II

M yles, Chloe y yo pasamos, al parecer, casi todo el día en el mar. Nadamos bajo el sol y la lluvia; nadamos por la mañana, cuando el mar está inmóvil como una sopa, nadamos por la noche, cuando el agua nos recorre los brazos como ondulaciones de satén negro; una tarde nos quedamos en el agua durante una tormenta, y un rayo en horquilla cayó en la superficie del agua tan cerca de nosotros que oímos el crepitar y olimos el aire quemado. Yo no era un gran nadador. Los gemelos habían ido a clases de natación desde que eran bebés y surcaban las olas sin esfuerzo, como dos tijeras relucientes. La técnica y la elegancia que me faltaban las compensaba con energía. Podía recorrer largas distancias sin detenerme, y a menudo lo hacía, fuera cual fuera el público, nadando a un ritmo constante, de costado y salpicando mucho, hasta que me agotaba no sólo yo, sino también la paciencia de los que miraban en la orilla.

Fue al final de una de esas tristes exhibiciones cuando tuve el primer presentimiento de que se había dado un cambio en el interés de Chloe por mí, o, debería decir, un presentimiento de que ella sentía interés por mí y de que en él se daba un cambio. Fue esa misma tarde, y yo había nadado la distancia -¿cuánto, cien, doscientos metros?- que había entre dos de las escolleras de cemento recubiertas de cieno verde que mucho tiempo atrás se habían arrojado al mar en un vano intento de detener la imperceptible erosión de la playa. Salí trastabillando de las olas y me encontré con que Chloe me había esperado en la orilla todo el tiempo que yo estaba en remojo. Estaba envuelta en una toalla, temblando en espasmos; tenía los labios color lavanda.

– No hace falta que te exhibas -me dijo enfadada.

Antes de que le pudiera contestar -y qué le iba a decir, de todos modos, pues tenía razón, me estaba exhibiendo-, Myles apareció saltando desde las dunas que estaban sobre nosotros y levantando arena con las piernas, por lo que nos salpicó, y enseguida se me formó la imagen, perfectamente clara y extrañamente conmovedora, de Chloe tal como la había visto el primer día, cuando saltó del borde de esa otra duna en mitad de mi vida. Ahora me entregaba una toalla. Los tres estábamos solos en la playa. El neblinoso aire gris de la tarde tenía un tacto a ceniza húmeda. Nos veo dando la vuelta y alejándonos hacia las dunas que conducen a la calle de la Estación. Una punta de la toalla de Chloe se arrastra por la arena. A su lado, yo llevo la toalla posada sobre un hombro, y el pelo húmedo echado para atrás, un senador romano en miniatura. Myles corre delante de nosotros. Pero ¿quién hay ahí en la playa, a media luz, junto al mar que se oscurece y que parece arquear la espalda como un animal a medida que la noche avanza deprisa desde el horizonte cubierto de niebla? ¿Qué versión fantasmagórica de mí es la que nos mira…, a ellos…, a esos tres niños… a medida que se vuelven borrosos en ese aire cinéreo y luego desaparecen en ese hueco que les hará emerger al pie de la calle de la Estación?

Todavía no he descrito a Chloe. No había mucha diferencia entre nosotros, entre Chloe y yo, a esa edad, quiero decir en términos de lo que se podría haber medido de nosotros. Incluso su pelo, casi blanco pero que se oscurecía cuando estaba mojado hasta adquirir un color de trigo lustroso, apenas era más largo que el mío. Lo llevaba estilo paje, con un flequillo que le colgaba sobre su frente hermosa, alta y abombada, extrañamente convexa, parecida, se me ocurre de pronto, extraordinariamente parecida a la frente de esa figura espectral que se ve de perfil en el borde de Mesa delante de la ventana de Bonnard, el cuadro con el cuenco de frutas, el libro y la ventana, que parece un lienzo visto desde detrás y apoyado en un caballete; para mí todo es otra cosa, es algo de lo que cada vez me doy más cuenta. Uno de los chicos mayores del Prado me aseguró un día, con una risita burlona, que un flequillo como el de Chloe era señal segura de que era una chica que jugaba con su cuerpo. Yo no sabía a qué se refería, pero estaba seguro de que Chloe no jugaba, ni con su cuerpo ni a ninguna otra cosa. No le interesaba jugar a la pelota ni a perseguirnos, que era lo que yo había hecho antes con los muchachos del Prado. Y entonces me miró con sorna, ensanchando las aletas de la nariz, cuando le dije que entre las familias que vivían en los chalets había chicas de su edad que seguían jugando con muñecas. Despreciaba enormemente a casi todas las muchachas de su misma edad. No, Chloe no jugaba, sólo con Myles, y lo que hacían juntos desde luego no era jugar.

