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Capitulo 7: Divorcio

«Yo vivía en la cabecera del río Yangtsé, tú en la desembocadura… ¿Cuándo se detendrá el agua? ¿Cuándo terminará esta angustia?»

Li Zhi Yi, siglo ix

El día que fui a cenar con él, el 21 de abril, Dong Yi acababa de regresar de Taiyuan, donde había visto a Lan.

Lo esperé en la puerta del restaurante Little Peking Duck House. Estaba preocupada. Casi todos sus amigos estaban relacionados con el Movimiento a favor de la Democracia y ya sospechábamos que la policía vigilaba a Liu Gang. Tenía miedo de que pudieran seguir a Dong Yi. Pero, por suerte, mis temores eran entonces infundados. Aquel miedo era nuevo para mí y me costó adaptarme a él, pero a medida que transcurrían los días me fui acostumbrando.

El Peking Duck House original era el restaurante más famoso de Pekín; sus precios eran astronómicos y había que reservar mesa con mucha antelación. Por tanto, las visitas al Duck House estaban restringidas únicamente a ocasiones especiales, como cuando me aceptaron en la Universidad de Pekín. Estaba situado cerca de la plaza de Tiananmen, en el centro de la ciudad, y llegar hasta allí le supuso a mi familia una excursión de más de dos horas. En cuanto elegimos el pato del escaparate, fue directamente al horno (este restaurante utiliza unos patos criados especialmente en una granja de las afueras de Pekín). El pato tardó veinte minutos en estar asado en su justo punto, con la piel roja y crujiente. Trajeron a la mesa el pato cortado en tajadas finas junto con una salsa de trigo dulce, largas tiras de cebolleta y unas tortas finas y calientes. Los huesos se le quitaban para elaborar sopa de pato. Nos servimos de los dedos para enrollar unas tajadas de pato, cebolleta y salsa en la torta antes de devorarlas todas con avidez. La salsa nos chorreaba por los dedos a cada bocado. Tenía un sabor divino.

El Little Peking Duck House fue la primera filial del Duck House original. Se abrió en 1988 en el distrito Haidian, al otro lado de la calle que pasaba frente al campus. Desde su inauguración, el restaurante se había convertido en el lugar favorito de los ejecutivos de las empresas tecnológicas cercanas, así como el de los estudiantes de la Universidad de Pekín. A pesar de los precios, siempre estaba lleno. Los que tenían dinero o algo especial que celebrar, acudían allí. El negocio iba viento en popa.

Pero aquella noche, lo que Dong Yi tenía que decirme fue más motivo de dolor que de celebración. Había regresado a Taiyuan con la intención de pedirle el divorcio a Lan.

En aquella época el divorcio era muy poco frecuente en China, pues el matrimonio se consideraba un deber familiar más que otra cosa. Hasta que las ideas occidentales sobre el amor y el matrimonio se introdujeron en China a principios del siglo xx, la única manera de librarse de un matrimonio desgraciado era la muerte. Pero en China los cambios van despacio y, en la República Popular, la ley sólo permitía el divorcio por consenso. Si se daban circunstancias especiales, tales como enfermedad mental o actividades contrarrevolucionarias, entonces se permitía el divorcio sin consenso.

Años atrás, cuando yo tenía unos siete años, un pintor famoso se había enamorado de su alumna y le pidió el divorcio a su esposa. La mujer no sólo se negó a concederle lo que pedía durante quince años seguidos, sino que además se las arregló para unir a todo el país en su apoyo. Al final, la reputación y la carrera del pintor quedaron arruinadas y la estudiante lo abandonó. Este caso inspiró incluso la creación de una Asociación de Mujeres que ayudaba a otras a vengarse de sus maridos «de corazón florido». Y las negativas a conceder los divorcios que pedían sus maridos resultaron poderosas. A diferencia de su equivalente en Occidente, una pareja china que no estuviera casada difícilmente podía hacer vida en común e, indefectiblemente, aún era peor cuando era la mujer la que quería el divorcio: no obtendría la simpatía de los hombres, y menos aún de las mujeres. En la mayoría de los casos, a la esposa la tacharían de mujerzuela o de «zapato roto», un insulto muy gráfico para una mujer. Los valores tradicionales chinos pesaban mucho más en una mujer. Debía ser obediente y someterse a su destino como esposa, fuera cual fuese. Cuando las hijas crecían, se les explicaba que una vez casadas tendrían que «seguir al gallo si se casaban con uno, o al perro si se casaban con uno». En el mejor de los casos, a una mujer divorciada se la señalaba con una marca negra para el resto de su vida. Pocos hombres querrían casarse con ella. Muchas de ellas eran expulsadas de la sociedad. Hubo una escritora que fue menospreciada por la sociedad la primera vez que se divorció. Cuando se divorció por tercera vez, la obligaron a abandonar el país y buscar asilo político en Alemania, sin más motivo que haberse divorciado tres veces.

El divorcio, por tanto, no era para los pusilánimes, y yo no había conocido personalmente a nadie que estuviera divorciado. Nunca pensé que Dong Yi contemplara una acción tan drástica; él era demasiado bueno y cariñoso como para pensar siquiera en hacerle daño a Lan. Al principio, me dijo, había planeado marcharse de China porque esperaba que sería más fácil divorciarse una vez estuviera en tierras lejanas. Me explicó que había solicitado plaza en universidades norteamericanas.

