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Todas esas imágenes y voces, todos esos acontecimientos me confundieron y me aturdieron un poco; era tanta la cantidad de gente que se unía en un solo torbellino raro y multicolor, casi disparatado que no pude observar bien las cosas, quizá más importantes. Por ejemplo, no podría afirmar con exactitud si fue nuestro esfuerzo o el de los soldados o el de los presos o el de todos juntos el que consiguió formarnos en una sola y larga fila de cinco hombres -ya sólo de hombres-, que lenta pero decididamente avanzaba paso a paso. Allá adelante, nos dijeron otra vez, nos esperaba la ducha, pero primero teníamos que pasar el examen médico. Nos explicaron, aunque era fácil adivinarlo, que se trataba de un examen de aptitud para el trabajo.

Entretanto, tuvimos unos momentos de descanso. Los muchachos merodeaban: delante, detrás, a los lados; nos hacíamos señas, nos saludábamos; estábamos todos. Hacía calor. Tuve también la ocasión de mirar alrededor, para ver dónde estábamos. La estación parecía limpia y cuidada; el suelo era de guijarros, como es habitual, y tenía unas franjas de césped con flores amarillas, un camino asfaltado, impecablemente blanco, que se perdía en el horizonte. También me di cuenta de que el camino estaba separado del inmenso terreno colindante por una fila de columnas iguales, entre las cuales se extendía una alambrada de púas. Era fácil adivinar: allí debían de estar los presos. Empezaron a intrigarme por primera vez -quizá porque por primera vez tuve tiempo para ello- y tuve curiosidad por conocer sus crímenes.

Me volvió a sorprender el tamaño de aquel llano. Sin embargo, en medio de tanta gente y de tanta luminosidad, no pude apreciar los detalles; apenas pude divisar los edificios de un piso que se extendían en la lejanía, alguna que otra construcción tipo torre de caza, torres, chimeneas. Varios compañeros señalaron hacia arriba: era un objeto alargado, inmóvil y brillante, anclado en el cielo limpio, sin nubes, pero que estaba descolorido y cubierto por vapores blancos. Era un Zeppelin. Alguien explicó que se utilizaba para detectar ataques aéreos. Me acordé del sonido de las sirenas que habíamos oído al alba. Sin embargo, los soldados alemanes no parecían ni mucho menos preocupados o asustados. Al recordar los ataques aéreos que había vivido en casa, el susto y el miedo, la tranquilidad casi despreciativa, la invulnerabilidad de los soldados, me hizo comprender por qué en casa siempre se había hablado con tanto respeto de los alemanes. Me fijé también en las dos líneas en forma de rayos que llevaban en el cuello del uniforme. Así comprobé que pertenecían a las famosas unidades SS, de las que había oído hablar largo y tendido. Ahora puedo afirmar con toda seguridad que entonces no los encontré peligrosos: iban y venían despreocupadamente, al lado de nuestras filas, respondiendo a preguntas, asintiendo con la cabeza, dándonos simpáticas palmaditas en la espalda o en los hombros.

En aquellos momentos ociosos de espera advertí otra cosa más. En mi ciudad también había visto ya muchos soldados alemanes, por supuesto que sí, pero siempre parecían apresurados, ocupados, impecablemente vestidos y poco comunicativos. Aquí se comportaban de otra manera, con menos formalidad, se sentían más como en su casa. En sus vestimentas, gorros, botas o uniformes más o menos reglamentarios, se podían apreciar diferencias según hicieran un trabajo u otro. Todos llevaban su arma colgando del hombro; era natural, a fin de cuentas eran soldados. Muchos llevaban también un bastón, lo cual me sorprendió porque ninguno parecía tener defectos para caminar, todos eran sanos y fuertes. Al cabo de un rato tuve ocasión de observar aquel objeto más de cerca. Un soldado que estaba delante de mí se llevó el bastón a la espalda, lo cogió por los dos extremos, en posición horizontal, a la altura de la cadera, y empezó a blandido con movimientos que parecían aburridos. Cuando llegó a mi altura en la fila comprobé que ni era de madera ni era un bastón, sino que se trataba de un látigo. Me causó una sensación un tanto extraña, pero no le di mucha importancia, puesto que hasta aquel momento nadie lo había utilizado y, además, había muchos presos entre nosotros.

