. Proseguí:

– Ya sé. Leíste El cuento más hermoso del mundo. Ofendido, replicó:

– No leo cuentitos. Aunque te parezca increíble, mis ocupaciones no son tan absurdas.

– No me parece tan absurdo leer cuentos. Desde luego es una distracción…

– Entiendo -exclamó. Su mirada se animó de inteligencia-. Quieres decir que en la vida hay que tener un hobby.

– Bueno… ¿por qué no? -respondí, para no contrariarlo.

– Estamos de acuerdo. Yo tengo un hobby. La fotografía. Prométeme que verás la máquina que traje de Estados Unidos. Formidable. No soy nada del otro mundo, como fotógrafo, pero no soy tan malo. Además, tengo afición, que es lo principal, ¿no es cierto? Cuando me abstraigo y se me pone esa cara (yo me conozco perfectamente) no creas que estoy en babia; estoy pensando: con esta luz habría que dar tanto de exposición y tanto de abertura. Lo que no cuento a nadie es que para hacerme la mano perdí un montón de placas, fotografiando mil veces, a todo trapo, cuanto mamarracho tuve a tiro.

Si no fuera por los Hesparrén y Alberdi, que llegaron como una patrulla salvadora, el tema de la fotografía hubiera durado hasta quién sabe cuándo.

No dije una palabra de lo que me contó Diego. Quizás inmediatamente no lo advirtiera, pero quedé preocupado. En noches de insomnio pensé que se presentaba la oportunidad de averiguar si había otra vida. Meditaba: «No me asustaré, como en el Centro Espiritista; al fin y al cabo, el fantasma es un amigo. Yo no voy a asustarme de Heller. Lo vi hace poco. Por ahora, que haya desaparecido es lo raro; no que aparezca». Junté coraje, con tan buen resultado que pude presentarme, al cabo de una semana, en 11 de Septiembre. Tomé el té, con Milena, en el jardín. Como ustedes lo comprenderán, no ocuparon nuestra atención los aparecidos ni los muertos. Nunca bebí un té comparable, ni comí tostadas con una jalea de frambuesas como aquélla, ni miré a mujer que me gustara tanto. En plena despedida acordé no cejar hasta casarme con Milena. Es claro que llegó la fecha de partir a Necochea y no está en mi carácter permitir que mi familia viaje sola.

En Necochea, el sol y el mar me tomaron a su cargo: quiero decir que si usted se recalienta, durante siete horas, en la playa y cuatro veces por día devora con la voracidad del jabalí, cuando vuelve a la penumbra de su cuarto, en el hotel, duerme; pero el hombre se acostumbra a todo y, tras el período de aclimatación, empecé a cavilar sobre las apariciones de Eladio, la importancia de comprobarlas cuanto antes, etcétera. No acorté el veraneo, pero lo sobrellevé con intranquilidad.

A las dos de la tarde, en las Barrancas, el mismo día que llegué a Buenos Aires, me topé con Diego. Traía una valijita de fibra. Gritó:

– Perdóname. Ando hecho un loco.

– ¿Dónde vas? -pregunté.

– A la avenida Vértiz, a tomar algo que me lleve al centro.

– Vamos al bar Llao Llao, a tomar algo que me quite la sed. Te acompaño, al centro, después.

¿Era sólo imaginación mía o le enturbió el semblante una sombra de impaciencia? ¿Por qué Diego quería rehuirme? Cuestiones de esta índole me ocupaban mientras nos acomodábamos en una mesa del bar.

– Tengo que tomar ese ómnibus -exclamó poniendo en la palabra ese un inopinado énfasis, y frenéticamente señaló el vehículo por la ventana-. Ando hecho un loco.

– ¿Hecho un loco? ¿Se puede saber la causa?

– Puro apuro.

– Que se apure el ómnibus. ¿Puedo hablar de otra cosa? Respondió con una sonrisa forzada.

