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Raymond consultó el reloj de pulsera mientras abría la puerta de la consulta del doctor Daniel Levitz, en la Quinta Avenida. Eran las dos y cuarenta y cinco. Raymond había llamado al médico tres veces poco después de las once de la mañana, pero no había conseguido hablar con él. En cada ocasión, la recepcionista le había prometido que el doctor respondería a su llamada, pero no lo había hecho. En su estado de agitación, a Raymond le pareció una descortesía inadmisible, y puesto que la consulta de Levitz estaba a la vuelta de la esquina de su apartamento, prefirió ir directamente a telefonear otra vez.

– Doctor Raymond Lyons -anunció a la recepcionista con tono autoritario-. Vengo a ver al doctor Levitz.

– Sí, doctor Lyons -repitió la recepcionista, que tenía el mismo aire refinado y sereno de la recepcionista del doctor Anderson-. Creo que no lo tengo en mi lista de visitas. ¿El doctor lo espera?

– No exactamente -respondió Raymond.

– Bueno, le informaré de que se encuentra aquí -repuso la recepcionista sin comprometerse.

Raymond se sentó en la abarrotada sala de espera. Cogió

una de las revistas típicas de los consultorios médicos y la

hojeó sin concentrarse en las im genes. Su nerviosismo aho ra rayaba en crispación y se preguntó si había cometido un error al presentarse en la consulta.

Comprobar el estado del otro paciente de trasplante había sido muy sencillo. Raymond había telefoneado al médico de Dallas, y éste le había asegurado que el hombre a quien habían trasplantado un riñón, un distinguido ejecutivo local, evolucionaba perfectamente y no era probable que necesitara una autopsia en un futuro próximo. Antes de colgar, el médico le había prometido informarle de cualquier cambio en la situación.

Pero puesto que el doctor Levitz no había devuelto sus llamadas, Raymond no tenía noticias del segundo caso. Paseó la vista por la estancia, que estaba tan lujosamente decorada como la del doctor Anderson, con originales al óleo, las paredes pintadas de color burdeos y los suelos tapizados con alfombras orientales. Los pacientes que aguardaban eran obviamente ricos, a juzgar por su indumentaria, sus modales y sus joyas.

A medida que pasaban los minutos, la irritación de Raymond crecía. La evidente prosperidad del doctor Levitz era un elemento agravante, pues le recordó a Raymond la injusticia de que le retiraran la licencia médica y lo dejaran en una cuerda floja legal sólo porque lo habían pillado inflando las facturas de una mutualidad médica.

Sin embargo, allí estaba el doctor Levitz, en todo su esplendor, aunque debía la mayor parte de sus ingresos a unos cuantos miembros de la mafia. Era evidente que se trataba de dinero sucio. Y para colmo, Raymond estaba seguro de que Levitz también inflaba las facturas de las mutualidades. Joder, todo el mundo lo hacía.

Apareció una enfermera y carraspeó. Raymond se adelantó en su asiento con expectación. Pero la enfermera pronunció otro nombre. Cuando el paciente se levantó, dejó las revistas y desapareció en la consulta, Raymond volvió a arrellanarse en el sofá, echando humo por las orejas. La sensación de que se encontraba a merced de esa gentuza hizo que Raymond anhelara aún más la seguridad económica. Con el programa de "dobles" estaba muy cerca. No podía permitir que el negocio se echara a perder por un problema tonto, imprevisto y fácilmente remediable.

Cuando por fin lo hicieron pasar al santuario del doctor Levitz, ya eran las tres y cuarto. Levitz era un hombrecillo enjuto, semicalvo y con múltiples tics nerviosos. Lucía un bigote, aunque éste era ralo y decididamente poco varonil.

Raymond siempre se preguntaba qué tenía aquel hombre para inspirar tanta confianza a sus pacientes.

– Ha sido un día de mucho trajín-se excusó Levitz-. No esperaba verlo por aquí.

– Yo tampoco tenía previsto pasar, pero como no respondió a mis llamadas, no tuve otra elección.

– ¿Sus llamadas? -preguntó Daniel. No sabía que hubiera llamado. Tendré que darle un tirón de orejas a mi recepcionista. Hoy día es muy difícil encontrar personal competente.

Raymond sintió la tentación de decirle que cortara el rollo, pero se contuvo. Después de todo, por fin podía hablar con él, y no resolvería nada con un enfrentamiento. Además, por mucho que lo irritara la personalidad de Daniel Levitz, debía reconocer que había sido un reclutamiento rentable.

Había conseguido doce clientes y cuatro médicos para el proyecto.

– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó Daniel y sacudió la cabeza varias veces de manera desconcertante, como era habitual en él.

– En primer lugar, quiero agradecerle su ayuda de la otra noche -dijo Raymond-. En las más altas esferas, consideraron que el problema era una auténtica emergencia. La publicidad en estos momentos hubiera significado el fin del programa.

– Me alegro de haber sido útil -respondió Daniel. Y también de que el señor Vincent se prestara a ayudar para conservar su inversión.

– Hablando del señor Dominick -dijo Raymond-, el otro día me hizo una visita inesperada.

– Espero que fuera cordial -repuso Levitz, que conocía las actividades de Dominick, así como su personalidad, y sabía que la extorsión no era ajena a sus métodos.

– Sí y no -dijo Raymond-. Insistió en darme detalles que yo no quería conocer y luego solicitó que lo eximiéramos de la cuota durante dos años.

