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Otro estampido de un trueno, seguido por un súbito chaparrón tropical, sobresaltó a Kevin, que estuvo a punto de perder el equilibrio. Balanceó los brazos frenéticamente hasta que consiguió permanecer de pie y en el sendero previsto.

Con un escalofrío, pensó en lo cerca que había estado de pisar a uno de los bonobos dormidos.

Cuando estaba a apenas tres metros de la entrada, Kevin divisó la bóveda oscura de la selva a sus pies. Los sonidos nocturnos de la jungla se oían ahora por encima de los ronquidos de los bonobos.

Kevin ya estaba lo bastante cerca de la salida para empezar a preocuparse por el descenso por la empinada pared de roca, cuando la suerte lo abandonó. El corazón le dio un vuelco. Una mano le había cogido la pierna. Algo atenazaba su tobillo con tanta fuerza, que se le saltaron las lágrimas. Al mirar hacia abajo, lo primero que vio fue su propio reloj. Era el bonobo número uno.

– ¡Tada! -exclamó el bonobo mientras se ponía en pie de un salto, arrojando a Kevin al suelo en el proceso. Por suerte, esa parte de la cueva estaba cubierta de desperdicios, que amortiguaron la caída. No obstante, Kevin se dio un buen golpe al aterrizar sobre su cadera izquierda.

El grito del bonobo número uno despertó a los demás animales, que se incorporaron de inmediato. Por un instante el caos fue absoluto, hasta que las bestias comprendieron que no corrían peligro alguno.

El bonobo número uno soltó el tobillo de Kevin, sólo para agacharse y cogerlo por los brazos. En una sorprendente demostración de fuerza, levantó a Kevin del suelo y lo sostuvo a la distancia de sus brazos.

Los bonobos emitieron una estridente y furiosa vocalización. Asido por las fuertes garras del animal, Kevin se encogió de dolor.

Al final de su perorata, el bonobo número uno se adentró en las profundidades de la cueva y arrojó a Kevin en la cámara interior. Después de una última reprimenda, regresó a su lecho.

Kevin se sentó con esfuerzo. Había caído nuevamente sobre la cadera, que estaba entumecida. También se había torcido la muñeca y tenía un rasguño en el codo. Pero considerando la forma en que lo había arrojado al aire, había salido mejor parado de lo que había previsto.

Otros gritos retumbaron en la caverna, presumiblemente emitidos por el bonobo número uno, aunque Kevin no podía estar seguro, ya que la oscuridad era total. Se palpó el codo derecho. Sabía que la sustancia pegajosa que lo cubría era sangre.

– ¿Kevin? -susurró Melanie-. ¿Te encuentras bien?

– Tan bien como puede esperarse -respondió Kevin.

– ¡Gracias a Dios! -dijo Melanie-. ¿Qué ha pasado?

– No lo sé -respondió Kevin-. Creí que lo había conseguido; estaba en la salida de la cueva.

– ¿Estás herido? -preguntó Candace.

– Un poco. Pero no me he roto ningún hueso. O eso creo.

– No vimos qué paso -dijo Melanie.

– Mi doble me ha reñido. Por lo menos, así lo interpreto yo. Luego me trajo de vuelta aquí. Me alegro de no haber caído encima de vosotras.

– Lamento haber insistido en que salieras -se disculpó Melanie-. Por lo visto, tenías razón.

– Me alegro de que lo reconozcas. Pero el plan casi funcionó. Estaba tan cerca…

Candace encendió la linterna y cubrió el foco con una mano. Dirigió el haz de luz al brazo de Kevin y le examinó el codo.

– Parece que tendremos que confiar en Bertram Edwards -dijo Melanie. Se estremeció y dejó escapar un suspiro-. Es difícil aceptar que somos prisioneros de nuestras propias creaciones.

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