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Liska visualizó mentalmente el escenario del crimen. Sangre por todas partes, salpicando las paredes, el techo, las pantallas de las lámparas y demás lugares mientras el asesino golpeaba a Eric Curtis una y otra vez con el bate.

¿Quién se expondría a sabiendas del riesgo de entrar en contacto con sangre contaminada?

Alguien que desconociera las vías de transmisión de la enfermedad o bien alguien a quien no le importara. Alguien lo bastante arrogante para creer en su inmortalidad. O bien alguien ya infectado.

– ¿Cuándo fue la última vez que Fallon habló con usted del caso?

Se masajeó la sien derecha con el pulgar, pues empezaba a dolerle la cabeza. Subió la ventanilla, convencida de que entraba más dióxido de carbono que oxígeno.

– ¿Hace poco?

– No. El caso estaba cerrado porque el asesino consiguió un trato. ¿De qué va todo esto, sargento? -inquirió Dungen, suspicaz-. Creía que Andy Fallon se había suicidado.

– Cierto, pero intento averiguar el motivo -se justificó Liska-. Gracias por atenderme, David.

Uno de los grandes trucos de las entrevistas consistía en saber cuándo dejarlo. Liska colgó el teléfono y se preguntó si la llamada le causaría problemas con Leonard, una idea que le producía náuseas. O tal vez las náuseas se debían a los gases, se dijo solo medio en broma. Estaba un poco mareada.

Apagó el motor, se apeó del coche y aspiró una profunda bocanada de aire frío mientras se apoyaba contra el Saturn.

– Sargento Liska.

La voz la atravesó como un puñal. Giró sobre sus talones y vio a Rubel a unos siete metros de distancia. No había oído el ascensor ni oído ruido de pisadas subiendo la escalera. Daba la sensación de que el agente había surgido de la nada.

– He intentado localizarla en la oficina -prosiguió-, pero ya se había ido.

– Hace rato que ha terminado su turno, ¿no?

Rubel siguió avanzando, cerniéndose cada vez más enorme sobre ella. Aun sin gafas de espejo, sus ojos carecían de expresión.

– Mucho papeleo -explicó.

– ¿Y cómo me ha encontrado aquí?

Rubel señaló un Ford Explorer negro aparcado bastante cerca del Saturn.

– Pura casualidad.

Y una mierda, pensó Liska. De todas las plazas de parking de todos los aparcamientos del centro de Minneapolis…

– El mundo es un pañuelo -observó.

Se apoyó de nuevo contra el coche para paliar el temblor de sus piernas y deslizó las manos en los bolsillos del abrigo para sentir el contacto tranquilizador de la porra.

– ¿De qué quería hablar conmigo? -preguntó Rubel.

Se detuvo a poca distancia de ella, demasiado cerca para su gusto, lo cual sin duda sabía.

– Como si su amigo B. O. no lo hubiera puesto en antecedentes Por favor…

Rubel guardó silencio.

– Usted sabía que Asuntos Internos estaba investigando a Ogden por cagarla con las pruebas del caso Curtis.

– Eso ya es historia.

– Pero pese a ello fueron los dos a casa del investigador en respuesta al aviso. ¿De quién fue tan brillante idea?

– Oímos el aviso por radio y estábamos en las inmediaciones.

– Es usted un imán para todas las casualidades del mundo.

– No podíamos saber que el cadáver era Fallon.

– Lo supieron en cuanto llegaron allí. Debería haber sacado a Ogden de la casa a toda pastilla, puesto que parece tan acostumbrado a salvarle el pellejo. ¿Por qué no lo hizo nada más llegar a casa de Fallon?

Rubel se la quedó mirando durante un momento que se le antojó eterno. A Liska le palpitaba la cabeza, y las náuseas le revolvían el estómago.

– Si sospecha que actuamos de forma impropia, ¿por qué no se lo cuenta a Asuntos Internos? -la retó el agente por fin.

– ¿Quiere que lo haga?

– No lo hará, porque el caso está cerrado. Fallon se suicidó.