Después me puse a escuchar los llamamientos sin hacer mucho caso; me acuerdo que preguntaron si había entre nosotros mecánicos o gente que supiera de mecánica, luego por gemelos o mellizos, gente con deficiencias físicas y -en medio de alguna que otra risita- si había algún enano; siguieron por los niños, asegurándonos que todos ellos recibirían un trato especial, estudios en lugar de trabajo, en fin, todo tipo de ventajas. Algunos de los adultos nos animaban: decían que no perdiéramos la ocasión de pasar por niños. Pero me acordé de los consejos de los presos que habían subido a nuestro vagón; de todas formas, yo prefería trabajar a vivir como un niño, claro que sí.

Habíamos avanzado bastante en la fila. Pude ver que ahora había más soldados y más presos alrededor. Las filas de cinco se iban transformando en una fila india. Nos dijeron que nos quitásemos las chaquetas y las camisas para que estuviéramos delante del médico con el pecho descubierto. Avanzábamos cada vez más deprisa. Vi dos grupos que estaban formados más adelante: a mi derecha había un grupo mixto grande, y a mi izquierda, otro, más pequeño y más atractivo, con algunos de nuestros muchachos. Enseguida supuse que estos últimos debían de ser los considerados aptos para trabajar. Yo avanzaba cada vez más deprisa, hacia un punto que parecía fijo en medio del bullicio y del caos, donde podía verse un uniforme impecable, con el típico gorro alto y arqueado de los alemanes; me sorprendió que me tocase tan pronto mi turno.

El examen propiamente dicho duró sólo unos dos o tres segundos. Justo delante de mí estaba Moskovics; el médico le indicó enseguida la dirección del grupo más numeroso, extendiendo el dedo índice hacia el otro lado del camino. Oí que Moskovics trataba de explicarse: «Arbeiten… Sechzehn…» [Trabajo… Dieciséis], pero una mano lo apartó de allí, y yo ocupé su lugar. A mí el médico me examinó con más detenimiento, dirigiéndome miradas reflexivas, serias y atentas. Me erguí para enseñarle mi pecho y -me acuerdo- sonreí ligeramente para paliar lo de Moskovics. Sentí confianza en aquel hombre, puesto que tenía buen aspecto y una cara simpática, alargada y bien afeitada, con labios finos y ojos azules o grises, en todo caso, claros y bondadosos. Pude fijarme bien en él, mientras apoyaba sus manos enguantadas en mis mejillas y me apartaba la piel de debajo de los ojos, con el típico gesto rutinario de los médicos. Al mismo tiempo, en una voz baja pero clara, característica de los hombres cultos, me preguntó, como sin darle importancia: «Wieviel Jahre alt bist du?». [¿Cuántos años tienes?] «Sechzehn», le respondí. Asintió con la cabeza, como aceptando la respuesta correcta, no la verdad, por lo menos ésa fue mi impresión. Tuve la sensación -quizás equivocada- de que estaba contento o aliviado, de que yo le caía bien. Entonces, moviéndome la cara hacia un lado e indicándome la dirección con la otra mano, me mandó al otro lado, donde estaban los aptos para el trabajo. Los muchachos ya me estaban esperando, sonriendo, contentos y victoriosos. Viendo sus caras relucientes comprendí la diferencia que había entre el otro grupo y el nuestro: era la victoria, si lo interpreté bien.

