– No me molesta lo que hizo él -explicó Baedecker-. Me molesta lo que hice mientras él estaba en la roca.

– No hiciste nada -dijo Maggie.

– Exacto -corroboró Baedecker, apurando el vaso de vino. Se sirvió más-. No hice nada.

– El padre de Tommy lo obligó a bajar antes de que nosotros pudiéramos reaccionar -dijo Maggie.

Baedecker movió la cabeza. En una mesa vecina varias mujeres rieron estruendosamente.

– Oh, entiendo -dijo Maggie-. Hablamos nuevamente de Scott.

Baedecker se enjugó las manos con una servilleta roja.

– No sé. Pero al menos Tom Gavin vio que su hijo cometía una estupidez y lo salvó de un posible desastre.

– Sí -dijo Maggie-, el pequeño Tommy tiene diecisiete años, y Scott cumplirá veintitrés en marzo.

– Sí, pero…

– Y el pequeño Tommy estaba a tres metros. Scott está en Poona, India.

– Lo sé…

– Además, ¿quién eres para dictaminar que Scott está cometiendo un error? Ya tuviste tu oportunidad, Richard. Scott es un chico crecido, y si quiere pasar unos años cantando mantras y donando su dinero a un imbécil barbudo con complejo de Jehová, bien, tu oportunidad de ayudarle ya pasó. ¿Por qué no tratas de reiniciar tu estropeada vida, Richard E. Baedecker? -Maggie bebió un largo sorbo de vino-. Demonios, Richard, a veces me das… -Un hipo violento la interrumpió.

Baedecker le dio un vaso de agua con hielo y esperó. Ella guardó silencio un segundo, abrió la boca para hablar y tuvo otro ataque de hipo. Ambos rieron. El grupo de mujeres de la mesa vecina los miró reprobatoriamente.

Al día siguiente, en el Golden Gate Park, mientras miraban las columnas de metal anaranjado que aparecían y desaparecían entre las nubes bajas, Maggie dijo:

– Tendrás que solucionar tu problema con Scott antes de que resolvamos nuestros propios sentimientos, ¿eh, Richard?

– No sé -contestó Baedecker-. Dejémoslo así unos días, ¿de acuerdo? Hablaremos de ello más adelante. Maggie se apartó una gota de lluvia de la nariz.

– Richard, te amo -dijo. Era la primera vez que lo decía.

Por la mañana, cuando Baedecker despertó bajo la brillante luz que atravesaba las cortinas del hotel y oyendo el bullicio del tráfico y los peatones, Maggie ya no estaba.

Volaron hacia el este, luego hacia el norte, luego de nuevo hacia el este, ganando altitud mientras el terreno boscoso se elevaba cada vez más. Cuando el altímetro indicó 2.800 metros, Baedecker dijo:

– ¿No exigen oxígeno a esta altura las regulaciones de la Guardia Nacional Aérea?

– Aja -dijo Dave-. En caso de pérdida repentina de presión, la máscara de oxígeno caerá del compartimento superior y le golpeará la cabeza. Por favor, apóyesela en el hocico y respire normalmente. Si viaja usted con un niño o bebé en el regazo, decida con rapidez quién de lo dos tiene derecho a respirar.

– Gracias. ¿El monte Hood? -Se aproximaban al pico volcánico, que ahora se erguía a la izquierda de la trayectoria del Huey. La cumbre nevada estaba setenta metros más alta que ellos. La sombra del Huey onduló sobre la alfombra de árboles de la ladera.

– Así es -dijo Dave-, y allá está el hotel Timberline Lodge, donde filmaron los exteriores de Resplandor.

– Vaya -dijo Baedecker.

– ¿Has visto la película? -preguntó Dave por el interfono.

– No.

– ¿Has leído el libro?

– No.

– ¿No has leído nada de Stephen King?

– No.

– Cielos, Richard, para tratarse de un hombre culto, eres muy poco versado en los clásicos. Te acuerdas de Stanley Kubrick, ¿verdad?

– ¿Cómo iba a olvidarlo? -dijo Baedecker-. Me arrastraste a ver 2001: odisea del espacio cinco veces el año que la proyectaron en la sala Cinerama de Houston. -No era una exageración. Muldorff estaba obsesionado con la película e insistía en que sus compañeros la vieran con él. Antes del vuelo, Dave había hablado con entusiasmo de llevar un monolito negro inflable de contrabando para «descubrirlo» sepultado bajo la superficie lunar durante una actividad extravehicular. La escasez de monolitos negros inflables había frustrado ese plan, así que Dave se contentó con despertar a Control de Misión al final de cada período de sueño tocando los acordes iniciales de Also Sprach Zarathustra . A Baedecker le pareció divertido las primeras veces.

– La obra maestra de Kubrick -dijo Dave, girando el Huey a la derecha. Sobrevolaron un paso donde tiendas y caravanas de excursionistas se apiñaban alrededor de un lago de montaña en cuyas aguas centelleaba el sol del atardecer. De pronto la tierra descendió, los pinares perdieron verdor y colinas peladas y bajas surgieron al sur y al este. Siguieron volando a mil quinientos metros mientras el terreno se transformaba en campos de regadío y luego en desierto. Dave habló por el micrófono con control de tráfico, bromeó con alguien de un aeropuerto privado de Maupin y conectó de nuevo el interfono-. ¿Ves ese río?

– Sí.

– Es el John Day. El gurú de Scott compró un pequeño pueblo al sudoeste de allí. El mismo que Rajneesh hizo famoso hace unos años.

Baedecker desplegó un mapa de navegación e inclinó la cabeza. Abrió la cremallera de su cazadora, sirvió café de un termo, le pasó una taza a Dave.

