MAS ACONTECIMIENTOS
Tom estaba confuso. Habían pasado tantas cosas en tan breve espacio de tiempo, que no se sentía preparado para enfrentarse a la multitud de posibilidades que se abría ante él. ¿Le apetecía encargarse del negocio de Harry y pasar el resto de su vida comerciando con libros raros y de segunda mano en una librería de Park Slope? ¿O bien, tal como había propuesto el día en que murió Harry, era mejor venderlo todo y repartir con Rufus el producto de la venta? El hecho de que el jamaicano no quisiera el dinero carecía de importancia. El edificio era una propiedad valiosa, y si persistía en rechazar su parte, Tom se encargaría de que su abuela lo aceptara por él. La venta reportaría una enorme suma de dinero, no inferior a varios cientos de miles de dólares para cada uno, y con su parte Tom estaría en condiciones de partir de cero, de tomar la dirección que más le apeteciera. Pero ¿qué era lo que quería? Ésa era la cuestión fundamental, y de momento, la única sin respuesta. ¿Seguía interesado en llevar adelante la idea del Hotel Existencia? ¿O prefería volver a los planes que tenía al salir de Michigan y buscar un puesto de profesor de inglés en algún instituto? Y en ese caso, ¿dónde? ¿Le apetecía quedarse en Nueva York, o estaba dispuesto a hacer el equipaje y trasladarse al campo? Discutimos esas cuestiones un centenar de veces en los días siguientes, pero aparte de dejar su diminuta habitación e instalarse momentáneamente en el apartamento de Harry en el segundo piso de la librería, Tom siguió farfullando, rumiando amargamente las cosas, dando vueltas al asunto.
Afortunadamente, no tenía mucha prisa por tomar una decisión. El testamento de Harry estaba a punto de iniciar su laborioso itinerario de trámites, y pasarían meses antes de que las escrituras del edificio pasaran a manos de los beneficiarios. En cuanto a los demás activos de Harry -su exigua cuenta bancaria, algunos valores mobiliarios-, también se encontraban inmovilizados. Tom estaba sentado en una montaña de oro, pero hasta que los abogados de Flynn, Bernstein amp; Vallara zanjaran los asuntos relacionados con el legado de Harry, la verdad es que se encontraría en peor situación que antes. Privado de su paga semanal, a menos que mantuviera el Brightman's Attic funcionando a toda máquina, apenas tendría ingreso alguno. Me ofrecí a prestarle dinero, pero se negó a considerarlo. Tampoco se mostró tremendamente impresionado por mi sugerencia de que cerrara la librería durante el verano y se tomara unas largas vacaciones con Lucy y conmigo. Tenía que mantener viva la librería, objetó, se lo debía a Harry. Era una deuda moral, y su sentido del honor lo obligaba a aguantar mecha hasta el final. Muy bien, le dije, pero ¿cómo vas a llevar el negocio tú solo? Rufus se ha marchado, lo que significa que no tienes dependiente. Y no puedes permitirte contratar a nadie, ¿verdad? ¿De dónde vas a sacar dinero para pagarle?
Por primera vez en todos los años que lo conocía, Tom perdió los estribos.
– A tomar por culo, Nathan -exclamó-. ¿A quién coño le importa eso? Ya se me ocurrirá algo. Ocúpate de tus asuntos, ¿vale?
Pero los asuntos de Tom también eran mis asuntos, y me apenaba verlo en una situación tan apurada. Entonces fue cuando me puse al servicio de la causa común: por el salario nominal de un dólar al mes. Sustituiría a Rufus, propuse, y durante el tiempo que fuera necesario suspendería mi jubilación para llevar a cabo la onerosa tarea de dependiente en la planta baja del Brightman's Attic. Y si Tom así lo deseaba, no tendría inconveniente en llamarle jefe.
Y así fue como empezó una nueva etapa de nuestra.vida. Matriculé a Lucy en un cursillo veraniego de bellas artes en el colegio Berkeley Carroll de Lincoln Place, que estaba a siete manzanas y media de casa, y todas las mañanas, después de acompañarla andando hasta allí, volvía dando un paseo por la avenida y me incorporaba a mi puesto tras el mostrador de la librería. Mi trabajo en El libro del desvarío humano se resintió del cambio de rutina, pero intenté en lo posible no perder la práctica, garabateando algo a última hora de la noche, cuando Lucy se iba a la cama, aprovechando quince minutos aquí y veinte minutos allá cuando no había mucho movimiento en el local. Muy a mi pesar, los almuerzos cotidianos con Tom se interrumpieron. Sencillamente ya no había tiempo para sentarnos tranquilamente a comer, de manera que, como tantos otros, nos llevábamos al trabajo el almuerzo guardado en bolsas de papel marrón, y en cuestión de minutos nos metíamos entre pecho y espalda los sándwiches y el café frío en algún rincón mal ventilado del Attic. A las cuatro, Tom me relevaba de mis funciones detrás del mostrador para que fuese a recoger a la niña al colegio. Llevaba a Lucy conmigo a la librería y allí se entretenía hasta las seis de la tarde, hora de cerrar, leyendo algunos de los cuatro mil doscientos volúmenes que llenaban las estanterías de la planta baja.
