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– No lo sé, pero no lo creo. Puede que lo dejara en el coche o que lo perdiera. Puede que lo llevara a reparar o que se lo robaran.

– Puede que se lo robara alguien que no quería que alguien como yo descubriera lo que contenía -aventuró Kovac al tiempo que cogía una figurilla de Papá Noel de la mesilla y la examinaba. Savard lanzó un suspiro.

– Mañana mismo echaré un vistazo al expediente. ¿Algo más, sargento?

– Sí.

Kovac dejó la figurilla en su lugar, se acercó a ella, le levantó la barbilla con delicadeza y la miró a los ojos.

– ¿Cómo se encuentra?

Con el corazón en un puño, mareada, vulnerable. Otra vez aquella palabra.

– Bien… Cansada. Quiero acostarme.

Kovac paseó lentamente un dedo ante sus ojos, arriba y abajo, a izquierda y derecha, como había hecho aquella misma mañana en su despacho. Con la mano izquierda seguía sosteniéndole la barbilla.

– No se ofenda, teniente -musitó-, pero para ser una mujer tan hermosa, tiene un aspecto espantoso.

– ¿Cómo me voy a ofender ante semejante comentario? -replicó Savard con una ceja enarcada.

Kovac no contestó. Estaba observando la abrasión causada por la alfombra, las líneas de su rostro… sin soltarle la barbilla… mirándole la boca. Savard no se atrevía a respirar.

– Porque es muy hermosa, ¿sabe? -musitó Kovac.

Savard desvió la vista y exhaló un suspiro entrecortado.

– Debería irse, sargento.

– Debería -reconoció Kovac-. Antes de que se encargue de que me suspendan por hacerle un cumplido. Pero antes quiero una cosa.

Haciendo acopio de la escasa fuerza que le quedaba, Savard adoptó la expresión severa que exhibía en su vida profesional, pero Kovac no se inmutó.

– Llámeme Sam -pidió con los labios curvados en una leve sonrisa-. Quiero saber cómo suena.

Es imposible que yo quiera esto, pensó Savard con desesperación mientras el temor le formaba un nudo en el estómago. Es imposible que lo desee. Es imposible que lo necesite.

– Quiero que se vaya… sargento Kovac.

Kovac permaneció inmóvil unos instantes, y Savard contuvo el aliento en un intento fútil de leerle el pensamiento. Por fin, el detective apartó la mano y se irguió.

– Llámeme si encuentra algo interesante en el expediente.

Savard se levantó con las piernas temblorosas y se cruzó de brazos. Kovac se detuvo junto a la puerta.

– Buenas noches, Amanda -se despidió antes de encogerse de hombros con su típica sonrisa torva-. Total, ¿qué más le da otra suspensión a un perro viejo como yo?

El viento gélido barrió el vestíbulo cuando salió. Savard echó el cerrojo y apoyó la espalda contra la puerta, recordando la calidez de sus dedos sobre la piel. Las lágrimas le ardían en los ojos.

Subió la escalera muy despacio. La lámpara de la mesilla de noche ya estaba encendida y seguiría encendida toda la noche. Se puso un camisón, se metió en la cama y se tomó un somnífero con un vaso de agua. Luego se tendió sobre el costado izquierdo, abrazada a la almohada, y esperó a que la venciera el sueño, los ojos muy abiertos, sintiendo una soledad que era un dolor físico en lo más hondo de su ser.

Buenas noches… Sam…