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Los niveles también determinaban el grado de acceso que cada funcionario tenía a la información. Una parte importante del sistema comunista chino consistía en el hecho de que la información no sólo se hallaba estrechamente controlada, sino también considerablemente dividida y racionada, y no sólo frente al público en general -al cual apenas le llegaba nada- sino también dentro del propio Partido.

Aunque las consecuencias reales de esto no resultaron evidentes en un principio, ya en aquella época intuyeron los funcionarios que el sistema de niveles iba a representar un elemento crucial de sus vidas, y todos se mostraban nerviosos ante la incertidumbre del nivel que obtendrían. Mi padre, cuyo nivel había sido ya designado como el 11 por las autoridades superiores, fue el encargado de aprobar todos los niveles propuestos para los funcionarios de la región de Yibin. Entre ellos, el marido de su hermana menor, a quien consideraba su favorito. Le degradó en dos niveles. El departamento de mi madre había recomendado para ella un nivel 15, pero mi padre la relegó al 17.

Aquel sistema de niveles no se encontraba directamente relacionado con la posición de cada uno en el servicio civil. Un individuo podía ascender sin por ello aumentar de nivel. Durante casi cuatro décadas, mi madre obtuvo únicamente dos ascensos de nivel, en 1962 y 1982, y en cada ocasión ascendió tan sólo un nivel, por lo que en 1990 aún se en-contraba en el nivel 15. Con aquel sistema, a comienzos de los ochenta aún no se le permitía adquirir un billete de avión o un asiento blando en los trenes, privilegios que sólo podían adquirir los funcionarios de nivel 14 o superior. Así, gracias a los escrúpulos mostrados por mi padre en 1953, se encontraba aún -casi cuarenta años después- un escalón por debajo de la categoría necesaria para poder viajar cómodamente dentro de su propio país. No podía ocupar una habitación de hotel que tuviera baño privado, ya que a tal privilegio sólo se tenía derecho a partir del nivel 13. Cuando solicitó que le cambiaran ej contador eléctrico de su apartamento por otro de mayor potencia, la dirección del bloque le comunicó que ello sólo estaba permitido para funcionarios a partir del nivel 13.

Con frecuencia, las cosas más apreciadas por la población local eran las que más enfurecían a la familia de mi padre, cuya reputación ha sobrevivido hasta hoy. Un día, en 1952, el director de la Escuela Número Uno de Enseñanza Media mencionó a mi padre que estaba teniendo dificultades en hallar alojamiento para sus maestros. «En tal caso, cuente usted con la casa de mi familia: es demasiado grande para sólo tres personas», respondió mi padre al instante a pesar del hecho de que aquellas personas eran su madre, su hermana Jun-ying y un hermano retrasado y de que los tres adoraban su casa y su jardín encantado. En la escuela se mostraron jubilosos. No tanto su familia, aunque encontró para ellos una casa pequeña en el centro de la población. Su madre no se mostró demasiado entusiasmada pero, como mujer amable y comprensiva que era, no dijo nada.

No todos los funcionarios eran tan incorruptibles como mi padre. Poco después de subir al poder, los comunistas hubieron de enfrentarse a una crisis. Habían logrado obtener el apoyo de millones de personas a base de prometer limpieza en su gobierno, pero algunos funcionarios habían comenzado a aceptar sobornos o a conceder privilegios a sus familias y amigos. Otros celebraban extravagantes banquetes, lo que en China constituye no sólo una de las aficiones tradicionales -casi un vicio- sino también un modo de entretener y alardear simultáneamente. Todo ello, claro está, a cuenta y en nombre del Estado en un momento en el que el Gobierno se encontraba extremadamente escaso de dinero, ya que intentaba reconstruir su destrozada economía y al mismo tiempo librar en Corea una guerra que estaba devorando aproximadamente el cincuenta por ciento de su presupuesto.

Algunos funcionarios comenzaron a malversar a gran escala. El régimen empezó a inquietarse: sentía que se estaban erosionando tanto los sentimientos de buena voluntad que lo habían arrastrado al poder como la disciplina y dedicación que habían asegurado su éxito. A finales de 1951, decidió lanzar un movimiento contra la corrupción, el derroche y la burocracia. Se denominó Campaña de los Tres Anti. El Gobierno ejecutó a algunos oficiales corruptos, encarceló a otros varios y despidió a muchos más. Incluso algunos veteranos del Ejército comunista que se habían visto implicados en malversaciones y desfalcos a gran escala fueron ejecutados como ejemplo. A partir de entonces, se castigó con dureza la corrupción, que en consecuencia se convirtió durante las dos décadas siguientes en un fenómeno inusual entre los funcionarios.

Mi padre estuvo al frente de aquella campaña en la región de Yibin. En la zona no había altos funcionarios culpables de corrupción, pero él creyó importante demostrar que los comunistas cumplían su promesa de mantener la limpieza dentro del Gobierno. Ante cada infracción, por nimia que fuera, todo funcionario estaba obligado a realizar una autocrítica: por ejemplo, si habían utilizado un teléfono oficial para hacer una llamada privada o si se habían servido de una hoja de papel del Estado para escribir una carta personal. Los funcionarios se volvieron tan escrupulosos en lo que se refería a la utilización de los bienes propiedad del Estado que la mayoría ni siquiera utilizaban la tinta de su oficina para escribir otra cosa que no fueran comunicaciones oficiales. Cada vez que debían redactar algo personal, cambiaban de pluma.