– Podría haber sido peor. ¿Qué incidencia tiene eso en mi porcentaje?

– El porcentaje continúa igual -respondió Raymond-.

Aunque un porcentaje de nada es nada.

– ¡De modo que los ayudo y me castigan! -exclamó Daniel. ¡Es una injusticia!

Raymond guardó silencio. No había pensado en la pérdida de Daniel sobre la cuota de Dominick, aunque era algo que tendría que afrontar tarde o temprano. En aquellos momentos no quería tener problemas con el médico.

– Tiene razón -concedió Raymond-. Discutiremos este asunto muy pronto. Pero en este momento me preocupa otra cosa. ¿En qué estado se encuentra Cindy Carlson?

Cindy Carlson era una muchacha de dieciséis años, hija de Albright Carlson, un pez gordo de Wall Street famoso por sus trapicheos en la bolsa. Daniel había reclutado a Albright y a su hija como clientes. En su infancia, la hija había padecido una glomerulonefritis. La enfermedad había empeorado durante la pubertad de la niña, provocando una insuficiencia renal. En consecuencia, Daniel tenía el número más alto no sólo de clientes, sino también de trasplantados: Carlo Franconi y Cindy Carlson.

– Evoluciona bien -respondió Daniel-. Al menos desde el punto de vista físico. ¿Por qué lo pregunta?

– Este asunto de Franconi me ha hecho tomar conciencia de la fragilidad del proyecto -reconoció Raymond-. Quiero asegurarme de que no queden cabos sueltos.

– No se preocupe por los Carlson -replicó Daniel-. No nos crearán ningún problema. No podrían estar más agradecidos. De hecho, la semana pasada Albright mencionó la posibilidad de llevar a su esposa a las Bahamas para que le extraigan médula ósea. Pronto será cliente nuestra.

– Eso es alentador-admitió Raymond-. Siempre viene bien un cliente nuevo. Pero lo que me preocupa en este momento no es la demanda por nuestros servicios. Desde el punto de vista económico no podría irnos mejor. Hemos superado todas las previsiones. Lo que me inquieta son los imprevistos, como el caso de Franconi.

Daniel asintió con la cabeza e hizo otro movimiento espasmódico.

– Todo tiene sus riesgos -dijo con aire filosófico-. Así es la vida.

– Pero cuanto más bajo sea el nivel de riesgos mejor me sentiré -repuso Raymond-. Cuando le pregunté por el estado de Cindy Carlson, usted dijo que se encontraba físicamente bien. ¿Por qué?

– Porque mentalmente está como una regadera -respondió Daniel.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Raymond. Una vez más su pulso se aceleró.

– Es normal que la cría esté un poco loca con un padre como Albright Carlson -dijo Daniel. Añada a eso la tensión de una enfermedad crónica. No estoy seguro de que ésta haya contribuido a su obesidad, pero lo cierto es que a la joven le sobran unos cuantos kilos. Eso ya es duro para cualquiera, pero mucho más para una adolescente. La joven sufre una comprensible depresión.

– ¿Qué grado de depresión? -preguntó Raymond.

– El suficiente para intentar suicidarse en dos ocasiones -respondió Raymond-. Y no fueron reclamos de atención pueriles, sino intentos serios. No lo consiguió porque la descubrieron de inmediato, y porque la primera vez tomó pastillas y la segunda trató de ahorcarse. Si hubiera tenido una pistola, sin duda ahora estaría muerta.

Raymond soltó un gruñido.

– ¿Qué pasa? -preguntó Daniel.

– A todos los suicidas se les practica una autopsia -dijo Raymond.

– No lo había pensado -admitió Daniel.

– Precisamente me refería a esa clase de cabos sueltos.

¡Maldita sea! ¡Qué mala suerte!

– Lamento ser mensajero de malas noticias -dijo Daniel.

– No es culpa suya -respondió Raymond-. Lo importante es que sepamos dónde estamos y reconozcamos que no podemos quedarnos sentados esperando que suceda una catástrofe.

– No creo que tengamos elección -dijo Daniel.

– ¿Y qué me dice de Vincent Dominick? -preguntó Raymond-. Nos ha ayudado una vez, y con un hijo enfermo, sin duda tiene especial interés en el futuro de nuestro programa.

El doctor Daniel Levitz miró fijamente a Raymond.

– ¿No estará sugiriendo…? -Raymond no respondió-. No; yo me planto aquí -dijo Daniel y se puso en pie-. Lo siento, pero tengo la sala de espera llena de pacientes.

– ¿No podría llamar a Dominick y consultarlo? -preguntó Raymond.

– De ninguna manera -respondió Daniel. Aunque atienda a algunos individuos relacionados con la mafia, nunca me involucro personalmente en sus asuntos.

– Pero usted nos ayudó con Franconi -protestó Raymond.

– Franconi era un cadáver congelado en el depósito.

– Entonces deme el número de teléfono de Dominick. Lo llamaré personalmente. Y también necesitaré la dirección de los Carlson.

– Hable con mi recepcionista. Dígale que es un amigo personal.

– Gracias -dijo Raymond.

– Pero recuerde -advirtió Daniel-, pase lo que pase entre usted y Vinnie Dominick, me merezco y quiero los porcentajes que me corresponden.

Al principio la recepcionista se resistió a darle a Raymond el número de teléfono y las direcciones que solicitaba, pero tras una breve conversación telefónica con su jefe, lo hizo.