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Mientras iba recuperando las energías y el ánimo de antaño, Aurora pensó en la posibilidad de prepararse para un examen de ingreso en la universidad. Tom la alentó a que llevara adelante el plan, prometiendo ayudada si le resultaba difícil. Nunca es tarde, le repetía, nunca lo es para empezar de nuevo; pero en cierto sentido sí lo era. Pasaron las semanas, y al ver que Rory seguía aplazando la decisión, Tom comprendió que en realidad no estaba muy entusiasmada con la idea. En los días que libraba en el restaurante, empezó a actuar en las veladas de grupos noveles de un club de su barrio, cantando blues con tres músicos que había conocido una noche cuando les servía la cena, y el cuarteto no tardó mucho en cuajar. Se pusieron el nombre de Un Mundo Feliz, y en cuanto Tom los vio actuar, supo que el fugaz propósito de Rory de proseguir su formación se había venido abajo. Su hermana sabía cantar. Siempre había tenido buena voz, pero ahora, con los años y los pulmones sometidos al alquitrán y el humo de cincuenta mil cigarrillos, había adquirido otro timbre, distinto y cautivador: algo profundo, gutural, lleno de sensualidad, una inocencia dolorosa y maltratada que obligaba a erguirse en el asiento y escuchar con atención. Tom se alegraba por ella, pero a la vez estaba asustado. Al cabo de un mes se había liado con el bajista, y sabía que sólo era cuestión de tiempo antes de que cogiera a Lucy y se marchara con el grupo a una ciudad más grande: Chicago o Nueva York, Los Ángeles o San Francisco, cualquier sitio de Estados Unidos que no fuese Ann Arbor, en Michigan. Ilusa o no, Aurora se consideraba una estrella, y nunca se sentiría satisfecha ni realizada a menos que el mundo se fijara en ella. Tom lo veía muy claro, y por eso no hizo más que un leve intento, meramente formal, de convencerla para que no se fuera. Ayer, películas porno; hoy, blues; mañana, Dios sabe qué. Rogó por que el bajista, que la casualidad quiso que también se llamara Tom, no fuera tan estúpido como parecía.

Cuando el inevitable momento llegó, Un Mundo Feliz y su pequeña mascota subieron a una furgoneta Plymouth de segunda mano, que ya tenía ciento treinta mil kilómetros, y se dirigieron a California, a Berkeley. Pasaron siete meses hasta que Tom volvió a tener noticias de ella: una llamada telefónica en plena noche, y su voz al otro lado de la línea cantándole «Cumpleaños feliz», tan dulce e inocente como siempre.

Y luego, nada. Aurora se esfumó tan absoluta y misteriosamente como antes de su aparición en Michigan, y pese a todos sus esfuerzos Tom no llegaba a entender por qué. ¿Es que no era su amigo? ¿Acaso no podía contar con él en cualquier lío en que se viera metida? Se sintió dolido, luego furioso, deprimido después, y a medida que los dilatados meses de silencio se prolongaban hasta sumar más de un año, el suplicio que padecía se transformó en un hondo y creciente abatimiento, en la convicción de que algo horrible le había ocurrido. En el otoño de 1997, renunció definitivamente a la tesis doctoral. La víspera de su marcha de Ann Arbor, recogió todos sus apuntes, sus esquemas y sus listas, los incontables borradores de su desastre de trece capítulos, y una por una fue quemando todas las hojas en un bidón de petróleo en el patio. En cuanto se extinguió la gran hoguera melvilleana, uno de sus compañeros lo llevó en coche a la estación de autobuses, y una hora después se encontraba de camino a Nueva York. A las tres semanas de su llegada, empezó su época de taxista, y a continuación, seis semanas después, recibió una llamada de Aurora. Ni desesperada ni angustiada, explicó Tom, ni en grandes apuros ni con necesidad de dinero: simplemente quería verlo.

Se vieron al día siguiente para comer, y durante los primeros veinte o treinta minutos Tom no pudo dejar de mirarla. Ya tenía veintiséis años y seguía siendo preciosa, más guapa que cualquier mujer que hubiera conocido, pero había cambiado por completo de aspecto. Continuaba pareciéndose a su hermana, pero la mujer que se sentaba frente a él era una Aurora diferente, y Tom no llegaba a decidir si prefería la nueva versión o la antigua. En el pasado, solía llevar larga y suelta su espléndida melena; se ponía maquillaje, joyas, anillos en cada dedo, y tenía arte para vestirse con ropa imaginativa, heterodoxa: botas de cuero verde y zapatillas chinas, chaquetas de motociclista y blusas de seda, guantes de encaje y estrafalarios pañuelos de cuello; un estiro entre punk y distinguido, que parecía expresar su condición juvenil y su actitud de a la mierda todo. Ahora, en comparación, su apariencia era correcta y formal. Llevaba el pelo más corto, a lo paje; no iba maquillada salvo por un tenue toque de lápiz de labios; y su atuendo era en exceso convencional: falda tableada de color azul, suéter blanco de cachemir, y unos zapatos marrones de tacón sin nada de particular. Ningún pendiente, sólo un anillo en el dedo anular de la mano derecha, y nada en torno al cuello. Tom no se atrevía a preguntarle, pero dudaba si seguía teniendo el tatuaje del águila en el hombro izquierdo; o si, en algún esfuerzo para purificarse, para borrar todo rastro de su vida anterior, se había sometido al penoso procedimiento de suprimir el abigarrado pájaro multicolor.

