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– ¿No puedo hacer nada? -le pregunté.

– Nada -dijo Osano-. Pero no es tan terrible. Descansaré aquí un par de semanas, me pincharán todos los días y luego me quedarán por lo menos un par de meses en la ciudad. Ahí es donde intervienes tú.

No sabía lo que quería decir. En realidad, no sabía si creerle. Hacía mucho que no le veía con tan buen aspecto.

– Cuenta conmigo -dije.

– Mi idea es ésta, verás -dijo Osano-. Tú me visitarás en el hospital de vez en cuando, y luego ayudarás a llevarme a casa. No quiero correr el riesgo de quedar aquí alelado, así que cuando considere que ha llegado el momento, me largo. Él día que decida hacer eso, quiero que vengas a mi apartamento y me hagas compañía. Tú y Charlie Brown. Y luego podéis cuidaros del follón que se organice después.

Osano me miraba fijamente.

– No tienes por qué hacerlo -añadió.

Entonces le creí.

– Lo haré, puedes contar conmigo -dije-. Te debo un favor. ¿Tendrás el material necesario?

– Lo conseguiré -dijo Osano-. Por eso no te preocupes.

Hablé con los médicos de Osano y me explicaron que tendría que quedarse mucho tiempo en el hospital. Quizás no pudiese volver a salir de él. Tuve una sensación de alivio.

A Valerie no le dije nada de lo ocurrido, ni siquiera le dije que Osano estaba muriéndose. Dos días después, fui a visitarle al hospital. Me había dicho si podría llevarle una cena china la próxima vez que fuese, así que llevaba bolsas de papel marrón llenas de comida. Bajaba por el pasillo cuando oí chillar y gritar en la habitación de Osano. No me sorprendió. Posé las bolsas en el suelo, junto a la puerta de la habitación particular de otro paciente, y corrí pasillo adelante.

En la habitación había un médico, dos enfermeras y una enfermera jefe. Todos le gritaban a Osano. Charlie, de pie en un rincón del cuarto, observaba. Las pecas de su hermoso rostro contrastaban vigorosamente con la palidez de su piel. Estaba llorando. Osano, sentado al borde de la cama, completamente desnudo, le gritaba por su parte al médico:

– ¡Denme mi ropa! ¡Quiero largarme de aquí!

Y el médico chillaba también:

– Yo no me hago responsable si deja usted el hospital. Yo no tendré ninguna responsabilidad.

– Oye, imbécil de mierda -le dijo Osano, riéndose-, tú nunca fuiste responsable de nada. Dame mi ropa y cállate.

La enfermera jefe, una mujer de aspecto impresionante, dijo furiosa:

– ¡Me importa un carajo que sea usted famoso, no va a utilizar nuestro hospital como si fuese una casa de putas!

Osano la miró fuera de sí:

– Vete a la mierda -dijo-. Lárgate de esta habitación.

Y, completamente desnudo como estaba, salió de la cama. Entonces me di cuenta de que tenía algo muy grave. Dio un paso vacilante y su cuerpo cayó de costado. La enfermera acudió inmediatamente a ayudarle, tranquila ya, compadecida, pero Osano consiguió incorporarse. Al fin me vio en la puerta y dijo muy quedo:

– Sácame de aquí, Merlyn.

Me sorprendía la indignación de las enfermeras y del médico. Sin duda habrían cazado antes a otros pacientes jodiendo. Luego, miré a Charlie Brown. Llevaba una falda corta y ceñida y evidentemente nada más debajo. Parecía una puta infantil. Y el fofo y podrido cuerpo de Osano. La furia de aquella gente era, inconscientemente, estética, no moral.

Los otros me vieron también.

– Yo le sacaré, me hago responsable -le dije al médico.

El doctor empezó a protestar, casi suplicante, y luego se volvió a la enfermera jefe y dijo:

– Tráigale su ropa -le puso una inyección a Osano y le dijo-: Eso le hará sentirse más cómodo en el viaje.

Y fue así de simple. Pagué la factura y saqué de allí a Osano. Llamé a un servicio de coches de alquiler y lo trasladamos a casa. Charly y yo le metimos en la cama. Durmió un rato, luego me llamó al dormitorio y me explicó lo ocurrido en el hospital. Había hecho desvestirse a Charly y meterse en la cama con él porque se había sentido tan mal que pensó que iba a morir.

