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Jack le rodeó los hombros con un brazo para tranquilizarla y la condujo a su apartamento.

– Muy bien -dijo después de sentarla en el sofá -. Cuéntame qué pasó.

– Mataron a Tom -sollozó Laurie. Cuando se había recuperado del susto había llorado por su mascota, aunque no había vuelto a hacerlo hasta oír la pregunta de Jack.

– ¿Quiénes? -preguntó Jack.

Laurie se esforzó por dominarse.

– Eran dos hombres, pero yo sólo conocía a uno de ellos -explicó-. Al que me pegó y mató a Tom. Se llama Angelo y todavía tengo pesadillas con él. Tuve un horrible encontronazo con él durante mi batalla contra Cerino. Cría que seguía en prisión; no entiendo cómo o por qué ha salido. Es un tipo horrible, con la cara llena de cicatrices de quemaduras, y estoy segura de que me culpa a mi.

– ¿Entonces su visita fue una venganza? -preguntó Jack.

– No. Vinieron a amenazarme. En sus propias palabras, debo olvidarme del caso Franconi.

– No puedo creerlo. Soy yo quien investiga el caso, no tú.

– Me lo advertiste. Es evidente que con mis pesquisas sobre la desaparición del cuerpo de Franconi he conseguido irritar a los culpables -dijo Laurie-. Supongo que este incidente estará relacionado con mi visita a la funeraria Spoletto

– No me jacto de haber previsto esto -masculló Jack-. La verdad es que creí que tendrías problemas con Bingham, no con la mafia.

– Disfrazaron la amenaza, presentándola como un intercambio de favores -prosiguió Laurie-. Su favor era decirme quién mató a Franconi. De hecho, me apuntaron el nombre.

– Cogió el papel de la mesa de centro y se lo pasó a Jack.

– Vido Delbario leyó Jack. Luego volvió a mirar la cara herida de Laurie. Tenia la nariz y el labio hinchados y uno de sus ojos comenzaba a ponerse morado-. Este caso fue un rompecabezas desde el principio, pero ahora se nos escapa de las manos. Será mejor que me lo cuentes todo.

Laurie contó con detalle todo lo que había pasado desde que había entrado por la puerta hasta que había telefoneado a Jack. Incluso le explicó por qué no había llamado a la policía.

El asintió.

– Lo entiendo -dijo-. Ya no podian hacer gran cosa.

– ¿Qué voy a hacer? -preguntó Laurie, aunque no esperaba una respuesta.

– Déjame examinar la puerta de incendios.

Laurie lo condujo a la cocina y la despensa.

– ¡Guau! -exclamó él. Puesto que había múltiples cerrojos, al intentar abrir la puerta habían partido el marco-. No te quedarás aquí esta noche.

– Supongo que podría ir a casa de mis padres.

– Vendrás a mi casa. Yo dormiré en el sofá.

Laurie lo miró a los ojos y no pudo menos de preguntarse si la súbita invitación reflejaba algo más que un simple interés por su seguridad.

– Coge tus cosas le ordenó Jack-. Y piensa que estarás fuera unos cuantos días. Habrá que cambiar la puerta.

– Detesto tocar este tema, pero tengo que hacer algo con el pobre Tom.

Jack se rascó la nuca.

– ¿Tienes una pala?

– Sólo una pequeña de jardinería ¿Por qué ¿Qué estás pensando?

– Podemos enterrarlo en el jardín -propuso Jack.

– En el fondo eres un sentimental, ¿no?

– Sé lo que es perder a un ser querido -respondió él con voz ahogada. Por un doloroso instante, recordó el momento en que lo habían telefoneado para informarle que su esposa y su hija habían muerto en un accidente de avión.

Mientras Laurie empacaba algunas cosas, Jack se paseaba de un extremo al otro de la habitación, tratando de aclarar su mente.

– Tendremos que hablar con Lou -dijo- y darle el nombre de Vido Delbario.

– Estaba pensando lo mismo -contestó Laurie desde el vestidor-. ¿Crees que deberíamos llamarlo esta misma noche?

– Si, así tendrá tiempo para hacer planes. Lo llamaremos desde mi casa. ¿Tienes su número particular?

– Si.

– ¿Sabes? Este incidente es inquietante no sólo por la cuestión de la seguridad -dijo él-. Reafirma mis sospechas de que la mafia está involucrada en los trasplantes ilegales. Puede que hayan montado una especie de mercado negro de órganos.

Laurie salió del vestidor con un bolso.

– Pero ¿cómo es posible que se realizara un trasplante si Franconi no tomaba inmunosupresores? Y no olvides los extraños resultados de los análisis de ADN.

Jack suspiró.

– Tienes razón -admitió-. No tiene sentido.

– Puede que Lou le encuentre alguno.

– Eso si estaría bien. Entretanto, este episodio hace que la idea del viaje a Africa se me antoje aún más atractiva.

Laurie se detuvo en seco camino del cuarto de baño.

– ¿De qué hablas? -preguntó.

– No he tenido ninguna experiencia personal con el crimen organizado -repuso Jack-, pero si con las bandas callejeras, y aprendí la similitud de la peor manera posible. Cuando alguno de estos grupos se propone matarte, la policía no puede protegerte a menos que se comprometa a vigilarte las veinticuatro horas del día. El problema es que no tienen suficiente personal. Así que seria conveniente que los dos nos marcháramos de la ciudad durante un tiempo. Puede que mientras tanto Lou consiga resolver este embrollo.

– ¿Quieres decir que yo iría contigo? -De repente, la idea de ir a Africa había adquirido un cariz diferente. Nunca había estado allí, y podría resultar interesante. Incluso divertido.