– Hablemos de Eladio -dije.

El semblante se le enturbió de nuevo. Diego no sabía disimular. Pensé: «Es un pobre muchacho». Pensé también: «Huele a perro». Continué con mis preguntas:

– ¿Volvió a aparecer?

– Me habló. Muchas veces me habló. Cada vez que yo iba a la sala.

– ¿Por qué siempre en la sala?

– Porque estaba ahí.

– ¿Escondido?

– En un bastidor. Un aparatito con dos columnas de níquel, de unos veinte centímetros de altura.

– Como el de Marconi -murmuré.

– ¿Lo sabías?

Levanté los hombros, para indicarle que eso no tenía importancia, y con un ademán le pedí que siguiera.

– Yo iba todas las noches, cuando dormían los demás -explicó-. Eladio me llamaba. De algún modo misterioso (transmisión del pensamiento o lo que fuera) me llamaba. Yo tenía ganas de salir corriendo y sin embargo iba. Después le tomé confianza. No vas a creerme: llegué a valorar esos ratitos de comunicación con él. Sentía que estaba con mi hermano.

– Si mal no recuerdo, Eladio quería explicarte algo importante. ¿Lo explicó?

– Lo explicó. Desde luego, el asunto no entra en el campo de mi especialidad. Si tuviera que ver con la fotografía…

– Lástima que haya otros temas.

– Éste se vincula con la radio. Eladio me dijo que durante años perfeccionó esos bastidores. Quería transmitirles un alma, como se transmite un sonido a una antena de radio o una imagen a una antena de televisión. Como cochinitos de la India empleó animales, que murieron todos. Parece que hay algo único en las almas y que hasta se diferencian de un sonido y de una imagen. Fíjate bien. Me dijo: «Puedes tener varias copias de una misma imagen o llevar a un disco un sonido, pero cuando transmites al bastidor el alma de un perro o de un gato, el animal muere». Dijo estas palabras que me parecieron raras: «Muere en el perro o en el gato y sigue viviendo en el bastidor». «Para una pobre bestia», me explicó, «la nueva vida es casi nada, tiene algo de ceguera general; pero un hombre en el bastidor puede pensar. Más claramente: lo que de un hombre recoge el bastidor es la facultad de pensar. Esa facultad no queda aislada, como el alma de un perro, porque la transmisión del pensamiento existe». Sin que nadie abriera la boca, ¿entiendes?, uno conversaba con Eladio. Además, él tuvo influencia benéfica en la casa: empezaba una pelea de Cristina con Milena y, si estaban por ahí cerca, las persuadía de que se avinieran; todo esto sin que sospecharan su intervención. Parece que influyó muchas veces en el pensamiento de todos nosotros. Diego se levantó.

– Sigue explicando -dije.

– Ahora tengo que irme -protestó-, si no voy a llegar tarde. O sucederá algo peor todavía. No me pidas que hable más. Lo que falta es muy ingrato.

– Siéntate y habla -ordené.

Movió los ojos nerviosamente: hacia mí, con asombro, hacia fuera, con miedo. Cuando se dejó caer en la silla, preguntó:

– ¿Sabes que no se llevaban demasiado bien con Milena?

– ¿Quién no lo sabe?

– Entonces el camino se allana. Hay cuestiones que uno preferiría callar -suspiró-. Eladio me dijo que su plan primitivo consistía en dejar escrita una monografía sobre el invento. Pensaba que el invento era una gran cosa y quería comunicarlo a la humanidad -Diego bajó la voz-. Pero dijo que Milena lo mortificó tanto que él no pudo aguantar y después de una pelea transmitió su propia alma al bastidor.

Pensé en voz alta:

– Antes había transmitido el perro Marconi, para salvarlo también de Milena.

– No. Ahí te equivocas. Lo transmitió para salvarlo, pero no de Milena, sino de la vejez. El perro se moría de viejo.