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XV

Sobre los restos de uno de los muros de las ruinas había un papel pegado. Solíamos jugar en aquellas ruinas. Tendidas en su desgracia, eran generosas con nosotros. Tomábamos de ellas lo que quisiéramos, arrancábamos fragmentos de muro, movíamos las piedras de un lado a otro y sin embargo su aspecto general no cambiaba. Después de haber soportado las llamas que las habían transformado en lo que eran: unas ruinas, y que sin embargo antes habían sido una casa, ahora eran del todo imperturbables y capaces de sufrirlo todo. Unos cuantos hierros sobresaliendo de los restos de un muro parecían los dedos de una mano rígida. Precisamente junto a aquellos hierros estaba pegado el cartel. Dos hombres viejos se habían detenido y lo leían. Ilir y yo nos acercamos. El anuncio estaba escrito a máquina y en dos lenguas: albanés e italiano:

«Se busca al peligroso comunista Enver Hoxa. Es un hombre de unos treinta años. Alto. Lleva gafas de sol. Recompensa para el informador: 15.000 lekes. Para quien lo capture: 30.000 lekes. El comandante de la ciudad, Bruno Archivocale».

Ilir me tiró de la manga.

– Estas ruinas eran su casa -me dijo al oído.

– ¿De Enver Hoxa?

– Sí.

– ¿Cómo lo sabes?

– Papá se lo dijo un día a Isa.

– ¿Y dónde está ahora Enver Hoxa?

– Lejos, allá en Tirana.

Solté un silbido de asombro.

– ¿Hasta Tirana se ha ido?

– Así es.

– ¿Está muy lejos Tirana?

– Muy lejos. A lo mejor, cuando seamos viejos, vamos nosotros también.

Se detuvo otro hombre ante el cartel. Nos fuimos.

En casa estaban Xexo y doña Pino. Tomaban café con la abuela. Xexo dio la vuelta a la taza cuidadosamente.

– Ha aparecido ahora una guerra nueva -dijo-. No soy capaz de decir cómo la llaman: guerra con clases o guerra de clases. Esta guerra es algo muy raro, querida Selfixe. Es distinta de las demás. En esta guerra el hermano mata al hermano y el hijo al padre. En su misma casa, en la misma mesa. Lo mira un instante a los ojos y después: «Tú no eres mi padre», le dice y bang, le dispara en mitad de la frente.

– Es la hecatombe -dijo doña Pino.

– Resulta que un tal Gole Balloma, de Gobek, anda gritando por las calles. «Voy a arrancarle la piel a Mak Karllashe», dice. La curtiré y la secaré en su fábrica, y después me haré unos zapatos con ella y correré y bailaré con ellos.

– Vivir para ver -dijo mamá.

– Así es, querida Selfixe. Creíamos que ya habían pasado los tiempos turbulentos y resulta que los tenemos ante nosotros-, dijo Xexo-. ¿Recuerdas a Enver, el hijo de los Hoxa?

– ¿El que se fue a estudiar al país de los franceses? ¿Cómo no voy a recordarlo?

– También yo le recuerdo -intervino doña Pino.

– Dicen que es él quien dirige la guerra y que es él mismo quien ha inventado la guerra ésa de que os hablaba.

– Me cuesta creerlo -dijo la abuela-. Era un muchacho educado.

– Era educado, querida Selfixe, pero dicen que ahora se ha puesto unas gafas negras para que nadie lo conozca y se dedica a la guerra.

– Guerra otra vez -dijo doña Pino.

– ¿Y qué le vas a hacer? -dijo la abuela-. Este mundo funciona a base de guerra. Con los años que tengo y nunca he conocido la paz.

La abuela suspiró.

– Ha vuelto de Italia la hija de los Karllashe -rompió el silencio Xexo-. ¡Dios mío, qué escándalo! Lleva faldas por encima de la rodilla y medias finas como cuernos de serpiente; lo que hay dentro se ve desde fuera. Arreglándose y emperifollándose todo el día; se pinta los labios y se aclara el pelo, y fuma cigarrillos y habla en italiano. «¡Qué país de mierda es éste, mamá!», se lamenta. «¡Cómo habré venido a parar a este rincón olvidado del mundo, papá!». Y esto y lo otro durante todo el día. Ahí lo tienes, Selfixe.

– ¿Qué le vas a hacer? -respondió la abuela-. Cuando una chica se echa a la calle, eso es lo que termina haciendo.

– Eso es lo que termina haciendo -repitió doña Pino-. Es la hecatombe.

Al día siguiente, como si hubiera escuchado la charla de Xexo, Ilir me dijo:

– Vamos a ver a la hija de los Karllashe, que ha vuelto de Italia.

– ¿Es guapa?

