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– Así que encontraste a Weagle…

– Estaba en el barrio, en la calle delante de tu casa cuando llegué. No sabía qué había visto u oído.

Wyatt sepultó el rostro entre las manos y empezó a sollozar.

– Conseguí que entrara en la casa y… le disparé… con el treinta y ocho de Bill. Dios mío… Entonces llegó Mike… y ahí estaba yo, con el cadáver. Me entró el pánico y…

– Dios mío -dijo Kovac al tiempo que abría la puerta del despacho y miraba horrorizado a Wyatt, que siguió llorando sin levantar la cabeza-. Tú disparaste a Mike.

Liska estaba paralizada. Mil posibilidades le surcaron la mente en un santiamén. Abalanzarse sobre él, gritar, arrojarle algo, intentar ponerse a cubierto. Gracias a Dios que había llamado a los chicos para decirles que los quería.

– Suelte el arma, Rubel -dijo en un tono notable y absurdamente sereno.

– Zorra.

Llevaba las gafas de espejo, de modo que no le veía los ojos. Mal asunto.

– Más le vale rendirse ahora -siguió Liska-. Nadie le hará daño. Somos su familia.

– No era asunto suyo, joder.

– Mató a un hombre -le recordó Liska-. Eso siempre es asunto mío.

A espaldas de Rubel, Liska vio a Barry Castleton acercarse muy despacio, empuñando un arma, los ojos abiertos como platos.

– Suelte el arma -repitió-. No saldrá de este edificio, Derek.

– ¿Y a mí qué? -replicó él-. Eso ya lo sabía al entrar. Soy hombre muerto, no tengo nada que perder. Mejor morir ahora, y además, de regalo, me la llevo a usted por delante, puta.

– Tú dejaste inválido a Mike -constató Kovac, entrando en la habitación-. Todos estos años has dejado que todo el mundo te considerara un héroe, pero fuiste tú quien lo dejó confinado en esa puta silla.

Wyatt sollozó con más fuerza.

– Yo no quería -gimoteó-. Me entró el pánico. Cuando me di cuenta de que… Hice lo que pude para salvarle la vida, sin dejar de pensar un momento que mi carrera se había acabado, que Mike se lo contaría a todo el mundo, pero aun así le salvé la vida.

– Y te convertiste en un héroe gracias a eso.

– ¿Qué podía hacer? Intenté compensarle.

– Ya, claro, seguro que una tele de pantalla grande lo compensa todo -espetó Kovac-. ¿Sabía Mike que le disparaste tú?

– Siempre aseguró que no lo recordaba todo, pero algunas veces hacía comentarios… que me hacían pensar que…

– Y nadie se molestó en hacer un análisis balístico porque había casquillos del treinta y ocho por todas partes -atajó Kovac-. Porque todos erais policías a excepción del muerto, un desgraciado con antecedentes. Y además tenías una testigo, Evelyn. ¿O quizá dos? -preguntó, volviéndose hacia Savard.

– Me ordenaron que me quedara en mi habitación y dijera que no había visto nada -explicó Savard sin apartar la vista de Wyatt-. Lo hice por madre, porque sabía que de lo contrario la habrían culpado a ella.

– Joder -masculló Kovac, asqueado.

– Mike era el héroe -gimió Wyatt-. Mike era el héroe.

– Mike está muerto; lo mató Gaines por tu culpa, y también mató a Andy -escupió Kovac-. Sabías que Andy estaba haciendo preguntas sobre esa noche; acudió a ti y al poco estaba muerto. Sin duda sabías que…

– ¡No! Creía que se había suicidado -insistió Wyatt-. De verdad…

– Podrías haberlo impedido -dijo Savard con las mejillas arrasadas de lágrimas-. Yo podría haberlo impedido. Andy también acudió a mí después de localizar a madre. Podría haberlo impedido. Soy policía… Podría haberlo impedido -repitió una vez más con aire ausente mientras el arma temblaba en su mano-. Lo siento. Lo siento tanto, Andy…

– Tú no lo mataste, Amanda -murmuró Kovac mientras su furia se trocaba en temor al ver que Savard se quedaba mirando el arma-. Dame la pistola. Acabaremos con esto ahora mismo. Yo te ayudaré.

– Es demasiado tarde -murmuró ella-. Lo siento. Lo siento tanto.

– Dame el arma, Amanda.

Savard miró el arma, la levantó y se apuntó a la cabeza.

– ¡Suelte el arma, Rubel! -ordenó Castleton-. ¡Está rodeado!

Rubel apuntó a Liska al pecho y profirió un rugido animal con el rostro cada vez más rojo y los tendones del cuello tensos bajo la piel.

– Dame el arma, Amanda -repitió Kovac, acercándose a ella aterrado-. Todo ha terminado, cariño.

– Podría haberlo impedido -musitó ella una vez más.

Avanzó otro paso hacia ella.

– Amanda, por favor…

– Tú no lo entiendes -aseguró ella, mirándolo a los ojos.

– Amanda.

– Todo es culpa mía.

– No -murmuró Kovac mientras alargaba la mano, que le temblaba como la de un borracho.

– Sí -contradijo ella, acariciando el gatillo con el dedo-. Todos están muertos por culpa mía.

Castleton lanzó un grito a su vez y se acercó a Rubel.

Liska metió la mano en el bolsillo del abrigo.

Rubel volvió la cabeza un instante, el instante que Liska necesitaba.

Con la porra desplegada hasta su máxima extensión, Liska avanzó hacia Rubel, blandió la porra sobre la cabeza y descargó el golpe. Los huesos del antebrazo de Rubel se quebraron al tiempo que el arma se disparaba y la bala se incrustaba en una pared. Acto seguido, Rubel se desplomó entre gritos de dolor.

Liska dejó caer la porra y salió del cubículo.

– Amanda… -susurró Kovac.

Más tarde rememoraría aquel instante y sabría que lo que veía en los ojos de ella era un reflejo de su propia esperanza agonizante.

– Amanda… dame el arma.

– No -musitó ella-. No, Sam. ¿Es que no lo entiendes? Podría haber acabado con esto hace veinte años. Mi madre no disparó a Bill Thorne. Fui yo.

Kovac nunca recordaría el estallido del disparo. Nunca recordaría los gritos, ni el de Ace Wyatt, ni el suyo. Tan solo guardaría un recuerdo visual.

Una lluvia de sangre, fragmentos de hueso y tejido encefálico.

La brevísima mirada de sorpresa en los ojos de Amanda antes de que perdieran toda expresión.

Él mismo, sentado en el suelo, abrazando su cadáver, como si su conciencia se hubiera apartado de su cuerpo en un intento de huir del horror.

Pero no había huida posible. Nunca la habría.