El chico que había hecho ese comentario sobre su flequillo -de repente lo veo como si estuviera aquí, delante de mí, Joe nosequé, un tipo grandote, de huesos enormes, orejas en soplillo y el pelo de punta- también decía que Chloe tenía los dientes verdes. Yo estaba indignado, pero él tenía razón; la siguiente vez que tuve la oportunidad de mirar sus dientes de cerca vi un leve tinte en el esmalte de sus incisivos que desde luego era verde, aunque un delicado verde gris, como la húmeda luz que se ve bajo los árboles después de la lluvia, o ese apagado tono manzana del envés de las hojas cuando se reflejan en aguas quietas. Manzanas, sí, su aliento también tenía un olor a manzana. Éramos como animalitos, husmeándonos. Me gustó en particular, cuando con el tiempo tuve la oportunidad de saborearlo, el fuerte gusto a queso de las grietas de sus codos y rodillas. Me veo obligado a admitir que Chloe no era un prodigio de higiene, y por lo general emitía un olor, más intenso a medida que avanzaba el día, a cachorro, como a rancio, el mismo que emiten, o que solían emitir, las cajas metálicas de galletas vacías en las tiendas…, ¿todavía venden en las tiendas galletas a granel de estas cajas metálicas grandes y redondas? Sus manos. Sus ojos. Sus uñas mordidas. Lo recuerdo todo intensamente, aunque de una manera dispersa, soy incapaz de reunirlo en una unidad. Por mucho que lo intento, por mucho que lo finjo, soy incapaz de evocarla igual que soy capaz de evocar a mi madre, pongamos, o a Myles, o incluso al Joe de orejas en soplillo del Prado. En pocas palabras, soy incapaz de verla. Vacila ante el ojo de mi memoria a una distancia fija, siempre levemente desenfocada, reculando exactamente a la misma velocidad que yo avanzo. Pero puesto que yo, lo que avanza, he comenzado a menguar cada vez más rápidamente, ¿por qué no puedo alcanzarla? Incluso a veces la veo en la calle, me refiero a alguien que podría ser ella, con la misma frente abultada y el pelo clarísimo, el mismo paso presuroso aunque, al mismo tiempo, curiosamente vacilante, como de palomo, pero siempre demasiado joven, años, años demasiado joven. Este es el misterio que me desconcertaba entonces y que me sigue desconcertando. ¿Cómo podía estar conmigo en un momento dado y al siguiente ya no? ¿Cómo podía estar en otra parte, completamente? Eso era lo que no podía entender, lo que no podía aceptar, y sigo sin poder. Una vez fuera de mi presencia se convertía, de manera legítima, en un puro producto de mi recuerdo, en un sueño mío, pero todo me indicaba que incluso lejos de mí seguía siendo sólida, terca e incomprensiblemente ella misma. Y no obstante la gente se va, desaparece. Éste es el mayor misterio; el más grande. Yo también podría irme, oh, sí, podría irme sin avisar y sería como si nunca hubiera existido, sólo que el prolongado hábito de vivir me predispone contra la muerte, como ha dicho el doctor Browne.

– Paciencia -me dijo Anna un día, hacia el final- es una extraña palabra. Debo decir que no tengo nada de paciencia.

