– Cierto.
– Gracias por venir, especialmente tan temprano y en domingo. Agradeceré su colaboración para aclarar unas cuantas cuestiones.
– No hay de qué. ¿Tardaremos mucho?
– Veinte minutos, tal vez media hora. ¿Tiene que ir a alguna parte?
– Tengo que tomar un avión para Washington dentro de dos horas.
Victor asintió con la cabeza.
– Tendrá tiempo de sobra. -Abrió un cajón y sacó un magnetófono portátil-. Vayamos a un sitio más reservado.
Condujo a Pitt por un largo pasillo hacia un pequeño cuarto de interrogatorios. El interior era espartano; solamente una mesa, dos sillas y un cenicero. Victor se sentó e introdujo una cassete nueva en el magnetófono.
– ¿Le importa que registre nuestra conversación? Tomando notas, soy terrible. Ninguna de las secretarias es capaz de descifrar mi escritura.
Pitt se encogió cortésmente de hombros.
Victor puso la máquina en el centro de la mesa y apretó el botón rojo.
– ¿Su nombre?
– Dirk Pitt.
– ¿Inicial intermedia?
– E, de Eric.
– ¿Dirección?
– 266 Airport Place, Washington, D.C. 2001.
– ¿Un teléfono al que pueda llamarle?
Pitt dio a Victor el número de teléfono de su oficina.
– ¿Profesión?
– Director de proyectos especiales de la Agencia Marítima y Submarina Nacional (AMSN).
– ¿Quiere describir lo que ocurrió la tarde del sábado 20 de octubre?
Pitt contó a Victor cómo había visto el dirigible fuera de control durante la regata maratón de windsurfing; la loca carrera aferrado a la cuerda de amarre, y la captura a pocos metros de un posible desastre. Terminó con su entrada en la barquilla.
– ¿Tocó algo?
– Solamente los interruptores de encendido y de las baterías. Y apoyé la mano en el hombro del cadáver sentado a la mesa ante el navegante.
– ¿Nada más?
– El único otro sitio donde pude dejar una huella digital fue la escalerilla de embarque.
– Y en el respaldo del asiento del copiloto -dijo Victor, con una irónica sonrisa-. E, indudablemente, en los interruptores.
– Veo que se han dado prisa. La próxima vez me pondré guantes de cirujano.
– El FBI se mostró muy diligente.
– Admiro su eficacia.
– ¿Se llevó usted algo?
Pitt miró fijamente a Victor.
– No.
– ¿Pudo entrar alguien más y llevarse algún objeto?
Pitt sacudió la cabeza.
– Cuando yo me marché, los guardias de seguridad del hotel cerraron la barquilla. La primera persona que entró después fue un oficial de policía uniformado.
– Y entonces, ¿qué hizo usted?
– Pagué a uno de los empleados del hotel para que fuese a buscar mi tabla a vela. Tenía una pequeña furgoneta y tuvo la amabilidad de llevármela a la casa donde me hospedaba con unos amigos.
– ¿En Miami?
– Coral Gables.
– ¿Puedo preguntarle qué estaban haciendo en la ciudad?
– Terminé un proyecto de exploración en el mar para la AMSN y decidí tomarme una semana de vacaciones.
– ¿Reconoció a alguno de los cadáveres?
– Ni por asomo. No habría podido identificar a mi propio padre en aquellas condiciones.
– ¿Alguna idea de quiénes podían ser?
– Presumo que uno de ellos era Raymond LeBaron.
– ¿Se enteró de la desaparición del Prosperteer?
– Los medios de comunicación se ocuparon de ello en detalle. Solamente un recluso en un lugar remoto pudo no haberse enterado.
– ¿Tiene alguna teoría sobre dónde permanecieron el dirigible y su tripulación ocultos durante diez días?
– No tengo la menor pista.
– ¿Ni siquiera una idea extravagante? -insistió Victor.
– Podría ser un truco colosal de publicidad, una campaña de prensa para promover el imperio editorial de LeBaron.
Victor le miró con interés.
– Prosiga.
– O tal vez un plan ingenioso para jugar con las acciones del conglomerado Raymond LeBaron. Vende grandes paquetes de acciones antes de desaparecer y compra cuando los precios caen en picado. Y vende de nuevo cuando suben al conocerse su resurrección.
– ¿Cómo explica sus muertes?
– La intriga fracasó.
– ¿Por qué?
– Pregúntelo al instructor.
– Se lo pregunto a usted.
– Probablemente comieron pescado en malas condiciones en la isla desierta donde se escondieron -dijo Pitt, cansándose del juego-. ¿Cómo puedo saberlo? Si quiere un argumento, contrate a un guionista.
El interés se extinguió en la mirada de Victor. Se retrepó en su silla y suspiró, desalentado.
– Por un momento pensé que podría decirme algo, alguna sorpresa que pudiese sacarnos, a mí y al departamento, del atolladero. Pero su teoría ha quedado en nada, como todas las demás.
– No me sorprende en absoluto -dijo Pitt, con una sonrisa de indiferencia.
– ¿Cómo pudo parar los motores a los pocos segundos de entrar en la cabina de mandos? -preguntó Victor, recobrando el hilo del interrogatorio.
– Después de pilotar veinte aviones diferentes durante mi servicio en las Fuerzas Aéreas y en la vida civil, sabía dónde tenía que mirar.
Victor pareció satisfecho.
– Otra pregunta, señor Pitt. Cuando vio por primera vez el dirigible, ¿de qué dirección venía?
– Del nordeste, empujado por el viento.