Después de contar esto, apartó la vista un poco y añadió:

– Sabes, lo más terrible de la vida moderna es que todos morimos solos en la cama. En el hospital, con toda la familia alrededor, nadie se ofrece a meterse en la cama con el que agoniza. Si estuvieses en casa, tu mujer no se ofrecería a meterse en la cama si estuvieses muriéndote.

Osano volvió de nuevo la vista hacia mí con aquella dulce sonrisa que a veces tenía.

– Así que ése es mi sueño. Quiero a Charlie en la cama conmigo cuando muera, en el mismo momento, y entonces tendré la sensación de haber conseguido algo, de que no fue una mala vida y, desde luego, no un mal fin. Y es algo muy simbólico, además, ¿no? Adecuado para un novelista y para sus críticos.

– ¿Cómo puedes saber que ha llegado el momento? -dije.

– Creo que ya es la hora -dijo Osano-. Que ya no debo esperar más.

Entonces me sentí realmente conmovido y horrorizado.

– ¿Por qué no esperas un día? -dije-. Mañana te sentirás mejor. Aún te queda tiempo. Seis meses no están mal.

– ¿Tienes escrúpulos por lo que voy a hacer? ¿Tienes los prejuicios morales habituales?

Negué con un gesto.

– ¿Por qué tanta prisa?

Osano me miró pensativo.

– Bueno -dijo-, aquella caída cuando intenté levantarme de la cama fue el mensaje. Escucha, te he nombrado mi albacea literario, tus decisiones serán inapelables. No queda nada de dinero, sólo derechos, y ésos se los llevan mis ex esposas, supongo, y mis hijos. Mis libros siguen vendiéndose muy bien, así que no tengo que preocuparme por ellos. Intenté hacer algo por Charlie Brown, pero ella no quiere y puede que tenga razón.

Entonces dije algo que no habría dicho en condiciones normales.

– La puta de corazón de oro -dije-. Igual que en la literatura.

Osano cerró los ojos.

– Sabes, Merlyn, una de las cosas que más me gustaban de ti es que nunca decías la palabra «puta». Quizás yo la haya dicho, pero nunca lo sentí.

– De acuerdo -dije-. ¿Quieres hacer alguna llamada telefónica o ver a alguien? ¿Quieres beber algo?

– No -dijo Osano-. Ya estoy harto de pijadas. Tengo siete mujeres y nueve hijos, dos mil amigos y millones de admiradores. Ninguno de ellos puede ayudarme y no quiero ver a nadie.

Hizo una pausa, sonrió y luego continuó:

– Y no creas, he tenido una vida bastante feliz -inclinó la cabeza-. La gente a la que más quieres es la que te mata.

Me senté junto a la cama y hablamos varias horas sobre diversos libros que habíamos leído. Me habló de todas las mujeres con las que había hecho el amor, y durante unos minutos intentó recordar a aquella chica que le había contagiado quince años atrás. Pero no lo consiguió.

– Hay que dejar sentada una cosa -dijo-: todas eran auténticas beldades. Todas merecían la pena. Demonios, ¿qué más da? Es todo un accidente.

Extendió una mano, se la estreché y dijo:

– Dile a Charlie que venga y espera tú fuera.

Antes de que me fuese, añadió:

– Eh, oye. La vida de un artista no es una vida gratificante. Que pongan eso en mi lápida.

Esperé largo rato en el salón. A veces oía ruido y en una ocasión creí oír llantos y luego no se oía nada. Entré en la cocina, preparé café y puse dos tazas en la mesa, allí mismo. Luego volví al salón y esperé un poco más. Ni un grito. Ni una llamada pidiendo ayuda, ni una exclamación de dolor: sólo llegó a mí la voz de Charlie, muy dulce y clara, llamándome.

Entré en el dormitorio. En la mesita de noche estaba el pastillero de oro de Tiffany's que él utilizaba para las pastillas de penicilina. Abierto y vacío. Las luces estaban encendidas y Osano estaba tumbado boca arriba con los ojos fijos en el techo. Sus ojos verdes parecían chispear, a pesar de la muerte. Acurrucada bajo su brazo, apretada contra su pecho, estaba la cabeza dorada de Charlie. Había subido la ropa de la cama para tapar la desnudez de ambos.