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Pero Harry no pensaba con claridad aquel día. ¿Cómo podía pensar cuando su cabeza no era más que una herida abierta, una hendidura por donde supuraba un revoltijo de materia gris, neuronas reventadas e impulsos eléctricos cortocircuitados? ¿Dónde estaba la razón cuando el ser adorado acababa de insultarlo con una letanía de monstruosas invectivas, partiéndole el desventurado corazón con los hachazos de su desprecio? ¿Cómo podía hablarse de equilibrio mental cuando ese mismo hombre y su nueva pareja le declaran su intención de robarle todo lo que posee y él no puede hacer nada para impedirlo? ¿Quién podría criticar a Harry por falta de recursos para ver las cosas con cierta perspectiva? ¿Se le podría reprochar que hubiera caído en un estado de terror puro, de pánico animal?

Cuando Rufus entró en el despacho, Harry se levantó de la mesa y se puso a aullar. Ya estaba más allá de las palabras: era incapaz de articular una sola frase coherente, y los sonidos que salían de su garganta eran tan espantosos, contó Rufus, tan atroces y cargados de angustia, que él se puso a temblar de miedo. Dryer y Trumbell seguían bajando las escaleras hacia la salida, y sin molestarse siquiera en mirar a Rufus, Harry salió disparado de detrás del escritorio y se lanzó en su persecución. Rufus fue tras él; pero despacio, con precaución, casi paralizado por el pánico. Cuando llegó al pie de las escaleras, Dryer y Trumbell ya habían salido y Harry estaba abriendo la puerta de la librería: todavía gritando, todavía persiguiéndolos. Había un taxi aparcado justo enfrente, con el motor y el taxímetro en marcha, y los dos hombres subieron a la parte de atrás antes de que Harry pudiera alcanzarlos. Agitó el puño hacia el taxi que se alejaba, se detuvo un momento para gritar dos palabras -¡Criminales! ¡Asesinos!- y entonces, completamente fuera de sí, echó a correr por la Séptima Avenida con toda la rapidez que le permitían las piernas, chocando con los transeúntes, tropezando, cayendo al suelo, levantándose, pero sin parar un momento hasta que llegó a la siguiente esquina y el taxi se perdió de vista. Rufus lo vio todo desde lejos, siguiendo el borroso contorno de Harry mientras las lágrimas le corrían por la cara.

En el preciso momento en que Harry se detenía, Nancy Mazzuchelli doblaba la misma esquina, y al encontrarse de frente con su antiguo jefe se quedó perpleja viéndolo en tan horrible estado. Tenía las mejillas enrojecidas y brillantes, respiraba con dificultad, se había hecho un desgarrón en el codo de la chaqueta, y el pelo siempre tan repeinado le caía en desordenados mechones en torno al cráneo.

– Harry -exclamó-. ¿Qué te pasa?

– Me han asesinado, Nancy -repuso Harry, sin dejar de jadear y apretándose fuertemente el pecho con la mano-. Me han dado una puñalada en el corazón y me han matado.

Nancy lo rodeó con los brazos y le dio unas suaves palmaditas en la espalda.

– No te preocupes -lo animó-. Todo va a salir bien.

Pero no salió bien. No salió nada bien. Apenas acababa de pronunciar Nancy esas palabras, cuando Harry dejó escapar un tenue y prolongado gemido, y luego ella notó cómo su cuerpo se desmadejaba contra el suyo. Trató de sujetarlo, pero pesaba demasiado, y poco a poco ambos fueron cayendo al suelo. Y así fue como Harry Brightman, anteriormente llamado Harry Dunkel, padre de Flora y ex marido de Bette, murió en una acera de Brooklyn una bochornosa tarde del año 2000, acunado entre los brazos de la Bella y Perfecta Madre.