Victor alargó una mano y cerró el magnetófono.
– Creo que esto es suficiente. ¿Podré hablar con usted si le llamo a su oficina durante el día?
– Si no estoy allí, mi secretaria sabrá dónde encontrarme.
– Gracias por su ayuda.
– Temo que le servirá de poco -dijo Pitt.
– Tenemos que tirar de todos los hilos. Las presiones son grandes, ya que LeBaron era un personaje. Y éste es el caso más misterioso con que jamás se haya tropezado el departamento.
– No le envidio su trabajo. -Pitt miró su reloj y se levantó-. Será mejor que vaya en seguida al aeropuerto.
Victor se puso en pie y le tendió la mano sobre la mesa.
– Si sueña en alguna otra intriga, señor Pitt, tenga la bondad de llamarme. Siempre me interesan las buenas fantasías.
Pitt se detuvo en el umbral y se volvió, con una expresión de zorruno en su semblante.
– ¿Quiere una pista, teniente? Fíjese en ésta. Los dirigibles necesitan helio para elevarse. Una antigualla como el Prosperteer debió necesitar siete mil metros cúbicos de gas para despegar. Al cabo de una semana, habría perdido el gas suficiente como para no poder mantenerse en el aire. ¿Me sigue?
– Depende de adonde quiera ir a parar.
– El dirigible no podía aparecer en Miami, a menos que una tripulación experta y con los materiales necesarios lo hubiese inflado cuarenta y ocho horas antes.
Victor tenía el aire de un hombre antes del bautismo.
– ¿Qué está sugiriendo?
– Que busque una estación de servicio complaciente en el vecindario, capaz de bombear siete mil metros cúbicos de helio.
Y Pitt salió del pasillo y desapareció.
7
– Odio las embarcaciones -gruñó Rooney-. No sé nadar, no puedo flotar y me mareo mirando por la ventanilla de una lavadora.
El sheriff Sweat le tendió un Martini doble.
– Tome, esto le curará de su obsesión.
Rooney miró tristemente las aguas de la bahía y bebió la mitad de su vaso.
– Espero que no saldrá a altamar.
– No, será solamente un viaje de placer alrededor de la bahía.
Sweat se agachó para entrar en la cabina de proa de su resplandeciente barca blanca de pesca y puso en marcha el motor. El turbo Diesel de 260 caballos se animó. Los tubos de escape rugieron en la popa y la cubierta tembló bajo sus pies. Entonces recogió los cables anclados y apartó la barca del muelle, navegando en un laberinto de yates anclados en Biscayne Bay.
Cuando la proa rebasó las boyas del canal, Rooney necesitaba una segunda copa.
– ¿Dónde guarda el tónico?
– Abajo, en el camarote de delante. Sírvase usted mismo. Hay hielo en el casco metálico de buzo.
Cuando volvió Rooney, preguntó:
– ¿A qué viene todo esto, Tyier? Hoy es domingo. No me habrá sacado de mi palco en medio de un buen partido de fútbol para mostrarme Miami Beach desde el agua.
– La verdad es que oí decir que había terminado su dictamen sobre los cadáveres del dirigible, la noche pasada.
– A las tres de esta mañana, para ser exacto.
– Pensé que tal vez querría decirme algo.
– Por el amor de Dios, Tyler, ¿tan urgente es que no pudo esperar hasta mañana por la mañana?
– Hace aproximadamente una hora, recibí una llamada telefónica de un federal, desde Washington. -Sweat se interrumpió para reducir un poco la velocidad-. Dijo que era una agencia de información de la que yo no había oído hablar jamás. No le aburriré contándole sus agresivas palabras. Nunca he podido entender por qué piensan todos los del Norte que pueden deslumbrar a los muchachos del Sur. La cuestión es que pidió que entreguemos los cadáveres del dirigible a las autoridades federales.
– ¿A qué autoridades federales?
– No quiso nombrarlas. Su respuesta no pudo ser más vaga cuando se lo pregunté.
Rooney se sintió de pronto sumamente interesado.
– ¿Dio alguna indicación de por qué quería los cadáveres?
– Afirmó que era un asunto secreto.
– Usted se negó, naturalmente.
– Le dije que lo pensaría.
El giro que tomaban las cosas, combinado con la ginebra, hizo que Rooney se olvidase de su miedo al agua. Empezó a fijarse en la esbelta línea de la embarcación de fibra de vidrio. Era la segunda oficina del sheriff Sweat, ocasionalmente puesta en servicio como embarcación auxiliar de la policía, pero empleada con más frecuencia para distraer a funcionarios del condado o del Estado en excursiones de pesca de fin de semana.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Rooney.
– ¿Quién?
– La barca.
– Oh, la Southern Comfort. Tiene treinta y cinco pies de eslora y navega a quince nudos. Fue construida en Australia por una empresa denominada Stebercraft.
– Volviendo al caso de LeBaron -dijo Rooney, sorbiendo su Martini-, ¿va a darse por vencido?
– Tentado estoy de hacerlo -dijo sonriendo Sweat-. Homicidios no ha encontrado todavía una sola pista. Los medios de comunicación lo están convirtiendo en un espectáculo circense. Todo el mundo, desde el gobernador para abajo, me está apretando las clavijas. Y para colmo, existe todavía la probabilidad de que el crimen no se hubiese cometido en territorio de mi jurisdicción. Pues sí, estoy tentado de cargarle el muerto a Washington. Sólo que soy lo bastante terco como para pensar que podemos encontrar nosotros la solución de este lío.