Lucy seguía siendo un rompecabezas para mí. En muchos aspectos, era una niña modélica, y cuanto más nos conocíamos, más me gustaba, más disfrutaba de su compañía. Dejando aparte la cuestión de su madre por un momento, había mil cosas positivas que decir de nuestra niña. Desconociendo completamente la vida de la gran ciudad, se había adaptado rápidamente a su nuevo entorno y empezó a sentirse a gusto en el barrio casi de inmediato. Dondequiera que se hallara Carolina Carolina el único idioma que allí hablaban era el inglés. Ahora, cuando íbamos por la Séptima Avenida y pasábamos frente a la tintorería, la tienda de comestibles, la panadería, el salón de belleza, la cafetería, el quiosco de periódicos, la niña se veía asaltada por una plétora de lenguas diferentes. Oía español y coreano, ruso y chino, árabe y griego, japonés, alemán y francés, pero en vez de sentirse intimidada o perpleja, se regocijaba con aquella diversidad de sonidos humanos.
– Yo quiero hablar así -me dijo una mañana al entrar en un establecimiento y ver a una mujer menuda y regordeta gritando a un hombre mayor-. ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira! -decía Lucy, imitando la voz de la mujer con increíble exactitud-. ¡Hombre! ¡Gato! ¡Sucio! [12]
Un momento después, hacía una interpretación similar de un hombre que llamaba en árabe a alguien que estaba en la acera de enfrente: palabras que yo no habría sido capaz de pronunciar aunque me hubiera ido la vida en ello. La niña tenía oído, y ojos para ver, cabeza para pensar y corazón para sentir. No tuvo la menor dificultad para hacer amigos en el cursillo de verano, y al final de la primera semana ya la habían invitado tres niñas diferentes para jugar en su casa. No rehuía mis besos y abrazos cuando le daba las buenas noches; no era quisquillosa con la comida; rara vez armaba alboroto por algo. A pesar de que cometía muchos errores al hablar (que decidí no corregir), y de su fijación con los dibujos animados de la tele (no tuve más remedio que echar el freno y limitarlos a una hora diaria), no lamenté ni por un momento el hecho de haberme quedado con ella.
– Echas de menos a tu madre, ¿verdad, Lucy? -le pregunté una noche.
– Una enormidad -confirmó ella-. La echo tanto de menos, que se me parte el corazón.
– Tienes ganas de volver a veda, ¿eh?
– Más que nada en el mundo. Todas las noches rezo a Dios para que vuelva conmigo.
– Volverá. Lo único que tienes que hacer es decirme dónde puedo encontrarla.
– No puedo hacer eso, tío Nat. No hago más que repetírtelo una y otra vez, pero parece que no quieres entender lo que te digo.
– Lo entiendo. Sólo que quiero que dejes de estar triste.
– No puedo hablar de eso. Hice una promesa, y si no la cumplo, iré al infierno. El infierno es para siempre, y todavía soy una niña. No estoy preparada para arder durante toda la eternidad.
– El infierno no existe, Lucy. Y no vas a arder, ni siquiera un momento. Todos queremos a tu madre, y lo único que pretendemos es ayudarla.
– No, señor. Así no son las cosas. Por favor, tío Nat. No me hagas más preguntas sobre mamá. No le pasa nada malo, y un día volverá conmigo. Eso es lo que yo sé, yeso es lo único que te voy a decir. Si sigues con lo mismo, volveré a hacer lo que hacía cuando vine. Cerraré la boca, no despegaré los labios y no te diré una palabra. ¿Y qué conseguiremos con eso? Tú y yo nos lo pasamos muy bien hablando. Mientras no me preguntes por mamá, es como más me divierto. Hablando contigo, quiero decir. Eres encantador, tío Nat. Pero no hay por qué estropear las cosas, ¿verdad?
En apariencia, la niña estaba feliz y contenta, pero me inquietaba pensar en el tormento que debía de estar pasando para mantener su secreto. Era demasiado pedir que una niña de nueve años y medio cargara con una responsabilidad tan agobiante. Le estaban haciendo daño, y no se me ocurría una forma de impedirlo. Hablé con Tom acerca de mandada al psiquiatra, pero él pensaba que sería una pérdida de tiempo y dinero. Si Lucy no quería hablar con nosotros, desde luego no hablaría con un extraño.
– Debemos tener paciencia -concluyó-. Tarde o temprano, no podrá soportado más y lo soltará todo de corrido. Pero no dirá una palabra hasta que le parezca bien.
Seguí el consejo de Tom y de momento me reservé la idea del médico, pero eso no quería decir que tuviera en mucho su opinión. La niña nunca estaría dispuesta a hablar. Era tan tozuda, tan obstinada, tan puñeteramente inquebrantable, que estaba seguro de que podía aguantar eternamente.
Empecé a trabajar con Tom el catorce, tres días después de que esparciéramos las cenizas de Harry en Prospect Park y Rufus volviera a Jamaica con su abuela. Al día siguiente, mi hija regresaba de Inglaterra. Había estado pensando en el quince desde mi desastrosa conversación con la innombrable que dio a luz a mi hija, pero entre la vorágine de acontecimientos que se sucedieron tras nuestra brusca marcha del Chowder Inn, había tenido demasiadas preocupaciones para llevar la cuenta de los días. Estábamos efectivamente a quince de junio, pero entonces yo tenía la cabeza en otra parte y se me pasó la fecha. Tras cerrar la librería a las seis, Tom, Lucy y yo decidimos cenar temprano y fuimos al Café de la calle Dos. Luego, Lucy y yo nos dirigimos a casa, donde pensábamos pasar la velada midiendo nuestras fuerzas al Monopoly. Entonces fue cuando oí el mensaje de Rachel en el contestador. Su avión había aterrizado a la una; había entrado por la puerta de su casa a las tres; había leído mi carta a las cinco. Por su tono de voz cuando pronunciaba la palabra carta, comprendí que todo estaba olvidado.