Se quedó en mitad del suelo con el abrigo y la bufanda puestos, las manos en las caderas, mirando a su alrededor con una expresión irritada. Seguía siendo guapa, los pómulos salidos, la piel translúcida, fina como el papel. Yo siempre admiré en particular su perfil ático, con la nariz formando una línea de marfil tallado cayendo en vertical desde la frente.

– ¿Sabes lo que es? -dijo con amarga vehemencia-. Es inapropiado, eso es lo que es.

Aparté rápidamente la mirada por temor a que mis ojos me delataran; los ojos de uno son siempre los de otro, el enano loco y desesperado agazapado en el interior. Sabía a qué se refería. Era algo que no debía haberle ocurrido, que no debería habernos ocurrido. Nosotros no éramos de ésos. La desdicha, la enfermedad, la muerte prematura, esas cosas les pasan a la buena gente, a los humildes, a la sal de la tierra, no a Anna, ni a mí. En mitad del avance imperial que era nuestra vida juntos, un sonriente bribón había salido de la multitud que nos vitoreaba, y, esbozando una parodia de una reverencia, le había entregado a mi trágica reina la orden de arresto.

Puso el hervidor al fuego y hurgó en un bolsillo de su abrigo hasta encontrar las gafas y se las puso, colocándose la cadena en la nuca. Comenzó a sollozar, puede que distraídamente, sin hacer ruido. Avancé torpemente hacia ella para abrazarla, pero ella reculó bruscamente.

– ¡Por amor de Dios, no montes el número! -me soltó-. Después de todo, soy yo la que se está muriendo.

El hervidor comenzó a bullir y se apagó, y el agua que se agitaba en su interior se tranquilizó con un ruido malhumorado. Me quedé maravillado, y no por primera vez, ante la cruel complacencia de los objetos cotidianos. Pero no, ni cruel, ni complacencia, sólo indiferencia, ¿cómo iba a ser de otro modo? En lo sucesivo tendría que tratar a las cosas como son, no como me las imaginaba, pues ésta era una nueva versión de la realidad. Cogí la tetera y el té, e hicieron ruido, pues me temblaban las manos, pero ella dijo que no, había cambiado de opinión, era coñac lo que quería, coñac y un cigarrillo, ella no fumaba, y casi nunca bebía. Me lanzó la apagada mirada iracunda de un niño desafiante, quedándose junto a la mesa, con el abrigo puesto. Había dejado de llorar. Se quitó las gafas y las dejó caer. Quedaron colgándole de la cadena, bajo la garganta, y se frotó los ojos con la base de las manos. Encontré una botella de coñac, y temblando le serví una medida en un vaso, y el cuello de la botella y el borde del vaso castañetearon uno contra el otro como dientes. En la casa no había cigarrillos, ¿adónde iba a ir yo para conseguirlos? Dijo que no importaba, que tampoco quería fumar de verdad. El hervidor de acero resplandecía, y una lenta columna de vapor brotaba del pitorro, sugiriendo vagamente un genio y su lámpara. Oh, concédeme un deseo, sólo el más importante.

– Quítate al abrigo, al menos -dijo.

Pero ¿por qué al menos? Hay que ver cómo es el discurso humano.

Le di el vaso de coñac, pero se lo quedó en la mano, sin beberlo. La luz que llegaba de la ventana, a mi espalda, se reflejaba en las lentes de sus gafas, colgándole ante la clavícula, provocando el misterioso efecto de que tenía delante, bajo la barbilla, una miniatura de ella con la mirada gacha. De repente se le aflojó el cuerpo y se dejó caer pesadamente en una silla, extendiendo los brazos sobre la mesa, ante ella, en un extraño gesto de apariencia desesperada, como si le suplicara a otra persona invisible que sostuviera una opinión contraria. El vaso que tenía en la mano se volcó sobre la madera y derramó la mitad de su contenido. La contemplé impotente. Durante un vertiginoso segundo se apoderó de mí la idea de que ya nunca más sabría qué decirle, de que seguiríamos así, en esa penosa inexpresividad, hasta el final. Me incliné y le besé la pálida zona de la coronilla del tamaño de una moneda de seis peniques donde su pelo, oscuro, brotaba en espiral. Durante un momento levantó la cara hacia mí con una mirada de odio.