– Gracias. ¿Quieres pilotarlo un rato?

– No especialmente -dijo Baedecker.

Dave rió.

– No te gustan los helicópteros, ¿eh, Richard?

– No especialmente.

– No entiendo por qué. Has pilotado todo lo que tiene alas, incluidos aviones de despegue vertical y despegue corto, y ese maldito aparato de la Armada que causo más muertes de las que valía. ¿Qué tienes contra los helicópteros?

– ¿Aparte de que son artilugios endemoniados y traicioneros que sólo esperan aplastarte contra el suelo? -preguntó Baedecker-. ¿Quieres decir aparte de eso?

– Sí -rió Dave-. Aparte de eso. -Bajaron a mil metros y luego a seiscientos. Delante, un pequeño hato de vacas avanzaba perezosamente por una amplia extensión de hierba seca. El flanco de las vacas era color dorado y chocolate en la luz horizontal.

– Oye -dijo Dave-, ¿recuerdas esa rueda de prensa a la que asistimos antes del Apollo 11, para escuchar a Neil, Buzz y Mike hablar sobre el asunto?

– ¿Cuál de ellas?

– La anterior al lanzamiento.

– Vagamente -dijo Baedecker.

– Bien, Armstrong dijo algo que me irritó de veras.

– ¿Qué? -preguntó Baedecker.

– Ese periodista… el que ha muerto… Frank McGee… Le preguntó a Armstrong algo sobre los sueños, y Neil dijo que había tenido un sueño que se le repetía desde que era niño.

– ¿Y?

– Era un sueño en el que Neil podía elevarse del suelo si contenía el aliento el tiempo suficiente. ¿Lo recuerdas?

– No.

– Pues yo sí. Neil dijo que había tenido el sueño por primera vez cuando era muy pequeño. Contenía el aliento y se elevaba del suelo. No volaba, sólo revoloteaba.

Baedecker terminó el café y arrojó la taza de plástico en una bolsa de basura junto al asiento.

– ¿Por qué te irritó? -preguntó.

Dave lo miró. Los ojos eran inescrutables detrás de las gafas oscuras.

– Porque ése era mi sueño -dijo.

El Huey bajó el morro y descendió hasta sólo cien metros del escarpado terreno, muy por debajo de la altitud mínima requerida por las regulaciones federales. Matas de salvia y pino se deslizaban por debajo, confirmándoles la sensación de velocidad. Baedecker miró a través de la burburja de plexiglás y vio pasar una casa solitaria. Era marrón, decrépita, el techo de hojalata estaba oxidado, el granero derruido; roderas que se extendían hasta el horizonte sugerían el único acceso. Junto a esa casucha sobresalía una flamante y blanca antena satelital.

Baedecker encendió el interfono. No había interruptor de interfono en el suelo del asiento izquierdo, así que debía estirar la mano para tocar el interruptor del control cíclico cada vez que quería hablar.

– Tom Gavin me explicó que estuviste enfermo en primavera -dijo.

Dave miró hacia la izquierda y hacia el suelo que se deslizaba debajo a cien nudos. Cabeceó.

– Sí, tuve algunos problemas. Pensé que tenía la gripe… fiebre y ganglios en el cuello. Pero mi médico de Washington me dijo que tenía la enfermedad de Hodgkin. Yo ni siquiera había oído hablar de ella.

– ¿Grave?

– La califican según una escala de cuatro puntos -dijo Dave-. El nivel uno significa toma un aspirina y envía cuarenta dólares por correo. El nivel cuatro significa «coge tus calcetines».

Baedecker no pidió más explicaciones. Durante los cientos de horas que habían compartido en sofocantes simuladores, Dave reaccionaba ante las emergencias con la expresión «coge tus calcetines y despídete de tu pellejo».

– Yo estaba en el nivel tres -dijo Dave-. Lo pillaron a tiempo. Me hicieron sentir mejor con medicación y un par de sesiones de quimioterapia. Para asegurarse me extirparon el bazo. Ahora todo parece ir muy bien. Si lo detienen al principio, generalmente lo detienen para siempre. Pasé mi examen físico de piloto hace tres semanas. -Sonrió señalando una ciudad al norte-. Allá está Condon. Próxima parada, Lonerock. Sede de la futura Casa Blanca Oeste de Estados Unidos.

Cruzaron un camino rural de grava y Dave viró bruscamente para seguirlo, bajando a quince metros. No había tráfico. Maltrechos postes telefónicos bordeaban el lado izquierdo del camino, dando la impresión de haber estado allí desde siempre. No había árboles; las cercas de alambre de púas no estaban sujetas con postes, sino con pedazos de chatarra.

El Huey sobrevoló el borde de un desfiladero. En unos segundos pasaron de estar a quince metros de altura sobre un camino de grava a doscientos cincuenta metros sobre un valle oculto donde un arroyo atravesaba alamedas y donde los campos se hallaban preñados de trigo y hierba invernal. En el centro del valle sobresalía un pueblo fantasma. Aquí y allá un tejado de hojalata asomaba entre las ramas desnudas o el follaje otoñal, y en un lugar asomaba un campanario de iglesia. Baedecker reparó en una vieja escuela que miraba hacia el oeste desde una loma que se erguía sobre el pueblo. Eran apenas las cinco de la tarde, pero era obvio que hacía rato que la sombra tapaba el valle.

Durante unos segundos, Dave inició una zambullida con los rotores casi perpendiculares al suelo. Sobrevolaron una calle Mayor que parecía consistir en cinco edificios abandonados y un herrumbrado surtidor de gasolina. Viraron a la izquierda y pasaron sobre una iglesia blanca cuya torre quedaba empequeñecida por un peñasco que parecía un diente mellado y se elevaba más allá del cementerio.