Изменить стиль страницы

Capítulo 28

El portero del edificio de Lu tenía cara de luna llena, una sonrisa cálida y, por lo visto, una memoria asombrosa. Saludó a Mei por su nombre en cuanto ella entró en el portal.

– Señorita Wang, cuánto tiempo sin verla. ¿Qué han sido, seis meses, por lo menos? -el portero asintió, haciendo girar un lápiz con la mano. Llevaba el uniforme azul primorosamente planchado. Se había enterado de lo del ataque de Ling Bai y le dijo cuánto lo sentía-. Qué pena -sacudió la cabeza-. Lo han tenido difícil; la generación de los mayores, quiero decir. Primero fue el Gran Salto Adelante: nada que comer; luego la Revolución Cultural: la lucha y la paliza diarias. Por fin la vida mejora un poco, los hijos y las hijas van prosperando, y ahora, esto. Una pena, ya digo. La gente como su madre se ha pasado la vida sufriendo; no es de extrañar que se les haya resentido la salud.

Suspiró, jugueteando con el lápiz.

– Su hermana ha salido, pero ha dicho que subiera usted directamente en cuanto llegara -hizo una ligera inclinación.

Mei le siguió hasta el ascensor.

– Cómo quiere Lu a su madre. Rompe el corazón verla tan preocupada -dijo el portero.

Tras ellos, la gigantesca puerta de cristal se abrió y entraron un joven veinteañero rubio de bote y una chica algo más joven con un par de gafas excesivas y una melena rosa de muñeca. El chico llevaba una bolsa de golf tan grande como él mismo, con un hato de palos de golf cuidadosamente escondidos en mullidas fundas amarillo pollito. También se veían unas fundas rosas con pompones, presumiblemente de la chica.

El portero llamó rápidamente el ascensor para ellos, sonriendo a los recién llegados. La chica le hizo una inclinación y el chico le devolvió un hola cortés. Ninguno de ellos volvió a hablar. El ascensor del ático apareció enseguida.

– Gracias -dijo Mei, al tiempo que entraba en él. Quería decir algo más, corresponder a la amabilidad del portero. Pero, antes de que pudiera hablar, la puerta se había cerrado y ella ascendía.

Con un sonido de campana, el ascensor se paró. Mei salió. Una impoluta moqueta beis se extendía por un pasillo blanco. Había lámparas como bolas de cristal distribuidas a lo largo de las paredes. No había sonido, sólo la pálida armonía de la muda perfección. Mei tocó el timbre y esperó.

– ¡Oh, Mei, has venido! -exclamó el ama de llaves, abriendo la puerta tanto como su sonrisa.

Un ligero aroma de clavo y jengibre saludó a los sentidos de Mei. La luz del sol hacía más profundos y cálidos los matices, y se pegaba a las ventanas que llegaban desde el suelo hasta el techo.

– Tu tía está durmiendo -dijo el ama de llaves.

Mei asintió y le dio el bolso y la chaqueta.

– ¿Qué tal estás, tía Zhang? -dijo, volviendo la cabeza hacia un lado para que sus palabras pudieran seguir al ama de llaves mientras ésta se echaba a andar-. Parece que has adelgazado.

– ¿De verdad? -la tía Zhang dio una vuelta. Se alisó la camisa de flores-. ¿Te parece? -preguntó complacida.

La tía Zhang rondaba los cincuenta años. Tenía los brazos y las piernas largos, con grandes manos y pies. Llevaba muchos años trabajando para Lu, primero limpiando y cocinando y luego, cuando Lu se casó, como ama de llaves, supervisando a las asistentas y a la cocinera.

Miró a Mei con una delicadeza que ayudaba a suavizar sus rústicos rasgos:

– Sé que estás preocupada por tu madre -sacó un par de zapatillas de franela blanca del zapatero-, pero escucha a la tía: tienes que cuidar de ti misma. Es lo mismo que le digo a Lu. No dejes que esto te hunda, porque entonces tu madre no podrá tenerte como apoyo.

Mei se puso las zapatillas. Estaban nuevas como la nieve virgen.

La tía Zhang señaló con la barbilla hacia la ventana.

– Siéntate. Te traeré un té.

Mei bajó dos escalones hasta el salón. Había largos trincheros antiguos de laca roja arrimados a las paredes. Por todas partes relucían objetos: un Buda de oro, un par de copas de vino antiguas, dos caballos de porcelana tricolor de la dinastía Tang, una caja de arras pintada con oro auténtico (eso decía Lu), un equipo de música Bang amp; Olufsen, premios, trofeos y fotos en marcos brillantes. Había dos macetas de orquídeas blancas en soportes con forma de clepsidra, con veinte flores cada una. El techo era tan alto que le hacía sentir vértigo.

Mei se sentó en el sofá al pie de un retrato a lo Warhol de Lu. Resultaba extraño ver en la pared a Lu en lugar de a Mao Zedong o a Marilyn Monroe.

Mei cogió de la mesita baja un lujoso libro sobre el río Azul y lo hojeó. En una de las páginas vio un junco solo, con su enorme vela amarilla, meciéndose en la margen de una oscura extensión de agua. A Mei le impresionó su solitaria grandeza. Algunas páginas más allá había fotos de las famosas cuevas y los «caminos celestiales». Esos caminos estaban cincelados en acantilados verticales: durante siglos, los ejércitos habían marchado lealmente por ellos. «La gente de la zona cree», explicaba el texto, «que por la noche aún puede oírse a los fantasmas de los soldados muertos que se afanan en subir los acantilados».

Todo eso estaría muy pronto bajo el agua, desaparecido para siempre, cuando la presa de las Tres Gargantas estuviera terminada. Mei pensó que tenía que ir y ver por sí misma el río antes de que fuera demasiado tarde.