Cuándo transferí exactamente mis afectos -¡qué orgulloso estoy de estas formulaciones anticuadas!- de la madre a la hija es algo que no puedo recordar. En el picnic hubo un momento de intuición e intensidad, con Chloe, bajo el pino, pero fue una cristalización estética más que amorosa o erótica. No, no recuerdo ningún momento importante de reconocimiento y comprensión, Chloe no deslizó la mano dentro de la mía, no se dio el abrazo repentino y tempestuoso, no hubo profesión de amor eterno entre tartamudeos. Es decir, debió de haber algo de eso o todo, debió de haber una primera vez en que nos dimos la mano, nos abrazamos, nos declaramos, pero esas primeras veces se pierden en los pliegues de un pasado cada vez más evanescente. Incluso esa tarde, cuando castañeteando los dientes salí del agua y me la encontré esperándome con los labios azules en la playa, al crepúsculo, no sufrí esa insonora detonación que se supone que hace estallar el amor incluso en el pecho supuestamente insensible de un muchacho. Vi que tenía mucho frío, y comprendí que llevaba mucho tiempo esperando, también capté la manera bruscamente tierna en que me pasó la punta de su toalla por las costillas -escuálidas, con la piel de gallina- y la colocó sobre mi hombro, pero vi y comprendí y capté, con algo más que un leve sentimiento de satisfacción, como si un cálido aliento hubiera avivado una llama que ardía en mi interior, cerca del corazón, y la hubiera hecho arder un momento. No obstante, durante ese tiempo debió de tener lugar, en secreto, algún tipo de transmutación, de transubstanciación.

Recuerdo un beso, uno entre los muchos que he olvidado. Si fue nuestro primer beso o no, es algo que no sé. En aquella época significaban tanto, los besos, lo ponían en marcha absolutamente todo, llamas y fuegos artificiales, fuentes, geiseres borboteantes, todo el lote. Éste tuvo lugar, no, fue intercambiado, no, se consumó, ésa es la palabra, en el cine improvisado de chapa de zinc, que durante todo ese tiempo se ha ido erigiendo furtivamente justo para ese propósito, según las numerosas y astutas referencias con que he salpicado estas páginas. Era un edificio parecido a un granero ubicado en un erial cubierto de maleza situado entre la calle del Acantilado y la playa. Tenía un tejado que formaba un ángulo muy pronunciado y carecía de ventanas, sólo una puerta en un lateral, de la que colgaba una larga cortina, de cuero, creo, o de algún material igual de pesado y compacto, para impedir que la pantalla quedara completamente blanca cuando los que llegaban tarde entraban durante las sesiones matinales o por la tarde, cuando el sol lanzaba sus últimos y penetrantes rayos desde detrás de las pistas de tenis. Para sentarse había bancos de madera -los llamábamos gradas- y la pantalla era una tela grande y cuadrada que cualquier ráfaga de aire agitaba lánguidamente, dándole una ondulación extra a las caderas enfundadas en seda de alguna heroína o un temblor fuera de lugar a la mano armada de algún intrépido pistolero. El propietario era un tal señor Reckett, o Rickett, un hombre menudo vestido con un suéter de Fair Isle, ayudado por sus dos hijos adolescentes, grandes y apuestos, que se avergonzaban un poco, pensé siempre, del negocio familiar, con su toque de peep-show y espectáculo de variedades. Sólo había un proyector, un trasto ruidoso con tendencia a sobrecalentarse -estoy convencido de que una vez vi salir humo de sus tripas-, por lo que un largometraje necesitaba al menos dos cambios de rollo. Durante esos intervalos, el señor R., que era también el proyeccionista, no encendía las luces, permitiendo así -de manera deliberada, estoy seguro, pues el Cine Reckett, o Rickett, tenía una dudosa y atractiva reputación- que las numerosas parejas de la sala, incluso las que eran menores de edad, dispusieran de la oportunidad, durante unos minutos, de darse un magreo a escondidas en total oscuridad.