– Hueles a hospital -me dijo-. Y debería ser yo quien oliera.

Le quité el vaso de la mano y me lo llevé a los labios y apuré de un trago lo que quedaba de ese abrasador coñac. Comprendí cuál era el sentimiento que me había estado acechando desde que aquella mañana pusiera el pie dentro de la cegadora luz de la consulta del señor Todd. Era vergüenza. Anna también la sentía, estaba seguro. Vergüenza, sí, una sensación de pánico de no saber qué decir, dónde mirar, cómo comportarte, y también otra cosa que no era del todo cólera sino una suerte de hosca irritación, un hosco resentimiento ante la apurada situación en que tristemente nos encontrábamos. Era como si nos hubieran revelado un secreto tan sucio, tan desagradable, que casi no pudiéramos soportar la compañía del otro, aunque sin ser capaces de separarnos, los dos sabiendo esa cosa nauseabunda que el otro sabía y unidos por ese mismo conocimiento. A partir de ese día todo sería disimulo. No habría otra manera de vivir con la muerte.

Anna seguía sentada, erguida, a la mesa, sin mirarme, los brazos extendidos con las manos inertes, las palmas extendidas hacia arriba, como si esperara que algo le cayera dentro.

– ¿Y bien? -dijo sin volverse-. ¿Qué hacemos ahora?

Ahí va el coronel, arrastrándose de vuelta a su habitación. Ha tenido una larga sesión en el retrete. Estranguria, bonita palabra. La mía es la única habitación de la casa que, tal como lo expresa la señorita Vavasour con un leve puchero recatado, es en suite. También tengo vistas, o las tendría de no ser por esos malditos bungalows que hay al final del jardín. Mi cama es sobrecogedora, una pieza majestuosa y elevada de estilo italiano digna de un dux, con el cabezal con volutas y pulido como un Stradivarius. Debo preguntarle a la señorita V. de dónde la sacó. Esta debía de ser la habitación principal cuando los Grace vivían aquí. En aquellos días yo nunca pasaba del piso de abajo, excepto en mis sueños.

Me acabo de fijar en la fecha de hoy. Ha pasado exactamente un año desde esa primera visita que Anna y yo nos vimos obligados a hacerle al señor Todd en sus habitaciones. Qué coincidencia. O a lo mejor no; ¿hay coincidencias en el reino de Plutón, entre las inmensidades inexploradas por las que vago perdido, como un Orfeo sin lira? ¡Doce meses, hay que ver! Debería haber llevado un diario. Mi diario del año de la peste.

Un sueño fue lo que me impulsó a venir aquí. En él yo caminaba solo por una carretera rural, eso era todo. Era invierno, al crepúsculo, o si no, se trataba de un extraño tipo de noche tenuemente radiante, la clase de noche que sólo existe en los sueños, y caía una nieve húmeda. Caminaba decididamente hacia alguna parte, al parecer volvía a casa, aunque no sabía cuál podía ser esa casa ni dónde estaba exactamente. A mi derecha había un espacio abierto, llano y homogéneo, sin casas ni chozas a la vista, y a mi izquierda se veía una ancha línea de árboles sombríamente amenazadores que flanqueaban la carretera. Las ramas no estaban desnudas a pesar de la estación, y las hojas gruesas y casi negras pendían en masa cargadas de una nieve que se había convertido en hielo suave y translúcido. Algo se había estropeado, un coche, no, una bicicleta, pues aunque tenía la edad que tengo ahora, también era un muchacho, un muchacho grande y torpe, sí, de camino a casa, debía de ir a casa, o a algún lugar que alguna vez hubiera sido mi casa, y que volvería a reconocer en cuanto llegara allí. Me quedaba un camino de horas, pero no me importaba, pues se trataba de un viaje de extraordinaria aunque inexplicable importancia, un viaje que debía emprender y completar. En mi interior estaba tranquilo, muy tranquilo, y seguro de mí, a pesar de no saber exactamente adónde iba, exceptuando que me iba a casa. Estaba solo en la carretera. La nieve que había ido cayendo lentamente todo el día no mostraba huellas de ningún tipo, ni de neumático, bota o pezuña, pues nadie había pasado por allí ni nadie pasaría. Algo me ocurría en un pie, el izquierdo, debía de habérmelo lastimado, pero hacía mucho, pues no me dolía, aunque a cada paso tenía que describir una especie de incómodo semicírculo, lo que me entorpecía el andar, no de una manera importante pero sí incómoda. Sentía pena de mí mismo, es decir, el soñador que era yo sentía pena del yo soñado, ese pobre torpón que avanza intrépido por la nieve al caer el día con sólo la carretera delante de él y sin ninguna promesa de llegar.

