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El encuentro del camino fue recordado, en cama, a la noche; Arévalo preguntó qué se propondría el hombrecito.

– A lo mejor -explicó Julia- a nosotros nos pareció que nos perseguía, pero era un buen señor distraído, paseando en el mejor de los mundos.

– No -replicó Arévalo-. Era de la policía o era un degenerado. O algo peor.

– Espero -dijo Julia- que no te pongas a pensar ahora que todo se paga, que ese hombrecito ridículo es una fatalidad, un demonio que nos persigue por lo que hicimos.

Arévalo miraba inexpresivamente y no contestaba. Su mujer comentó:

– ¡Cómo te conozco!

Él siguió callado, hasta que dijo en tono de ruego:

– Tenemos que irnos, Julia, ¿no comprendes? Aquí van a atraparnos. No nos quedemos hasta que nos atrapen -la miró ansiosamente-. Hoy es el hombrecito, mañana surgirá algún otro. ¿No comprendes? Habrá siempre un perseguidor, hasta que perdamos la cabeza, hasta que nos entreguemos. Huyamos. A lo mejor todavía hay tiempo.

Julia, dijo:

– Cuánta estupidez.

Le dio la espalda, apagó el velador, se echó a dormir.

La tarde siguiente, cuando salieron en automóvil, no encontraron al hombrecito; pero la otra tarde, sí. Al emprender el camino de vuelta, por el espejo lo vio Arévalo. Quiso dejarlo atrás, lanzó a toda velocidad el Pierce-Arrow; con mortificación advirtió que el hombrecito no perdía distancia, se mantenía ahí cerca, invariablemente cerca. Arévalo disminuyó la marcha, casi la detuvo, agitó un brazo, mientras gritaba:

– ¡Pase, pase!

El hombrecito no tuvo más remedio que obedecer. En uno de los parajes donde el camino se arrima al borde del acantilado, los pasó. Lo miraron: era calvo, llevaba graves anteojos de carey, tenía las orejas en abanico y un bigotito correcto. Los faros del Pierce-Arrow le iluminaron la calva, las orejas.

– ¿No le darías un palo en la cabeza? -preguntó Julia, riendo.

– ¿Puedes ver el espejo de su coche? -preguntó Arévalo-. Sin disimulo nos espía el cretino.

Empezó entonces una persecución al revés. El perseguidor iba adelante, aceleraba o disminuía la marcha, según ellos aceleraran o disminuyeran la del Pierce-Arrow.

– ¿Qué se propone? -con desesperación mal contenida preguntó Arévalo.

– Paremos -contestó Julia-. Tendrá que irse. Arévalo gritó:

– No faltaría más. ¿Por qué vamos a parar?

– Para librarnos de él.

– Así no vamos a librarnos de él.

– Paremos -insistió Julia.

Arévalo detuvo el automóvil. Pocos metros delante, el hombrecito detuvo el suyo. Con la voz quebrada, gritó Arévalo:

– Voy a romperle el alma.

– No bajes -pidió Julia.

Él bajó y corrió, pero el perseguidor puso en marcha su automóvil, se alejó sin prisa, desapareció tras un codo del camino.

– Ahora hay que darle tiempo para que se vaya -dijo Julia.

– No se va a ir -dijo Arévalo, subiendo al coche.

– Escapemos por el otro lado.

– ¿Escaparnos? De ninguna manera.

– Por favor -pidió Julia- esperemos diez minutos. Él mostró el reloj. No hablaron. No habían pasado cinco minutos cuando dijo Arévalo:

– Basta. Te juro que nos está esperando al otro lado del recodo.

Tenía razón: al doblar el recodo divisaron el coche detenido. Arévalo aceleró furiosamente.

– No seas loco -murmuró Julia.

Como si del miedo de Julia arrancara orgullo y coraje aceleró más. Por velozmente que partiera el Opel no tardarían en alcanzarlo. La ventaja que le llevaban era grande: corrían a más de cien kilómetros. Con exaltación gritó Arévalo:

– Ahora nosotros perseguimos.

Lo alcanzaron en otro de los parajes donde el camino se arrima al borde del acantilado: justamente donde ellos mismos habían desbarrancado, pocos meses antes, el coche con la señora. Arévalo, en vez de pasar por la izquierda, se acercó al Opel por la derecha; el hombrecito desvió hacia la izquierda, hacia el lado del mar; Arévalo siguió persiguiendo por la derecha, empujando casi el otro coche fuera del camino. Al principio pareció que aquella lucha de voluntades podría ser larga, pero pronto el hombrecito se asustó, cedió, desvió más y Julia y Arévalo vieron el Opel saltar el borde del acantilado y caer al vacío.