Mientras me ponía la camisa, intercambié unas pocas palabras con mis compañeros; luego tuvimos de nuevo que esperar. Desde donde me encontraba, pude observar mejor lo que ocurría al otro lado del camino. La gente no dejaba de llegar y de distribuirse en dos grupos delante del médico. Llegaron más muchachos y, naturalmente, yo también participé en su recepción. Vi a las mujeres, más allá, en otra fila; estaban rodeadas de soldados y de presos, pasaban delante del médico, todo ocurría igual, excepto que ellas no tenían que descubrirse el pecho, claro está. Todo se movía, todo funcionaba, todos estaban en su sitio, cumpliendo con su trabajo, con puntualidad, serenidad y automatismo. Había sonrisas en muchas caras, unas humildes y otras más seguras, unas dubitativas, otras que parecían prever los resultados, pero al fin y al cabo todas eran sonrisas, como la que yo tenía en el rostro. Con la misma sonrisa se dirigió a un soldado una mujer morena, muy guapa, que llevaba aretes y un impermeable blanco que mantenía cerrado con las manos cruzadas en el pecho; con la misma sonrisa pasó delante del médico un hombre moreno de buen aspecto: resultó apto para trabajar. Así llegué a comprender el trabajo del médico. Si llegaba un hombre viejo: lo mandaba al otro lado, claro; si llegaba uno más joven: a nuestro lado; llegaba otro, panzudo, aunque se pusiera muy erguido: no servía… sí servía, el médico lo mandaba a nuestro lado, aunque yo no estaba muy convencido, lo veía más bien entrado en años. También advertí que la mayoría de los hombres tenían barba de varios días, por lo que no podían causar una impresión muy buena. Al mirarlos con los ojos del médico, me di cuenta de cuántos viejos e inútiles había. Uno era demasiado flaco, el otro demasiado gordo, a otro sus tics lo convertían en neurótico: la nariz, la boca y los ojos se movían de una manera muy rara, como si fuera un conejo husmeando; él también sonreía de buena gana, como cumpliendo con su deber, mientras con pasos precipitados y torpes se dirigía al grupo de los no aptos para trabajar. Llegó otro, con la chaqueta y la camisa en la mano, los tirantes de los pantalones caídos hasta las rodillas; en sus brazos y en su pecho se adivinaba la flaccidez de los años. Cuando llegó delante del médico, éste, naturalmente, lo mandó con los no aptos; el rostro cubierto de barba, su expresión, la sonrisa, igual pero más familiar, los labios resecos y partidos me trajeron recuerdos: parecía querer decirle algo al médico. Sin embargo, éste ya no le hacía caso, miraba al siguiente; ya entonces una mano lo llevó hacia allá, probablemente la misma que se había llevado a Moskovics. El hombre hizo un gesto, se volvió hacia atrás, con una expresión estupefacta e indignada: sí, era el Experto, no me había equivocado.

Tuvimos que esperar un par de minutos más. Había mucha gente haciendo cola para la revisión. En nuestro grupo éramos unos cuarenta, según mis cálculos; nos dijeron que nos fuéramos a duchar. Un soldado vino a nuestro lado, pero yo no pude saber de dónde había salido. Era un hombre bajito, más bien mayor y de aspecto pacífico que llevaba un enorme fusil, parecía un simple soldado sin rango. «Los, ge´ ma´ vorne!», nos dijo, o algo así, sin ningún respeto por las reglas gramaticales. Lo dijera como lo dijera, a mí me sonó agradable, puesto que ya nos estábamos impacientando no tanto por el jabón sino por el agua, claro está. Seguimos un camino que se extendía por debajo de un portón con alambres de púas, hacia un rincón donde debían de estar las duchas. Íbamos en grupos pequeños, sin prisas, hablando y mirando alrededor; detrás de nosotros iba el soldado, sin pronunciar palabra, indiferente. A nuestros pies, el camino era ancho e impecablemente blanco; delante de nosotros se extendía el llano infinito y abrumador en el aire caluroso que parecía temblar y ondear. A mí me inquietaba el hecho de que el lugar adonde nos dirigíamos estuviera muy alejado, pero resultó que el edificio de las duchas estaba tan sólo a diez minutos de la estación. Todo lo que vi durante el trayecto resultó de mi agrado. Sobre todo, un campo de fútbol que estaba en un claro, a la derecha, y que parecía estar en perfecto estado: con su prado verde, sus porterías, sus líneas debidamente trazadas; todo bien cuidado y ordenado. Enseguida nos pusimos a hacer planes: después del trabajo iríamos allí a jugar al fútbol. Aún me gustó más lo que vimos al otro lado: una de esas fuentes típicas que se encuentran en los campos. En ella, un letrero con letras rojas prevenía: «Kein Trinkwasser» [No potable], pero en aquel momento no nos importó en absoluto. El soldado esperó pacientemente; puedo decir que nunca me había causado tanto placer beber agua, aunque después me quedara un sabor fuerte y nauseabundo, como a residuos químicos. Seguimos andando y, más allá, divisamos algunas casas, las mismas que habíamos visto desde la estación. La verdad es que de cerca parecían edificios un poco raros, largos y bajos, de un color indefinido, con aparatos de aire o de luz que asomaban colgados del techo. Cada edificio estaba rodeado por un sendero de guijarros rojos y separado del camino principal por franjas de césped bien cuidado. Observé, divertido, que algunas de aquellas granjas eran como pequeñas huertas, con repollos plantados y con flores de todos los colores. Todo era pulcro, cuidado y hermoso. Tuve que reconocer que tenían razón los que en la fábrica de ladrillos nos habían hablado bien de los alemanes. Sólo faltaba un pequeño detalle: no había ninguna señal de vida. Pensé que eso era natural, al fin y al cabo, a esas horas la gente estaría trabajando.