– Mucho, mucho. Tiene el pelo como el sol. Está aburrida en la ventana y se le mueve el pelo con el viento.

Salí corriendo. Atravesamos el Callejón de los Locos y nos paramos ante la casa de los Karllashe. Sí que estaba en la ventana y tenía realmente el pelo como el sol. Ninguna mujer en nuestra ciudad había tenido nunca un pelo así, a excepción de una de las muchachas de la casa pública, precisamente la que mató Ramiz Kurti el año anterior y que fue la causa de que cerraran la casa pública durante seis meses.

– ¡Eh! ¿Qué te parece? -me preguntó Ilir.

– Es guapa.

Ilir se puso contento.

Estuvimos mucho rato junto a la casa de los Karllashe. Pasaron dos comadres. Una de ellas iba encogida. Después pasó Gerg Pula. Estaba pálido. Parecía recién salido del hospital. Nos miramos el uno al otro. Pasó Maksuty; llevaba bajo el brazo una cabeza cortada. La hija de los Karllashe se apartó de la ventana. Esperamos a que se volviera a asomar, pero no lo hizo. No sabíamos dónde ir. La calle estaba solitaria. La mujer de Bido Sherif salió a la ventana, se sacudió las manos y volvió a desaparecer. La puerta de Nazo, por donde había entrado Maksut, se cerró sin hacer ruido.

De pronto escuchamos disparos a lo lejos. Una ráfaga corta. A continuación otra. Después estampidos aislados. Alguna gente venía corriendo por la calle del mercado. Harilla Lluka estaba entre ellos.

– Marchaos, desapareced. Hay muertos -gritaba.

La madre de Ilir salió a la puerta.

– ¡Ilir, adentro! -gritó también ella.

Oí que me llamaban también a mí. Las puertas se cerraron con estrépito. Volvieron a oírse disparos.

La noticia corrió con extraordinaria rapidez: habían matado al comandante de la ciudad, Bruno Archivocale. Ya entrada la noche, resonaron golpes en una puerta.

– Es la casa de Mane Voco -dijo la abuela y corrió a abrir la ventana que daba justo a la calle.

Afuera se escucharon pasos pesados, palabras en italiano, gritos de «¡Hijo, hijo!» y después calma. Se había llevado a cabo una detención.

La abuela cerró la ventana.

– Han cogido a Isa -dijo.

Los funerales de Archivocale fueron solemnes. Los discursos se pronunciaron en el centro de la ciudad; después, el largo cortejo partió hacia el cementerio. La banda tocaba. Los instrumentos resplandecientes, con sus bocas abiertas como flores, lanzaban lamentos. Desfilaban lentamente los jerifaltes fascistas, altos, petulantes, vestidos enteramente de negro. Desfilaban los curas. Desfilaban las monjas. El ataúd que contenía a Archivocale se bamboleaba pesadamente. En miles de ventanas se asomaban las mujeres, las viejas y los niños. La ciudad observaba la marcha de su comandante. Por los muros, en fragmentos de carteles y bandos rasgados por el viento, murmurarían aún durante algún tiempo los retazos de su nombre: RCHIV, ARC, OC, L; después, la lluvia los arrancaría definitivamente, y en los mismos lugares se pegarían nuevos anuncios y carteles con el nombre del nuevo comandante.

Durante cuatro días llovió sin cesar. Era una lluvia añeja y uniforme. («Sobre el mundo cayó después una lluvia que se prolongó durante treinta mil años», decía la introducción a la crónica de Xivo Gavo.) Bajo aquella lluvia colgaron a Isa. El ahorcamiento se llevó a cabo al amanecer, en el centro de la ciudad. La gente iba en grupos a verlo. Junto a Isa habían colgado a dos muchachas. Sus cabellos chorreaban agua. Isa sólo tenía una pierna. Era algo cónico, horrible. Sobre su rostro masacrado, lo único vivo eran las gafas. A cada uno de los ahorcados le habían pegado en el pecho un trapo blanco donde estaba escrito su nombre. El comandante del Frente Nacional, Azem Kurti, tío de Javer, que había tomado parte en la tortura de Isa junto con el hijo de Mak Karllashe, alzaba con el bastón las faldas de las jóvenes ahorcadas. Sus piernas frágiles y blancas se balanceaban un poco y volvían a quedar inmóviles. La mujer de Mane Voco, después de desasirse de quienes la retenían, corría ahora como una loca por la ciudad. «¡Hijo, hijo!», gritaba. Se abalanzó sobre el patíbulo y envolvió con los brazos y el cabello la única pierna del ahorcado. «¡Hijo, hijo! ¿Qué te han hecho?!». La forma cónica tembló. Se le cayeron las gafas. La mujer recogió los cristales rotos y los apretó contra su pecho. «¡Hijo mío, hijo mío!».