– No pares -ordenó Julia-. No deben sorprendernos aquí.

– ¿Y no averiguar si murió? ¿Preguntarme toda la noche si no vendrá mañana a acusarnos?

– Lo eliminaste -contestó Julia-. Te diste el gusto. Ahora no pienses más. No tengas miedo. Si aparece, ya veremos. Caramba, finalmente sabremos perder.

– No voy a pensar más -dijo Arévalo.

El primer asesinato -porque mataron por lucro, o porque la muerta confió en ellos, o porque los llamó la policía, o porque era el primero- los dejó atribulados. Ahora tenían uno nuevo para olvidar el anterior, y ahora hubo provocación inexplicable, un odioso perseguidor que ponía en peligro la dicha todavía no plenamente recuperada… Después de este segundo asesinato vivieron felices.

Unos días vivieron felices, hasta el lunes en que apareció, a la hora de la siesta, el parroquiano gordo. Era extraordinariamente voluminoso, de una gordura floja, que amenazaba con derramarse y caerse; tenía los ojos difusos, la tez pálida, la papada descomunal. La silla, la mesa, el cafecito y la caña quemada que pidió, parecían minúsculos. Arévalo comentó:

– Yo lo he visto en alguna parte. No sé dónde.

– Si lo hubieras visto, sabrías dónde. De un hombre así nada se olvida -contestó Julia.

– No se va más -dijo Arévalo.

– Que no se vaya. Si paga, que se quede el día entero. Se quedó el día entero. Al otro día volvió. Ocupó la misma mesa, pidió caña quemada y café.

– ¿Ves? -preguntó Arévalo.

– ¿Qué? -preguntó Julia.

– Es el nuevo hombrecito.

– Con la diferencia… -contestó Julia, y rió.

– No sé cómo ríes -dijo Arévalo-. Yo no aguanto. Si es policía, mejor saberlo. Si dejamos que venga todas las tardes y que se pase las horas ahí, callado, mirándonos, vamos a acabar con los nervios rotos, y no va a tener más que abrir la trampa y caeremos adentro. Yo no quiero noches en vela, preguntándome qué se propone este nuevo individuo. Yo te dije: siempre habrá uno…

– A lo mejor no se propone nada. Es un gordo triste… -opinó Julia-. Yo creo que lo mejor es dejar que se pudra en su propia salsa. Ganarle en su propio juego. Si quiere venir todos los días, que venga, pague y listo.

– Será lo mejor -replicó Arévalo-, pero en ese juego gana el de más aguante, y yo no doy más.

Llegó la noche. El gordo no se iba. Julia trajo la comida, para ella y para Arévalo. Comieron en el mostrador.

– ¿El señor no va a comer? -con la boca llena, Julia preguntó al gordo.

Éste respondió:

– No, gracias.

– Si por lo menos te fueras -mirándolo, Arévalo suspiró.

– ¿Le hablo? -inquirió Julia-. ¿Le tiro la lengua?

– Lo malo -repuso Arévalo- es que tal vez no te da conversación, te contesta sí, sí, no, no.

Dio conversación. Habló del tiempo, demasiado seco para el campo, y de la gente y de sus gustos inexplicables.

– ¿Cómo no han descubierto esta hostería? Es el lugar más lindo de la costa -dijo.

– Bueno -respondió Arévalo, que desde el mostrador estaba oyendo-, si le gusta la hostería es un amigo. Pida lo que quiera el señor: paga la casa.

– Ya que insisten -dijo el gordo- tomaré otra caña quemada.

Después pidió otra. Hacía lo que ellos querían. Jugaban al gato y al ratón. Como si la caña dulce le soltara la lengua, el gordo habló:

– Un lugar tan lindo y las cosas feas que pasan. Una picardía. Mirando a Julia, Arévalo se encogió de hombros resignadamente.

– ¿Cosas feas? -Julia preguntó enojada.

– Aquí no digo -reconoció el gordo- pero cerca. En los acantilados. Primero un automóvil, después otro, en el mismo punto, caen al mar, vean ustedes. Por entera casualidad nos enteramos.

– ¿De qué? -preguntó Julia.

– ¿Quiénes? -preguntó Arévalo.