– ¿Quién es ese Pérez y a qué unidad militar está destinado? -preguntó Velikov.

– Mi personal ha comprobado los archivos militares cubanos. No han encontrado nada acerca de él.

– Yo envié personalmente al coronel Mikoyan a inspeccionar las medidas de seguridad de los barcos. Póngase al habla con él y pregúntele qué diablos ocurre allá abajo.

– He estado tratando de comunicar con él durante la última media hora -dijo Borchev-. No contesta.

Sonó otro teléfono y Velikov dijo a Borchev que esperase.

– ¿Qué ocurre? -gritó.

– Soy Juan Fernández, general. Creí que debería usted saber que el coronel general Kolchak acaba de llegar para entrevistarse con Raúl Castro.

– No es posible.

– Yo mismo le identifiqué en la puerta.

Este nuevo acontecimiento aumentó la confusión de Velikov. Su rostro adquirió una expresión pasmada y su respiración se hizo sibilante. Sólo había dormido cuatro horas durante las últimas treinta y seis y su mente empezaba a enturbiarse.

– ¿Está ahí, general? -preguntó Fernández, inquieto por aquel silencio.

– Sí, sí. Escúcheme, Fernández. Vaya al pabellón y descubra que están haciendo Castro y Kolchak. Escuche su conversación e infórmeme dentro de dos horas.

No esperó respuesta, sino que conectó con la línea de Borchev.

– Comandante Borchev, forme un destacamento y vaya a la zona portuaria. Póngase usted mismo al frente de él. Compruebe quiénes son ese Pérez y sus fuerzas de relevo y telefonéeme en cuanto haya averiguado algo.

Entonces llamó Velikov a su secretaria.

– Póngame con la residencia del coronel general Kolchak.

Su segundo oficial se irguió en el sillón y le miró curioso. Nunca había visto a Velikov tan nervioso.

– ¿Anda algo mal?

– Todavía no lo sé -murmuró Velikov.

De pronto sonó la voz familiar del coronel general Kolchak en el teléfono.

– Velikov, ¿cómo les van las cosas al GRU y a la KGB?

Velikov se quedó unos momentos aturdido antes de recobrarse de la impresión.

– ¿Dónde está usted?

– ¿Que dónde estoy? -repitió Kolchak-. En mi oficina, tratando de sacar documentos secretos y otras cosas, lo mismo que usted. ¿Dónde creía que estaba?

– Acabo de recibir la noticia de que usted celebraba una entrevista con Raúl Castro en el pabellón de caza.

– Lo siento, pero todavía no puedo estar en dos sitios al mismo tiempo -dijo Kolchak, imperturbable-. Me da la impresión de que sus agentes secretos empiezan a ver visiones.

– Es muy raro. El informe procede de una fuente que siempre ha sido digna de confianza.

– ¿Está Ron y Cola en peligro?

– No, todo sigue según lo proyectado.

– Bien. Entonces deduzco que la operación va por muy buen camino.

– Sí -mintió Velikov, con un miedo matizado de incertidumbre-, todo está bajo control.

70

El remolcador se llamaba Pisto, por el nombre de una fritura española de pimientos rojos, calabacines y tomates. El nombre era adecuado, pues los lados de la embarcación estaban rojos de orín y las piezas de cobre revestidas de cardenillo. Sin embargo, a pesar del descuido de su estructura exterior, el gran motor Diesel de 3.000 caballos de fuerza que latía en sus entrañas resplandecía como una escultura pulimentada de bronce.

Sujetando la gran rueda de teca del timón, Jack contempló a través del humedecido cristal de la ventana la mole gigantesca que se alzaba en la oscuridad. El petrolero era negro y frío como los otros dos portadores de la muerte amarrados en los muelles. Ninguna luz de navegación indicaba su presencia en la bahía; solamente la lancha patrullera que daba vueltas alrededor de sus trescientos cincuenta metros de eslora y sus cincuenta de manga cuidaba de que no se acercasen otras embarcaciones.

Jack acercó el Pisto al Ozero Baykai y lo dirigió cautelosamente hacia la cadena del ancla de popa. La lancha patrullera les descubrió rápidamente y se aproximó. Tres hombres salieron corriendo del puente y se colocaron detrás del cañón de fuego rápido de la proa. Jack ordenó a la sala de máquinas que parasen el motor, una acción concebida sólo como pretexto, cuando se perdían ya a lo lejos las olas levantadas por la proa del remolcador.

Un joven teniente barbudo se asomó en la caseta del timón de la lancha patrullera empuñando un megáfono.

– Ésta es una zona prohibida. No tienen nada que hacer aquí. Márchense.

Jack hizo bocina con las manos y gritó:

– Mis generadores han perdido toda su fuerza y el motor Diesel acaba de pararse. ¿Podrían remolcarme?

El teniente sacudió la cabeza con irritación.

– Éste es un buque militar. No remolcamos a nadie.

– ¿Podría subir a su lancha y emplear su radio para llamar a mi jefe? Él enviará otro remolcador para sacarnos de aquí.

– ¿Qué le ha pasado a su batería de emergencia?

– Está agotada. -Jack hizo un ademán de impotencia-. No tengo nada para repararla. Estoy en la lista de espera. Ya sabe usted cómo está la cosa.

Las dos embarcaciones estaban ahora tan cerca la una de la otra que casi se tocaban. El teniente dejó a un lado el megáfono y respondió con voz áspera:

– No puedo permitírselo.