Se estableció un celo puritano en torno a dichas normas. Mi padre estaba convencido de que tales minucias contribuían a crear una actitud nueva entre los chinos: la propiedad pública había quedado por primera vez estrictamente separada de la privada; los funcionarios ya no trataban el dinero público como si fuera propio, ni abusaban de sus posiciones. La mayor parte de las personas que trabajaban con mi padre adoptaron su misma actitud, en el sincero convencimiento de que sus esmerados esfuerzos se hallaban íntimamente ligados a la noble causa de edificar una nueva China.

La Campaña de los Tres Anti se hallaba dirigida a los miembros del Partido. Sin embargo, para toda transacción corrupta hacen falta dos partes, y los instigadores se encontraban a menudo fuera del Partido. Destacaban especialmente los «capitalistas», los dueños de las fábricas y los comerciantes, sobre quienes apenas se había intervenido. Los viejos hábitos se hallaban profundamente arraigados. Durante la primavera de 1952, poco después del lanzamiento de la Campaña de los Tres Anti, se anunció simultáneamente el inicio de una nueva campaña, dirigida a los capitalistas, que recibió el nombre de Campaña de los Cinco Anti. Los cinco objetivos de la misma eran el soborno, la evasión de impuestos, el fraude, el robo de propiedad estatal y la obtención de información económica por medio de la corrupción. La mayor parte de los capitalistas fueron hallados culpables de uno o varios de estos delitos, castigados por lo general con una multa. Los comunistas se sirvieron de esta campaña para persuadir y (más frecuentemente) intimidar a los capitalistas, si bien de tal modo que se obtuviera el mejor provecho de su utilidad para la economía. Los encarcelados no fueron muchos.

Aquellas dos campañas paralelas consolidaron los mecanismos de control -únicos en China- que se habían desarrollado originariamente en los primeros días del comunismo. El elemento más importante fue la «campaña de masas» (qiun-zhong yun-dong), creada por organismos conocidos con el nombre de «equipos de trabajo» (gong-zuo-zu).

Los equipos de trabajo eran organismos ad hoc compuestos principalmente por empleados de las oficinas gubernamentales y encabezados por altos funcionarios del Partido. El Gobierno central de Pekín solía enviar destacamentos a las provincias para investigar a los funcionarios y empleados provinciales. Éstos, a su vez, formaban equipos que controlaban a los del siguiente nivel, y el proceso se repetía hasta alcanzar las bases. Normalmente, nadie podía formar parte de un equipo de trabajo que no hubiera sido previamente investigado a lo largo de cada campaña en particular.

Se enviaron equipos a todas las organizaciones en las que había de desarrollarse la campaña con objeto de movilizar a la gente. Casi todas las tardes se celebraban asambleas obligatorias para estudiar las instrucciones emitidas por las autoridades superiores. Los miembros de los equipos hablaban, peroraban e intentaban persuadir a los presentes para que denunciaran a los sospechosos. Se animaba a la gente a depositar sus quejas en buzones provistos a tal efecto. A continuación, el equipo de trabajo estudiaba todos los casos. Si la investigación confirmaba el cargo o descubría nuevos motivos de sospecha, el equipo formulaba un veredicto que era posteriormente sometido al siguiente nivel de autoridad para su aprobación.

No existía un sistema de apelación propiamente dicho, aunque toda persona sobre la que se levantaran sospechas podía solicitar que le fueran mostradas las pruebas y era generalmente autorizada a contribuir alguna forma de autodefensa. Los equipos de trabajo podían imponer una amplia variedad de condenas, entre las que se incluían la crítica pública, el despido del puesto de trabajo y diversas formas de vigilancia; la pena más severa que podían dictar era el envío de una persona al campo para realizar labores manuales. Tan sólo los casos más graves pasaban al sistema judicial, sometido al control del Partido. Cada campaña iba acompañada de una serie de normas emitidas por las más altas instancias, y los equipos de trabajo debían atenerse estrictamente a ellas. Sin embargo, en cada caso individual solía influir asimismo el juicio e incluso el temperamento de los miembros de los grupos de trabajo.

En cada campaña, todos aquellos que integraban la categoría designada por Pekín como objetivo eran sometidos a cierto grado de escrutinio, si bien más por parte de sus compañeros de trabajo y vecinos que por la propia policía. Ello constituía una de las innovaciones cruciales de Mao, y perseguía involucrar a toda la población en los mecanismos de control. Según el criterio del régimen, pocos delincuentes podían escapar a la atenta mirada del pueblo, especialmente en una sociedad dotada de una mentalidad de vigilancia ya ancestral. No obstante, la «eficacia» se conseguía a cambio de un precio desmesurado, ya que las campañas se desarrollaban sobre la base de criterios muy vagos, por lo que muchas personas inocentes resultaban condenadas como resultado de venganzas personales e incluso de simples rumores.