Pero ahora quería arriesgarlo todo. Ya no deseaba esperar más. Dong Yi no era de los que prometen mucho con palabras. Pero vi la promesa en sus ojos, la promesa de amor y felicidad que yo había estado esperando.

En el Little Peking Duck se estaba celebrando un banquete de bodas. El grupo ocupaba cuatro grandes mesas redondas y exigía la atención de muchas camareras. Cuando entramos Dong Yi y yo, el grupo empezaba a comer. El padre del novio, quien por tradición pagaba el festín, acababa de elegir los patos. Habían llevado cerveza y vino de arroz a las mesas y los novios iban pasando por ellas y brindaban con los invitados.

Dong Yi había cambiado su camiseta de la Universidad de Pekín por una elegante camisa blanca, y la luz que se reflejaba en la camisa y en su semblante hacía que sus facciones parecieran serenas. Mientras esperábamos el pato, Dong Yi me preguntó por los acontecimientos en Pekín desde que se había marchado. La muerte de Hu Yaobang y las rápidas protestas que siguieron habían pillado a todo el mundo por sorpresa en China. Dong Yi quería saber todos los detalles de lo que había ocurrido en el campus.

Me alegré de hablar del Movimiento Estudiantil y de discutir con Dong Yi el rumbo que podrían tomar las cosas. Hablar de ello me permitía no preguntarle sobre su viaje a casa ni saber si Lan había aceptado el divorcio. Estaba muy nerviosa. Me moría por saber y al mismo tiempo tenía mucho miedo de enterarme.

Al final, no obstante, ya sólo quedó un tema del que hablar: el viaje de Dong Yi a Taiyuan y Lan.

Los padres de Dong Yi vivían en Taiyuan, la capital de Shanxi, una provincia septentrional en la región del río Amarillo. Shanxi era un bastión para el Partido Comunista. El Ejército de Liberación Popular liberó Taiyuan en 1948, un año antes de la fundación de la República Popular. El abuelo de Dong Yi se contaba entre los que marcharon sobre la ciudad aquel día; se quedó para formar y luego dirigir el gobierno provincial. Su estancia se prolongó durante el resto de su vida. Tanto la madre como los tíos de Dong Yi se criaron en el complejo del gobierno provincial en Taiyuan.

Sin embargo, a finales de la década de 1980, Taiyuan continuaba siendo una pobre y atrasada ciudad del interior; la nueva era en China había tardado mucho tiempo en venir y todavía no había llegado a Taiyuan. El padre de Dong Yi quería volver a su ciudad natal, Guangdong, donde la reforma económica había conllevado la prosperidad de la gente, pero su petición se había perdido en algún sitio entre las pilas de papeleo. El tiempo pasa lentamente en Taiyuan, y los padres de Dong Yi seguían esperando que les concedieran permiso para trasladarse a Guangdong.

Dong Yi era la niña de sus ojos. Era el hijo bueno y honesto que le habían enseñado a ser, así como el mejor estudiante en el instituto y en la universidad. Tal como se espera de un hijo mayor, les había reportado honor y respeto entre amistades, colegas y conocidos. La aceptación de Dong Yi en el curso de posgrado en la Universidad de Pekín les proporcionó más orgullo y alegría que cualquier cosa que hubieran imaginado nunca.

Pero cuando Lan acudió a ellos llorosa y les dijo que Dong Yi se había enamorado de alguien en Pekín, se escandalizaron. Se sentaron a hablar con su hijo del honor y el respeto.

– Le dijiste que la amabas desde que teníais diecinueve años, ¿cómo has podido cambiar de opinión? Le has dado tu palabra a esa chica y, por lo que más quieras, tienes que cumplirla -dijo su padre-. No puedes ir y arruinar la vida de otras personas porque quieres a otra o porque deseas otra clase de vida. Un hombre sin honor es un hombre sin amigos ni nadie que le respete.

Cuando Dong Yi contrajo matrimonio, le dieron un gran banquete y los ahorros de toda su vida. Querían que Lan tuviese lo mejor que pudieran ofrecerle. Querían que Lan supiera que contaba con su apoyo y su cariño. Dong Yi lo comprendía. Toda su vida había tratado de estar a la altura del ejemplo de su padre. Cada vez que pensaba en los años que se había pasado su padre barriendo calles durante la Revolución Cultural, se preguntaba si él habría sido tan valiente, si hubiera renunciado a tantas cosas por su honor. Respetaba a su padre aún más; el honor era algo que uno no debía tomarse a la ligera. Y las promesas estaban para cumplirlas.

Pero Dong Yi no era feliz. Vivía prácticamente en Pekín y ocupaba su tiempo libre en debates políticos con personas como Liu Gang. Poco a poco, Dong Yi y Lan sintieron que su afinidad, afecto y ternura se iban socavando. Las grietas entre los dos se habían ensanchado. De modo que no es de extrañar que, cuando estuvo en Taiyuan, le resultara difícil tratar el tema del divorcio con Lan. Pero había decidido hacerlo cuando dejó Pekín, me dijo, durante el viaje en tren hacia su casa. Contempló el amanecer desde su ventana: «El sol asomaba por las colinas amarillas del Gran Norte, la luz dorada parecía ascender desde los campos para ir a tocar el cielo en lo alto». Mientras despuntaba el día, Dong Yi previo un nuevo comienzo en su vida. Vio el inicio de su nueva existencia, tan hermoso y glorioso como la mañana en el exterior del tren. Quería gritarles a los campos y las colinas de su niñez. Sintió que la fuerza del renacimiento lo impelía a abrazar la vida.