– Entonces tendré que anclar aquí hasta mañana -replicó malhumorado Jack.

El teniente levantó furiosamente las manos, dándose por vencido.

– Suba a bordo y haga su llamada.

Jack bajó por una escalerilla a la cubierta y saltó el espacio de metro y medio entre las dos embarcaciones. Miró a su alrededor, con lentitud e indiferencia, observando cuidadosamente la actitud relajada de los servidores del cañón, al timonel, que encendía tranquilamente un cigarro, y la expresión cansada del semblante del teniente. Sabía que el único hombre que faltaba era el maquinista que se encontraba abajo.

El teniente se acercó a él.

– Dése prisa. Está entorpeciendo una operación militar.

– Discúlpeme -dijo Jack, servilmente-, pero yo no tengo la culpa.

Se adelantó como queriendo estrecharle la mano y, con su pistola con silenciador, metió dos balas en el corazón del teniente. Después mató tranquilamente al timonel.

El trío que se hallaba alrededor del cañón de proa se derrumbó y murió, alcanzado por tres flechas disparadas por los tripulantes de Jack con excelente puntería. El maquinista no sintió la bala que le perforó la sien. Cayó sobre el motor Diesel, sin soltar un trapo y una llave inglesa que tenía en las manos ahora sin vida.

Jack y sus hombres llevaron los cadáveres abajo y después destaparon rápidamente todos los orificios de desagüe. Entonces volvieron al remolcador y no prestaron más atención a la lancha patrullera que se hundía y derivaba a impulso de la marea en la oscuridad.

No había ninguna escalera bajada, por lo que arrojaron un par de cuerdas con garfios sobre la barandilla del petrolero. Jack y otros dos hombres treparon por ellas y después izaron unos bidones de acetileno y un soplete.

Cuarenta y cinco minutos más tarde, habían sido cortadas las cadenas de las anclas, y el pequeño Pisto, como una hormiga tratando de mover un elefante, aplicó su defensa de proa contra la enorme popa del Ozero Baykai. Centímetro a centímetro, casi imperceptiblemente al principio, y después metro a metro, el remolcador empezó a apartar el petrolero de la refinería y a empujarle hacia el centro de la bahía.

Pitt observaba el perezoso movimiento del Ozero Baykai a través de unos gemelos nocturnos. Afortunadamente, la marea menguante estaba a su favor, alejando cada vez más a aquel monstruo del corazón de la ciudad.

Había encontrado una máscara y registrado las bodegas en busca de señales de algún ingenio detonador, pero no había hallado nada. Llegó a la conclusión de que debía estar enterrado debajo del nitrato de amonio de uno de los depósitos de mercancías. Después de casi dos horas, subió a cubierta y respiró agradecido la suave brisa del mar.

El reloj de Pitt marcaba las cuatro y media cuando el Pisto volvió a los muelles. Se dirigió en línea recta al barco de las municiones. Jack lo estuvo observando hasta que los hombres de Moe recogieron el cable del torno de popa del remolcador y lo sujetaron a los norays de popa del Ozero Zaysan. Se habían desprendido las amarras, pero, en el momento en que el Pisto se disponía a tirar, un convoy militar de cuatro camiones llegó rugiendo al muelle.

Pitt bajó por la pasarela y corrió por el muelle a toda velocidad. Pasó alrededor de una grúa y se detuvo ante la amarra de popa. Desprendió el grueso y viscoso cable del noray y lo dejó caer en el agua. No había tiempo de soltar el cable de proa. Hombres fuertemente armados estaban saltando de los camiones y formando en equipos de combate. Subió por la pasarela e hizo funcionar el torno eléctrico que la elevaba al nivel de la cubierta, para impedir un asalto desde el muelle.

Descolgó el teléfono del puente y se comunicó con la sala de máquinas.

– Ya están ahí, Manny -fue todo lo que dijo.

– He hecho el vacío y tengo bastante vapor en una caldera para mover al barco.

– Buen trabajo, amigo. Ha ganado una hora y media.

– Entonces, larguémonos de aquí.

Pitt se dirigió al telégrafo del barco y puso los indicadores a preparados. Puso el timón de manera que la popa fuese la primera en apartarse del muelle. Después pidió despacio a popa.

Manny llamó desde la sala de máquinas y Pitt pudo sentir que los motores empezaban a vibrar debajo de sus pies.

Clark se dio cuenta, con súbito desaliento, de que su grupito de hombres era muy inferior en número, y de que estaba cortado todo camino para escapar. Vio también que no tenían que habérselas con soldados cubanos corrientes, sino con una fuerza de élite de infantes de marina soviéticos. En el mejor de los casos, podía ganar unos pocos minutos, el tiempo suficiente para que los barcos se apartasen del muelle.

Introdujo la mano en una bolsa de lona colgada de su cinturón y sacó de ella una granada. Salió de la sombra y lanzó la granada contra el camión de atrás. La explosión produjo un estampido sordo, seguido de una llamarada producida por el estallido del depósito de la gasolina. El camión pareció abrirse y los hombres que se hallaban en él fueron lanzados sobre el muelle como bolos encendidos.

Corrió entre los pasmados y desorganizados rusos, saltando sobre los heridos que chillaban y rodaban por el suelo tratando desesperadamente de apagar su ropa en llamas. Otras detonaciones se produjeron en rápida sucesión, resonando en la bahía, cuando él arrojó tres granadas más debajo de los otros camiones.