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– ¡Alto! -gritó Jack cuando Warren se disponía a correr hacia allí, suponiendo que encontraría las escaleras.

– ¿Qué pasa, tío? -preguntó Warren.

– Esto parece el laboratorio -repuso Jack. Se acercó a la puerta de cristal, miró al interior y se quedó estupefacto.

Aunque estaban en pleno corazón de Africa, era el laboratorio más moderno que había visto en su vida. Todos los aparatos parecían flamantes.

– ¡Vamos! -exclamó Laurie-. No tenemos tiempo para curiosear. Tenemos que salir de aquí.

– Es verdad, tío -dijo Warren-. Sobre todo después de pegarle a este tipo de seguridad. Tenemos que salir pitando.

– Id delante -dijo Jack-. Os veré en la piragua.

Warren, Laurie y Natalie intercambiaron miradas de ansiedad.

Jack giró el pomo de la puerta y descubrió que no tenía llave. La abrió y entró.

– ¡Por el amor de Dios! -protestó Laurie. Jack la ponía histérica. Era obvio que su propia seguridad le tenía sin cuidado, pero no tenía derecho a comprometer la de los demás.

– Dentro de un momento, este sitio estará lleno de guardias de seguridad y soldados -dijo Warren.

– Lo sé -repuso Laurie-. Vosotros seguid. Yo procuraré llevarlo a la piragua lo antes posible.

– No podemos dejaros aquí -dijo Warren.

– Piensa en Natalie -sugirió Laurie.

– Tonterías -protestó la susodicha. No soy una mujercita indefensa. Estamos todos juntos en esto.

– Vosotras entrad ahí y procurad razonar con ese loco -dijo Warren-. Yo voy a hacer sonar la alarma contra incendios..,

¿Para qué? -preguntó Laurie.

– Es un viejo truco que aprendí de crío. Cuando estés en un atolladero, crea el mayor caos posible. Así hay más probabilidades de escapar.

– Te tomo la palabra -dijo ella. Hizo una seña a Natalie para que la siguiera y entró en el laboratorio.

Encontraron a Jack conversando amistosamente con una técnica de laboratorio vestida de bata blanca. Era una pelirroja con pecas y sonrisa agradable. Jack ya la había hecho reír.

– Perdón -dijo Laurie, esforzándose por no gritar-. Jack, tenemos que irnos.

– Laurie, quiero presentarte a Rolanda Phieffer -dijo él-. Es de Heidelberg, Alemania.

– ¡Jack! -exclamó Laurie con los dientes apretados.

– Rolanda me estaba contando una historia muy interesante. Al parecer, ella y sus colegas están trabajando con los genes de los antígenos menores de histocompatibilidad. Los extraen de un cromosoma específico en una célula y los insertan en el cromosoma homólogo, en la misma posición, en otra célula.

Natalie, que se había acercado al ventanal que daba a la plaza, regresó rápidamente y dijo:

– La cosa se pone fea. Acaba de llegar un camión lleno de árabes con trajes negros.

En ese momento sonó la alarma contra incendios, que emitía secuencias de tres pitidos ensordecedores, seguidos por una voz grabada: "Fuego en el laboratorio. Por favor, procedan a evacuar el edificio por las escaleras. No usen los ascensores."

– ¡Cielos! -exclamó Rolanda, mirando rápidamente alrededor para decidir qué llevar consigo.

Laurie cogió a Jack por los dos brazos y lo sacudió.

– Jack, sé razonable ¡Tenemos que salir de aquí!

– He descubierto cómo lo hacen -dijo Jack con una sonrisa de astucia.

– ¡Me importa una mierda! -le espetó Laurie-. ¡Vamos!

Corrieron hacia el pasillo, donde de repente habían aparecido muchas personas más. Todos estaban desconcertados y miraban hacia todos lados. Algunos olfateaban el aire y otros hablaban animadamente. Muchos llevaban consigo sus ordenadores portátiles.

La gente se dirigía en masa hacia la escalera, sin excesiva prisa. Jack, Laurie y Natalie se encontraron con Warren, que sujetaba la puerta de incendios. También había conseguido hacerse con varias batas blancas, que distribuyó entre el grupo. Todos se las pusieron encima de la ropa. Por desgracia, eran las únicas personas en el edificio que llevaban pantalones cortos.

– Han creado quimeras con esos simios llamados bonobos -dijo Jack con entusiasmo-. Eso lo explica todo. No me sorprende que los análisis de ADN fueran tan confusos.

– ¿De qué coño habla? -preguntó Warren, irritado.

– No preguntes -respondió Laurie-, o lo animarás a seguir.

– ¿De quién fue la idea de hacer sonar la alarma de incendios?-preguntó Jack-. Es genial.

– De Warren -repuso Laurie-. Al menos hay un ser pensante entre nosotros.

La escalera de incendios salía a un aparcamiento por el lado norte. La gente se congregaba en pequeños grupos, miraba el edificio y conversaba. Hacía un calor sofocante, pues brillaba el sol y el suelo del aparcamiento estaba alquitranado. Se oyó el aullido de una sirena de bomberos, procedente del noreste.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Laurie-. Es un alivio haber llegado hasta aquí. No creía que fuera tan fácil salir del edificio.

– Vamos a la calle y giremos a la izquierda -dijo Jack, señalando- Podemos dar un rodeo por el oeste y regresar a la costa.

– ¿Dónde están los soldados? -preguntó Laurie.

– ¿Y los árabes? -añadió Natalie.

– Supongo que estarán buscándonos en el hospital -respondió Jack.

– Larguémonos antes de que los empleados del laboratorio vuelvan a entrar en el edificio -dijo Warren.