– Aquí tienes el té -la tía Zhang entró con una bandeja en la que había una tetera de hierro fundido y delicadas tazas con ribete de oro.

– ¿Dónde está Lu? -preguntó Mei.

– Ha ido al salón de belleza, pero estará de vuelta muy pronto.

La tía Zhang sirvió la primera taza, verde como el valle.

– Bebe sin prisa -dijo-. Si no me necesitas, tengo que ir a ayudar a la cocinera.

Las dos mujeres se sonrieron. Luego la tía Zhang salió, balanceando sus largos brazos.

Mei se acercó con su té a la ventana. El crepúsculo rosa cubría los tejados de Pekín. Ella siempre había sentido ajena esa parte de la ciudad, con sus chalés vallados, sus embajadas de otros países y su arquitectura de escaparate a lo largo del paseo de la Paz Eterna. No había puesto el pie en esa zona hasta su último año en la universidad. Un estudiante japonés de intercambio la había llevado de compras a la Tienda de la Amistad, que estaba dedicada a los extranjeros, a dos manzanas hacia el sur de allí, en el paseo de la Puerta Interior de Jianguo.

Era la primera vez que Mei entraba en la Tienda de la Amistad. No podía creer lo que veían sus ojos. Las salas forradas de mármol estaban llenas de cosas que nunca había visto antes: oro, perlas, zapatos españoles, ropa deportiva estadounidense, cosméticos y perfumes. Y todas ellas eran extraordinariamente caras. Su compañero llevaba cupones por valor de cincuenta mil yenes japoneses. Mei apenas recordaba ya a aquel acompañante, salvo que siempre llevaba un largo abrigo negro y que era buen cocinero. La había enseñado a hacer sushi.

– Mei -dijo una voz suave detrás de ella.

Mei se volvió y vio a la tía Pequeña. Llevaba una camisa azul recién planchada. Su pelo negro brillaba del lavado y el suavizante.

– ¿Has dormido bien?

– Profundamente, como hacía días que no dormía -la tía Pequeña sonaba animada.

– Hay té, pero se está quedando frío. A lo mejor la tía Zhang te puede hacer otro.

– No, ya he tomado mucho té.

Se sentaron en el sofá. Mei le preguntó a la tía Pequeña por su familia y si había alguna novedad cuando les llamó por la tarde. Intercambiaron noticias de otros parientes. Desde algún punto de la parte de atrás se oyó un suave tintineo de platos y vasos: la tía Zhang debía de estar poniendo la mesa para la cena en el comedor.

– ¿Está ya la cena? -las sorprendió la voz cantarína de Lu. Se volvieron y la vieron en lo alto de los escalones con un vestido rosa. Era como si un trozo del cielo ardiente se hubiera desprendido y hubiera entrado con ella. Su pelo largo brillaba y lanzaba destellos de luz reflejada-. ¡Estoy muerta de hambre! -se quitó de un puntapié los zapatos de tacón y saludó con la mano a su hermana y a su tía.

La tía Zhang le llevó sus zapatillas de piel de cordero.

– Ya está preparada, ya está -asintió.

– Muy bien. ¡Mei! ¡Tía Pequeña! -les hizo gestos con la mano-. Venga, vamos a comer -Se disculpó por llegar tarde-: Hoy mi manicura estaba enferma y me ha tenido que atender otra que no entendía lo que yo quería que me hiciera. ¡Uf, qué dolor de cabeza!

Luego cogió del brazo a la tía Pequeña y le dijo amablemente:

– ¿Por qué no te vas mañana al salón de belleza con mi tarjeta de socia? Que te hagan la cara, un corte de pelo o lo que a ti te apetezca.

Entraron en el comedor. Había una gran mesa de palo de rosa cubierta con un mantel y puesta con centelleante cristal y palillos de punta de marfil. Las paredes eran blancas y estaban decoradas con pinturas abstractas al óleo. Del techo colgaba una araña tan grande que más parecía propia de un salón de baile.

La tía Zhang y una mujer fornida traían platos servidos en fuentes de un azul Ming.

– Tienes que probar ese tratamiento nuevo que llaman «envoltura de algas» -le dijo Lu a Mei cuando estuvieron sentadas a la mesa-. Es fantástico, garantizado contra la energía negativa y la celulitis.

– ¿Ah, sí? -dijo educadamente Mei.

– Ya sé que piensas que los salones de belleza son una cosa artificial. Pero, mi querida hermana, podemos darnos una ayudita de vez en cuando, sobre todo ahora que ya tenemos cierta edad -Lu le guiñó el ojo a su hermana y sonrió. La tía Zhang les trajo arroz blanco como la nieve.

Lu dijo a sus invitadas:

– He estado leyendo el Última edición de Pekín en el salón de belleza. Dice que el gobierno ha mandado cerrar todos los puestos de compraventa de acciones. Parece que por fin van a tomar medidas para acabar con la Bolsa de andar por casa.

La tía Pequeña asintió, mirando primero a Lu y luego a Mei.

– Últimamente en Shanghai todo el mundo se dedica a la Bolsa de andar por casa. En cuanto se abren los puestos de compraventa por la mañana están las abuelas haciendo cola para comprar y vender.

– Se meten a especular como quien apuesta en las carreras de caballos -dijo Lu-. La mayor parte de los pequeños inversores son unos ignorantes. Mira a esas abuelas, por ejemplo: apenas tienen estudios. ¿Qué sabrán ellas del mercado de valores? Al fin y al cabo, el mercado de valores no es lo mismo que el mercado donde hacen la compra por las mañanas.