Ése era todo el sueño. El viaje no acababa, yo no llegaba a ninguna parte, y no pasaba nada. Simplemente caminaba por esa senda, solo y obstinado, caminando sin parar entre la nieve y el ocaso invernal. Pero me desperté en medio de la negrura del alba no como solía hacerlo en aquellos días, con la sensación de haberme despojado de otra capa de piel durante la noche, sino con la convicción de haber alcanzado, o al menos iniciado, algo. Entonces, inmediatamente, y por primera vez en no sé cuánto tiempo, me acordé de Ballyless y de la casa de la calle de la Estación, y de los Grace, y de Chloe Grace, no se me ocurre por qué, y fue como si de pronto hubiera salido de la oscuridad y entrado en una mancha de sol pálida y empapada de sal. La soporté sólo un minuto, menos de un minuto, esa feliz luminosidad, pero me dijo qué tenía que hacer.

La vi por primera vez, a Chloe Grace, en la playa. Era un día luminoso entorpecido por el viento, y los Grace se habían instalado en un hueco poco profundo que el viento y las mareas habían excavado en las dunas, al que su presencia muy poco distinguida daba un aire de proscenio. Iban magníficamente equipados, con un descolorido trozo de tela de rayas tendido entre postes para protegerse de las frías brisas, sillas plegables y una mesita plegable, y una canasta de paja grande como una maletita que contenía botellas y termos y latas con sandwiches y galletas; incluso tenían tazas de té de verdad, con platillos. Era una parte de la playa tácitamente reservada para los residentes del Hotel Golf, el césped del cual acababa justo detrás de las dunas, por lo que esa gente del pueblo, que se entrometía despreocupadamente, con su elegante mobiliario de playa y sus botellas de vino, recibían miradas indignadas, miradas de las que los Grace, si es que las percibían, hacían caso omiso. El señor Grace, Carlo Grace, papi, llevaba pantalones cortos, y un blazer de rayas sobre el pecho, pelado a excepción de dos grandes matas de tupidos rizos que tenía la forma de un par de alas en miniatura, extendidas y velludas. Nunca había visto, creo, ni he vuelto a ver desde entonces, a nadie tan fascinantemente peludo. Se cubría la cabeza con un sombrero de tela que parecía un cubo de niño para jugar en la arena vuelto del revés. Estaba sentado en una de las sillas plegables, con un periódico abierto delante, mientras que al mismo tiempo conseguía fumar un cigarrillo a pesar de las fuertes rachas de viento que llegaban desde el mar. El muchacho rubio, el que había visto apoyado en la verja -era Myles, también os puedo dar su nombre-, estaba acuclillado a los pies del padre, hacía pucheros enfurruñado y escarbaba en la arena con un pecio pulido por el mar. Un poco por detrás de ellos, al abrigo de la pared que formaba la duna, una niña, o una joven, estaba arrodillada en la arena, envuelta con una gran toalla roja bajo la cual intentaba, muy enfadada, librarse de lo que resultaría ser un bañador mojado. Era marcadamente pálida y con una expresión llena de sentimiento, con la cara larga y delgada y el pelo muy negro y tupido. Observé que no dejaba de mirar, al parecer con un aire rencoroso, la nuca de Carlo Grace. También observé que Myles, el muchacho, vigilaba de soslayo, con la evidente esperanza, que yo compartía, de que a la chica se le cayera la toalla protectora. No era probable que fuera su hermana, entonces.