Evitaron correr para no llamar la atención. Antes de llegar a la calle, todos se giraron para comprobar si los vigilaban.

Pero la gente ni siquiera los miraba. Todo el mundo estaba fascinado con el coche de bomberos que acababa de llegar.

– Todo bien, hasta el momento -dijo Jack.

Warren fue el primero en llegar a la calle. Cuando torcía la esquina hacia el oeste se detuvo en seco y extendió el brazo para atajar a los demás. Dio un paso atrás.

– No podemos ir hacia allí -dijo-. Han cortado la calle.

– ¡Caray! -exclamó Laurie-. Es probable que hayan acordonado toda la zona.

– ¿Recordáis la central eléctrica que vimos? -preguntó Jack. Todos asintieron-. Tiene que estar comunicada con el hospital. Apuesto a que hay un túnel.

– Puede -dijo Warren-. Pero el problema es que no sabemos cómo encontrarlo. Además, no me gusta la idea de volver a entrar. Sobre todo si nos persiguen esos críos con AK-47.

– Entonces crucemos la plaza -sugirió Jack.

– ¿Hacia dónde estaban los soldados? -preguntó Laurie, atónita.

– Bueno, si están aquí, en el hospital, no debería haber problema -dijo Jack.

– Tienes razón -asintió Natalie.

– Claro que también podemos entregarnos y decir que lamentamos lo ocurrido -dijo Jack-. ¿Qué pueden hacernos, aparte de echarnos de aquí? Ya he descubierto lo que venía a averiguar, así que no me molestaría.

– Bromeas -dijo Laurie-. No se contentarán con una simple disculpa. Warren ha golpeado a un tipo de seguridad.

Hemos hecho algo más que entrar sin autorización.

– Bromeaba hasta cierto punto -repuso Jack-. Aquel hombre nos apuntó con una pistola; tenemos una buena excusa.

Además, siempre podemos darles algunos francos franceses.

En este país, todo se soluciona con dinero.

– Pues el dinero no nos sirvió para cruzar la valla -le recordó Laurie.

– De acuerdo, no nos sirvió para entrar -admitió él-, pero me sorprendería que no nos sirviera para salir.

– Tenemos que hacer algo -dijo Warren-. Los bomberos están indicando a la gente que vuelva al edificio. Nos quedaremos aquí solos, con este calor horrible.

– Sí, están entrando -confirmó Jack, que escrutaba el aparcamiento con los ojos entornados debido al fuerte resplandor del sol. Sacó las gafas de sol y se las puso-. Intentemos cruzar la plaza antes de que vuelvan los soldados.

Una vez más, procuraron caminar con calma, como si es tuvieran paseando. Cuando casi habían llegado el césped, notaron una conmoción en las puertas del edificio. Se giraron y vieron a varios árabes vestidos con trajes negros, abriéndose paso entre los técnicos del laboratorio.

Los árabes salieron corriendo al soleado aparcamiento, con las corbatas aleteando sobre las camisas y los ojos entornados. Todos empuñaban pistolas automáticas. Detrás de los árabes aparecieron varios soldados. Agitados, se detuvieron bajo el sol ardiente, jadeando mientras miraban alrededor.

Warren y los demás se quedaron paralizados.

– Esto no me gusta -dijo Warren-. Esos seis tipos tienen armas suficientes para robar el Chase Manhattan.

– Me recuerdan a los Intocables -dijo Jack.

– Yo no le veo la gracia -replicó Laurie.

– Creo que no tenemos más remedio que volver a entrar

– dijo Warren-. Teniendo en cuenta que vamos vestidos como técnicos de laboratorio, se preguntarán qué hacemos aquí.

Antes de que pudieran responder a la sugerencia de Warren, Cameron salió por la puerta, acompañado de dos hombres. Uno de ellos estaba vestido igual que Cameron; era evidente que era otro guardia de seguridad. El otro era más bajo y tenía el brazo derecho paralizado. El también estaba vestido con ropas color caquí, pero sin ninguna de las insignias que llevaban los otros dos.

– Caramba -dijo Jack-. Tengo el pálpito de que nos obligarán a usar la táctica de la disculpa.

Cameron apretaba contra su nariz un pañuelo manchado de sangre, que sin embargo no le obstaculizaba la vista. Localizó al grupo de inmediato y señaló.

– ¡Allí están! -gritó.

Los marroquíes y los soldados rodearon de inmediato a los intrusos. Todas las armas apuntaban a Jack y sus amigos, que levantaron las manos sin que nadie se los ordenara.

– Me pregunto si podría impresionarlos con mi chapa de forense -bromeó Jack.

– ¡No hagas ninguna estupidez! -advirtió Laurie.

Cameron y sus acompañantes cruzaron la calle rápidamente. El cerco de hombres armados se abrió para dejarles paso. Siegfried dio un paso al frente.

– Si hemos causado alguna molestia, les pedimos disculpas… -comenzó Jack.

– ¡Cierre el pico! -gritó Siegfried.

Caminó alrededor del grupo para mirarlos desde todos los ángulos. Cuando regresó al punto de partida, preguntó a Cameron si ésas eran las personas que había encontrado en el hospital.

– Sin ninguna duda -dijo Cameron dirigiendo una mirada fulminante a Warren-. Si me lo permite, señor…

– Desde luego -dijo Siegfried con un ademán condescendiente.

Sin previo aviso, Cameron asestó un puñetazo en la cara de Warren, que sonó como una guía telefónica al caerse al suelo. De inmediato, Cameron dejó escapar un gemido de dolor, se cogió la mano y apretó los dientes. Warren permaneció inmóvil; ni siquiera pestañeó.