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– ¿Qué te hace pensar que la mafia está detrás de este asunto? -preguntó Jack.

– No hay que ser un genio para adivinarlo. -Laurie levantó una mano al divisar un taxi, pero éste pasó de largo sin disminuir la velocidad-. Franconi iba a testificar como parte de un trato con la oficina fiscal. Los peces gordos de la organización de Vaccaro se enfadaron, se asustaron o ambas cosas.

La historia de siempre.

– Y lo mataron -concluyó Jack. Pero ¿por qué iban a llevarse el cadáver?

Ella se encogió de hombros.

– No puedo pensar como un mafioso -dijo-. No sé para qué querían el cuerpo. Puede que para privarlo de un funeral decente. O quizá temieran que la autopsia revelara alguna pista sobre la identidad del asesino. No lo sé. Pero la razón es lo de menos.

– Yo tengo la impresión de que podría ser importante.

Y creo que al involucrarte en este asunto te metes en tierras movedizas.

– Es posible -admitió Laurie y volvió a encogerse de hombros-. Esta clase de asunto me atrae. Supongo que el problema es que en este momento mi trabajo es lo más importante de mi vida.

– Ahí viene un taxi libre -dijo Jack, evitando responder al último comentario de Laurie. Había captado la indirecta y no quería entrar en una discusión personal.

El trayecto hasta el cruce de la Quinta Avenida y la calle Treinta fue corto. Laurie bajó del taxi y se sorprendió al ver que Jack la seguía.

– No es preciso que me acompañes -dijo.

– Ya lo sé. Pero iré de todos modos. Por si no lo has adivinado, me preocupas.

Jack se inclinó hacia el interior del vehículo y pagó al taxista.

Mientras caminaban entre los coches fúnebres del depósito, Laurie volvió a insistir en que su presencia no era necesaria. Entraron en el edificio por la puerta de la calle Treinta.

– ¿No dijiste que te esperaba la cama?

– Que siga esperando -repuso Jack-. Después de la historia de Lou sobre cómo te sacaron de aquí en ataúd, creo que debo acompañarte.

– Esa fue una situación totalmente distinta.

– ¿Ah, sí? Había mafiosos, igual que ahora.

Laurie iba a continuar protestando, pero el comentario de Jack la hizo pensar. Debía admitir que había cierto paralelismo entre las dos situaciones.

La primera persona que vieron fue el vigilante de seguridad de la noche, que estaba sentado en su pequeño cubículo.

Carl Novak era un agradable anciano de pelo cano, que parecía haber encogido dentro de un uniforme que era al menos dos tallas más grande de lo necesario. Estaba jugando al solitario, pero alzó la vista cuando Laurie y Jack pasaron junto a su ventana y se detuvieron en la puerta.

– ¿En qué puedo servirles? -preguntó Carl. Entonces reconoció a Laurie y se disculpó por no haberlo hecho antes.

Ella le preguntó si estaba informado de la desaparición del cadáver de Carlo Franconi.

– Desde luego -repuso Carl. El jefe de seguridad, Robert Harper, me llamó a casa. Estaba furioso y me hizo toda clase de preguntas.

Laurie no tardó en descubrir que Carl no podía arrojar ninguna luz sobre el misterio. Insistió en que no había sucedido nada fuera de lo normal. Habían entrado y salido cadáveres, como todas las noches del año. Reconoció que había abandonado su puesto dos veces para ir al lavabo. Pero aclaró que en ambas ocasiones había estado ausente pocos minutos y había informado al asistente del depósito, Mike Passano.

– ¿Y qué hay de las comidas?

Carl abrió el cajón del archivador metálico y sacó una fiambrera herméticamente cerrada.

– Como aquí -dijo.

Laurie le dio las gracias y siguió andando. Jack la siguió.

– Este sitio tiene un aspecto distinto por la noche -observó mientras cruzaban el amplio pasillo que conducía a los compartimientos frigoríficos y la sala de autopsias.

– Sin el trajín del día, es bastante siniestro -admitió Laurie.

Se asomaron a la oficina del depósito y encontraron a Mike Passano ocupado con unas fichas de ingreso. Acababan de traer un cadáver que la guardia costera había pescado en el mar. Mike intuyó que no estaba solo y alzó la vista.

El asistente rondaba la treintena, hablaba con un marcado acento de Long Island y tenía todo el aspecto de un italiano del sur. Era un hombre de constitución pequeña y cara redonda, con el cabello, la piel y los ojos oscuros. Ni Jack ni Laurie habían trabajado con él, pero lo habían visto en múltiples ocasiones.

– ¿Han venido a ver el cadáver que apareció en el agua? -preguntó Mike.

– No -contestó Jack-. ¿Hay algún problema?

– Ninguno. Sólo que está en un estado lamentable.

– Hemos venido a hablar de lo de anoche -dijo Laurie.

– ¿Qué pasa con lo de anoche? -preguntó Mike.

Ella repitió las preguntas que le había formulado a Carl.

Para su sorpresa, Mike se enfadó rápidamente. Laurie estaba a punto de decir algo al respecto, cuando Jack la cogió del brazo y la empujó suavemente hacia el pasillo.

– Tranquila -sugirió Jack cuando Mike no pudo oírlos.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó Laurie-. No he dicho nada que pueda molestarle.

– No soy un experto en política laboral ni en relaciones públicas, pero Mike parece estar a la defensiva. Si quieres sacarle información, tendrás que tener en cuenta ese detalle y proceder con tacto.

Laurie reflexionó un instante y luego asintió.

– Puede que tengas razón.