– Eso no significa que todo haya terminado. No significa que no pueda hablar con su supervisor…

– Adelante.

– ¿Cuánto tiempo lleva como compañero de Ogden? -inquinó Liska.

– Tres meses.

– ¿Y quién era su compañero antes de usted?

– Larry Porter, pero dejó el departamento y entró en la policía de Plymouth. Puede preguntárselo a nuestro supervisor… si es que quiere hablar con él.

En su voz se detectaba una nota arrogante, como si supiera que Liska no acudiría a su supervisor por temor a que la noticia llegara a oídos de Leonard.

– ¿Sabe, Rubel? Intento comportarme con la mayor corrección -aseguró Liska, exasperada-. No quiero mala sangre con los agentes; los necesitamos. Pero lo que no necesitamos es que jodan el escenario de una muerte. Un caso puede quedar reducido a cenizas en el escenario. ¿Y si Andy Fallon hubiera sido asesinado? ¿Acaso cree que los abogados no nos hubieran hecho quedar como gilipollas al enterarse de que precisamente Ogden estuvo allí?

– Queda claro -la atajó Rubel-. No volverá a suceder.

Echó a andar hacia su coche.

– Su compañero es un polvorín, Rubel -advirtió Liska-. Si tiene la clase de problemas que creo que tiene, le convendría mantenerse al margen.

Rubel la miró por encima del hombro.

– Sé cuanto necesito saber, sargento -aseguró antes de señalar el coche de Liska-. Será mejor que haga reparar esa ventanilla. Tendría que ponerle una multa por llevarla así.

Liska lo siguió con la mirada mientras subía al 4x4. Se le puso la carne de gallina y se le erizaron los pelos de la nuca. El Explorer se puso en marcha con un rugido, y una nube de humo brotó del tubo de escape. Rubel dio marcha atrás y se alejó, dejándola de nuevo a solas.

No sabía quién le daba más miedo, Ogden con su mal genio o Rubel con su serenidad sobrecogedora. Menuda pareja.

Respirando hondo por primera vez desde que Rubel la sobresaltara, Liska se apartó del Saturn y se obligó a caminar con la esperanza de disipar la extraña debilidad que se había apoderado de los músculos de sus brazos y piernas. Contempló la ventanilla rota y se preguntó si sería paranoia suya la interpretación que hacía del comentario de Rubel. Pero Rubel no tenía necesidad alguna de romperle la ventanilla del coche para obtener su dirección. Los policías disponían de muchos modos de obtener semejante información.

Pero tal vez le habían roto la ventanilla por otra razón. Por rabia, para asustarla, como tapadera para que cualquier futuro delito cometido contra ella se achacara al viejo borracho que había intentado meterse en su coche. Ninguna de las opciones era halagüeña.

Mientras miraba la ventanilla, reparó en algo que pendía de la parte trasera del Saturn. En el primer instante pensó que se trataba de un pedazo de nieve sucia. Otro motivo para odiar el invierno, la nieve mugrienta que se acumulaba detrás de los neumáticos y se congelaba por completo si no la limpiabas a tiempo.

Pero cuando rodeó el coche para retirarla, se dio cuenta de que no era nieve. Lo que había visto no pendía del neumático, sino del tubo de escape.

Las náuseas se apoderaron de ella cuando se agachó, y el dolor de cabeza se intensificó un tanto. Presa del mareo, tuvo que apoyar una mano sobre el maletero para no perder el equilibrio.

Alguien había embutido un trapo blanco muy sucio en el tubo de escape.

Sudores fríos recorrieron cada centímetro de su piel.

Alguien había intentado asesinarla.

En aquel instante sonó el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo. Temblorosa, Liska se incorporó y se apoyó una vez más contra el coche antes de sacar el trasto y contestar.

– Liska, Homicidios.

– Sargento Liska, tenemos que vernos.

La voz le resultaba familiar, y ahora ya conocía el nombre de su dueño: Ken Ibsen.

– ¿Dónde y cuándo?