– Será como unas vacaciones forzadas -dijo él. Claro que Guinea Ecuatorial no es un destino selecto, pero será… bueno, diferente. Y puede que descubramos qué hace GenSys allí y por qué viajó Franconi.

– Mmm. La idea comienza a gustarme.

Cuando Laurie terminó de preparar sus cosas, ambos llevaron la caja de poliestireno con los restos de Tom al jardín trasero. El descubrimiento casual de un pico oxidado les facilitó la tarea; cavaron un foso al fondo del jardín, donde la tierra estaba más blanda, y depositaron a Tom en el interior.

– ¡Caray! -protestó Jack mientras sacaba el bolso de Laurie por la puerta principal del edificio-. ¿Qué has metido aquí?

– Me dijiste que empacara para varios días -respondió Laurie a la defensiva.

– Pero no era necesario que trajeras tu colección de bolos.

– Son los cosméticos. No los tengo en tamaño de viaje.

Cogieron un taxi en la Primera Avenida y, de camino a casa de Jack, se detuvieron en una librería de la Quinta Avenida. Mientras Jack esperaba en el taxi, Laurie corrió al interior a comprar una guía de Guinea Ecuatorial. Por desgracia no había ninguna y tuvo que contentarse con una de Africa Central.

– El dependiente se rió de mí cuando le pedí una guía de Guinea Ecuatorial -dijo Laurie.

– Otra prueba de que no es un destino de primera.

Ella rió y le dio un pequeño apretón en el brazo.

– No te he dado las gracias por venir -dijo-. Ha sido todo un detalle por tu parte y ya me siento mucho mejor.

– Me alegro.

Una vez en el edificio de Jack, éste se las vio y se las deseó para subir el bolso de Laurie por las escaleras llenas de trastos. Tras una serie de exagerados gemidos y gruñidos, Laurie le preguntó si quería que lo hiciera ella. Jack le respondió que su castigo por cargar tanto el bolso consistia en oírlo protestar.

Cuando por fin llegó junto a la puerta de su apartamento, buscó la llave, la metió en la cerradura y giró.

– Mmm -dijo-. No recuerdo haber cerrado con dos vueltas.

Giró la llave otra vez y empujó la puerta. Como estaba oscuro, tomó la delantera para encender la luz. Laurie lo siguió y chocó con él cuando se detuvo en seco.

– Adelante, encienda la luz -dijo una voz.

Jack obedeció. Las siluetas que había vislumbrado segundos antes pertenecían a un par de hombres vestidos con abrigos largos y oscuros. Estaban sentados en el sofá, mirando hacia la puerta.

– ¡Dios mío -exclamó Laurie-. ¡Son ellos!

Franco y Angelo se habían puesto cómodos, igual que en casa de Laurie. También habían cogido un par de cervezas.

Las botellas a medio beber estaban sobre la mesita auxiliar, junto a la pistola con silenciador. Habían colocado una silla en el centro de la estancia, frente al sofá.

– Supongo que usted será el doctor Jack Stapleton -dijo Franco.

Jack asintió mientras comenzaba a pensar desesperadamente en la forma de salir del apuro. Sabía que la puerta seguía entreabierta a su espalda. Se maldijo por no haber sospechado nada al encontrar dos vueltas de llave. Había salido de su casa con tanta prisa que no recordaba cómo había cerrado.

– No haga ninguna tontería-advirtió Franco, como si leyera sus pensamientos-. No nos quedaremos mucho rato. Si hubiéramos sabido que la doctora Montgomery iba a venir aquí, nos habríamos ahorrado el viaje hasta su casa, por no mencionar la molestia de tener que repetir el mensaje.

– ¿Por qué necesitan recurrir a las amenazas? ¿Qué temen que descubramos? -preguntó Jack.

Franco sonrió y miró a Angelo.

– ¿Has oído a este tipo? Cree que nos hemos tomado tantas molestias para entrar aquí sólo para responder a sus preguntas.

– Es una falta de respeto -dijo Angelo.

– ¿Qué tal si coge otra silla para la señorita, doctor? -dijo Franco a Jack-. Así charlaremos un momento y nos largaremos.

Jack no se movió. Pensaba en la pistola que había sobre la mesita auxiliar y en la posibilidad de que alguno de los dos matones todavía estuviera armado. Mientras hacía acopio de valor, reparó en que los dos hombres estaban más bien delgados. No parecían en plena forma

– Perdone, doctor -dijo Franco-. ¿No me ha oído?

Antes de que Jack pudiera responder, oyó una conmoción a su espalda y alguien lo empujó hacia un lado. Otra persona gritó:

– ¡Que nadie se mueva!

Tras un instante de confusión, Jack vio que tres afroamericanos armados con ametralladoras habían irrumpido en su apartamento. Las armas apuntaban con firmeza a Franco y Angelo. Los recién llegados vestían ropas de deporte y Jack los reconoció en el acto. Eran Flash, David y Spit, sudorosos a causa del reciente partido de baloncesto.

Habían pillado a Franco y Angelo por sorpresa, y los dos matones permanecieron paralizados en su sitio, con los ojos abiertos como platos. Acostumbrados a estar del otro lado de las armas, sabían que no debían moverse.

Por unos instantes reinó un silencio absoluto. Luego entró Warren, pavoneándose:

– Eh, doctor, guardarte las espaldas se ha convertido en un trabajo a tiempo completo, ¿sabes lo que quiero decir?

Y debo reñirte por ensuciar el barrio con esta basura blanca.