Regresaron a la oficina del depósito, pero antes de que Laurie dijera nada, Mike les espetó:

– Por si no lo saben, el doctor Washington me telefoneó esta mañana y me despertó para hablarme de este asunto. Me leyó la cartilla. Pero anoche yo hice el trabajo de costumbre, y por supuesto que no tuve nada que ver con la desaparición del cadáver.

– Lo siento. En ningún momento he pretendido sugerir lo contrario -se disculpó Laurie-. Lo único que he dicho es que el cuerpo desapareció durante su turno. Eso no quiere decir que sea responsable de ello.

– Suena más o menos así -dijo Mike-. Yo era la única persona que estaba aquí, aparte de los de seguridad y los porteros.

– ¿Ocurrió algo fuera de lo común? -preguntó ella.

Mike negó con la cabeza.

– Fue una noche tranquila. Entraron dos cuerpos y salieron otros dos.

– ¿Qué me dice de los cuerpos que ingresaron? ¿Los trajo el personal de aquí?

– Sí. En nuestros coches. Jeff Cooper y Peter Molina. Los dos cadáveres procedían de hospitales locales.

– ¿Y los dos cuerpos que salieron?

– ¿Qué pasa con ellos?

– ¿Quién vino a recogerlos?

Mike cogió del escritorio el libro de registros del depósito y los abrió. Siguió una columna con el dedo índice y de repente se detuvo.

– Funeraria Spoletto, de Ozone Park, y Pompas Fúnebres Dickson, de Summit, Nueva Jersey.

– ¿Cómo se llamaban los muertos? -preguntó Laurie.

Mike consultó el libro.

– Frank Gleason y Dorothy Kline. Sus números de admisión son el 400385 y el 101455. ¿Algo más?

– ¿Esperaban que vinieran de esas funerarias?

– Sí, desde luego -afirmó Mike-. Llamaron antes, como de costumbre.

– ¿De modo que lo tenía todo preparado?

– Claro -respondió Mike-. Los papeles estaban listos.

Sólo tenían que firmar.

– ¿Y los cadáveres?

– Estaban en el compartimiento frigorífico -dijo Mike-. En camillas.

Laurie miró a Jack.

– ¿Se te ocurre alguna otra pregunta?

El se encogió de hombros.

– Creo que hemos cubierto lo esencial, excepto la parte en que Mike estuvo fuera de la planta.

– ¡Claro! -dijo Laurie. Se volvió hacia Mike y añadió-: Carl nos dijo que anoche fue al lavabo un par de veces y le avisó. ¿Usted también le avisa a él cuando tiene que dejar su puesto?

– Siempre -aseguró Mike-. A menudo somos las únicas dos personas aquí, y alguien tiene que vigilar la puerta.

– ¿Anoche estuvo fuera del despacho mucho tiempo? -preguntó Laurie.

– No. No más de lo habitual. Un par de escapadas al lavabo y media hora para comer en la segunda planta. Ya les he dicho que fue una noche normal.

– ¿Y qué hay de los porteros? ¿Estaban por aquí?

– Durante mi turno, no -dijo Mike-. Por lo general, limpian a última hora de la tarde, y el equipo de la noche se queda arriba a menos que pase algo fuera de lo corriente.

Laurie pensó si se le quedaba alguna pregunta en el tintero, pero no se le ocurrió ninguna.

– Gracias, Mike -dijo.

– De nada.

Laurie se dirigió a la puerta, pero se detuvo a mitad de camino. Se volvió y preguntó:

– Por casualidad, ¿tuvo ocasión de ver el cadáver de Franconi?

Mike vaciló un momento antes de reconocer que lo había hecho.

– ¿En qué circunstancias?

– Por lo general, antes de empezar mi turno, Marvin, el técnico de la tarde, me pone al corriente de la situación. Estaba algo nervioso con el caso Franconi, por la presencia de la policía y por la reacción de la familia. Bueno, la cuestión es que me enseñó el cuerpo.

– Y cuando lo vio, ¿estaba en el compartimiento ciento once?

– Sí.

– Dígame, Mike, ¿cómo cree que desapareció el cadáver?

– No tengo la más remota idea-repuso Mike-. A menos que haya salido andando. -Rió, pero enseguida se detuvo, avergonzado-. No pretendo bromear con este asunto. Estoy tan desconcertado como todos. Lo único que sé es que de aquí sólo salieron dos cuerpos, los mismos cuya salida registré yo personalmente.

– ¿Y no volvió a ver a Franconi después de que Marvin se lo enseñara?

– Claro que no -respondió Mike-. ¿Para qué iba a hacerlo?

– No lo sé -respondió Laurie-. Por casualidad, ¿sabe dónde están los conductores de los furgones?

– Arriba, en el comedor. Siempre están allí.

Laurie y Jack subieron al ascensor. Mientras subían, ella notó que a él se le cerraban los ojos.

– Pareces cansado -comentó.

– Normal. Lo estoy -respondió Jack.

– ¿Por qué no te vas a casa?

– Si me he quedado hasta ahora, creo que seguiré hasta el final.

La brillante luz de los fluorescentes del comedor los deslumbró. Encontraron a Jeff y a Pete sentados ante una mesa junto a las máquinas expendedoras, leyendo el periódico mientras comían patatas fritas. Vestían arrugados monos azules con el distintivo de Health and Hospital Corporation en las mangas. Ambos llevaban el cabello recogido en sendas coletas.

Laurie se presentó, explicó que estaba interesada en el cuerpo desaparecido y preguntó si la noche anterior alguno de los dos había notado algo fuera de lo común, sobre todo en relación con los dos cadáveres que habían ingresado.