No cabía duda de que se alegraba de verlo, pero al mismo tiempo la notó reacia a hablar de algo que no fuera el presente. No le ofreció disculpas por no haber llamado en todo aquel tiempo, y cuando llegó el momento de explicar sus andanzas desde que se marchó de Ann Arbor, despachó el asunto con unas breves frases. Un Mundo Feliz se disolvió menos de un año después; ella cantó con otros dos grupos en el norte de California; hubo hombres, y luego más hombres, y empezó a aficionarse demasiado a las drogas. Por fin, dejó a Lucy con dos amigas suyas -una pareja de lesbianas casi cincuentonas que vivían en Oakland- e ingresó en una clínica de desintoxicación, donde logró restablecerse al cabo de seis meses. La historia entera contada en menos de dos minutos, y como todo fue tan rápido, Tom se quedó perplejo y no le pidió más detalles. Luego Rory se puso a hablar de un tal David Minar, el responsable de su grupo en la clínica, que ya se había curado cuando ella terminó la desintoxicación y empezó el programa de rehabilitación. Él solo, sin ayuda de nadie, fue quien la salvó, aseguró Rory, y sin él jamás habría salido adelante. Más aún, era el único hombre que había conocido que no la consideraba estúpida, que no estaba pensando en follar las veinticuatro horas del día, y que no andaba tras ella sólo por su cuerpo. Sin contar a Tom, claro estaba, pero ninguna chica podía casarse con su hermano, ¿verdad? Eso estaba prohibido, así que se iba a casar con David. Ya se habían trasladado a Filadelfia, donde vivían con su madre mientras encontraban trabajo. Lucy iba a un buen colegio, y David pensaba adoptarla en cuanto se casaran. Por eso había ido ella a Nueva York: para pedir a Tom su aprobación y preguntarle si quería ser su padrino de boda. Sí, contestó Tom, claro que quería, se sentiría muy complacido. Pero ¿y su padre, preguntó él, no le correspondía a él llevar a su hija al altar? Quizá sí, contestó Rory, pero su padre no se preocupaba de ellos, ¿verdad? No pensaba más que en su mujer y sus hijos de ahora, y además era demasiado tacaño para pagarse un billete de avión de Los Angeles a Filadelfia. No, concluyó, tenía que ser Tom. O él o nadie.

Tom le pidió que le contara más cosas de David, pero ella no dijo más que vaguedades, lo que parecía indicar que no sabía tanto de su futuro marido como debería saber. David la quería, la respetaba, la trataba bien y todo eso, pero aquellas frases no ofrecían nada sólido para que Tom se hiciera una idea de la clase de persona que era. Entonces, bajando la voz hasta casi convertida en un murmullo, Aurora añadió:

– Es muy religioso.

– ¿Religioso? ¿De qué religión? -inquirió Tom, procurando que no se notara la alarma en su voz.

– Cristiana. Ya sabes, Jesucristo y todo ese rollo.

– ¿Qué significa eso? ¿Pertenece a una Iglesia reconocida, o es uno de esos integristas, un cristiano renacido?

– Lo último, me parece.

– ¿Y qué hay de ti, Rory? ¿Tú crees en esas cosas?

– Lo intento, pero me temo que no se me da muy bien. Dice David que he de tener paciencia, que un día se me abrirán los ojos y veré la luz.

– Pero tú eres medio judía. Según la ley judaica, eres completamente judía.

– Lo sé. Por parte de mamá.

– ¿Entonces?

– Dice David que no importa. Jesucristo también era judío, y no por eso dejaba de ser hijo de Dios.

– Parece que David dice muchas cosas. ¿Es él quien te ha dicho que te cortaras el pelo y cambiaras de manera de vestir?

– Nunca me obliga a nada. Lo hice porque quise.

– Y David te animó a hacerlo.

– La modestia conviene a la mujer. Dice David que mejora mi autoestima.

– Dice David.

– Por favor, Tommy, intenta ser bueno. Sé que no lo apruebas, pero por fin he encontrado la oportunidad de ser medianamente feliz, y no voy a dejar que se me escape entre los dedos. Si David quiere que me vista así, ¿qué más da? Antes iba como una fulana. Esto me sienta mejor. Ahora me encuentro más segura, más serena. Después de todas las gilipolleces que he hecho, tengo suerte de seguir viva.

Tom dio marcha atrás, cambió de tono y aquella tarde se despidieron con fuertes abrazos y fervientes besos, jurando que nunca más volverían a perderse de vista. Tom estaba seguro de que esta vez Aurora hablaba en serio, pero la fecha de la boda se aproximaba cada vez más y él seguía sin recibir la invitación: ni carta, ni llamada telefónica, ni aviso de ningún tipo. Cuando llamó al número con el prefijo de Filadelfia que ella le había garabateado en una servilleta de papel mientras comían, una voz mecánica le comunicó que aquel teléfono no pertenecía a ningún abonado. Intentó localizarla a través del servicio de información de la zona, pero ninguno de los tres David Minor con los que habló conocía a una mujer llamada Aurora Wood. Como siempre, Tom se culpó a sí mismo. Sus negativos comentarios sobre la religiosidad de Minor probablemente habían molestado a Rory, y si a ella le hubiera dado por hablar a su prometido de su hermano ateo de Nueva York, quizá él le habría prohibido invitarlo a la boda. Por lo poco que Tom sabía sobre Minor, parecía esa clase de individuo: uno de esos fanáticos prepotentes que imponían la ley a los demás, un gilipollas con pretensiones de superioridad moral.

– ¿Has vuelto a tener noticias de ella?

– Nada -contestó Tom-. Hace ya tres años que comimos juntos, y no tengo ni idea de dónde estará.