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Es cierto que el poder de Dios empieza con la creación misma, y la historia de las exigencias de este Creador es lo que da a la Biblia su carácter único. Pero Gengis Kan no es mucho más modesto. También él, como Dios, opera con la muerte. Su trato con ella es tan generoso como el de Dios; todavía deja menos cosas en vida. Pero se distingue también por un marcado sentimiento de familia, cosa que no ocurre con Dios en cuanto que ser único.

Ahora vuelvo a estar realmente en el mundo, en el mundo de mis enemigos. Gengis Kan me ha agarrado por los pelos y me ha vuelto a poner en mi sitio. Puedo provocarlo, observarlo y pensarlo en el sitio en el que mejor se escapa, en su propia leyenda.

Esta semana he vivido en una especie de sortilegio, he estado bajo el hechizo de Gengis Kan. Durante todos estos años lo he estado rehuyendo. Lo que había leído sobre él o bien era árido y sin jugo o era superficial, y siempre lo dejaba a medias sin haber sacado ningún provecho. jamás intenté sacar de él alguna conclusión; no servía como ejemplo de nada. Luego lo volvía a encontrar en el sistema psicopatológico de Schreber, el presidente del senado, quien se sentía ser la reencarnación de Gengis Kan, entre otras reencarnaciones. Ahora ha llegado a mis manos la Historia secreta de los mongoles (una obra cuya primera traducción alemana apareció en el Tercer Reich). En un relato épico dedicado a sus sucesores, contiene la historia de Gengis Kan y del imperio mongol. Es más auténtico y más fiable que cualesquiera anales. Fluye en el tiempo, pero éste no se encuentra dividido en fragmentos.

Cuánto más leo este libro – y las últimas semanas apenas he hecho otra cosa – más me convenzo de que de esta «Historia secreta» se pueden sacar todas las leyes del poder. Esta misma impresión tuve otra vez con otro libro, la Biblia. Pero el contenido de la Biblia es muy amplio; contiene tantos elementos que luego han sido más importantes, que interpretarla como una serie de acontecimientos de poder podría parecer una deformación de esta obra. En la «Historia secreta» no hay nada más que esto. Es la historia de un poder veloz e irresistible, el poder más grande y más estable que haya existido nunca en el ámbito de una vida. Surgió en medio de hombres para quienes el dinero no podía significar nada. Este poder era visible en los movimientos de los caballos y de las flechas. Venía de un mundo anterior de cazadores y bandidos y conquistó el resto del mundo.

Desde que me he convertido en un mongol, que día y noche no pienso en otra cosa, siento muy pocas veces la necesidad de tomar notas. En estos momentos estoy leyendo además todo lo que hay sobre este mismo tema, horas y horas, y cuando dejo de leer, siento algo así como un ligero sopor.

Ya no es la fascinación que me producen los enemigos, como pensaba a veces antes, es simplemente, el esfuerzo por lo que no comprendo: la sangre de la que vivimos y que continuamente se está derramando en todas partes. Yo mismo no puedo verla; mis manos, horrorizadas y asqueadas, se han mantenido siempre lejos de la sangre. Pero ¡qué pena me dan aquellos a quienes les basta que a su alrededor todo siga el mismo camino de siempre, cuando ellos mismos se alimentan de los crímenes que los otros cometen diariamente para ellos! Dormir y aceptar esto es algo que no voy a hacer nunca. Pero intentaré estudiar todo lo que tiene que ver con este tema y, con un esfuerzo modesto, pero a la vez constante, intentaré acercarme a aquello que no va a explicar ningún destello repentino de la intuición.

La historia de los mongoles la vivo personalmente como la historia de una expansión y aunque todo lo que ha ocurrido en ella lo desapruebo y lo detesto, no obstante, se me comunica algo de esta atmósfera. El falso conquistador me incita a su vez a la conquista de mí mismo.

No tiene sentido vivir sólo rechazando. Aun en el caso de que no pudiéramos ver ni una sola acción que mereciera nuestro consentimiento , por lo menos nuestra reprobación debería ser tan enérgica Y tan enconada que ella misma se convirtiera ya en acción. El hombre no ha nacido únicamente para la defensa. De un modo u otro tiene también que atacar. De ahí que, en definitiva, lo importante sea qué es lo que atacamos.

Todos los rasgos de la dispendiosidad del segundo Chan Ogotai de los mongoles me llenan de satisfacción. Su aversión por los tesoros es tan grande que continuamente tiene que estar peleando contra los que le rodean, que le amonestan para que sea más prudente. La destrucció n de los mongoles se ha convertido en él en derroche . Quiere devolverles a los hombres algo de lo que se les había quitado. Del oficio de gobernar lo que más le gusta es el reparto . Este hombre me recuerda que una de las más antiguas y más importantes formas del poder proviene de la horda de reparto. La regulación de los repartos, en muchas tribus se confiaba a un solo individuo, que aprendía a llevarla a cabo sin riesgo. Este repartía de un modo justo. Pero con ello se iba haciendo cada vez más poderoso; y al final era más importante que poseyera mucho que no que repartiera.

El poder de matar desaparece ante el poder de conjurar. ¿Qué es el más grande y más terrible de los homicidas comparado con un hombre que, con un conjuro, devuelve la vida a un solo muerto?

Qué ridículos aparecen los esfuerzos de los poderosos por escapar de la muerte y qué grandiosos los esfuerzos de los chamanes por conjurar la presencia de los muertos. Mientras creen en lo que hacen, mientras no se limitan a simularlo, son dignos de veneración.

Me resultan despreciables los sacerdotes de todas las religiones que no pueden hacer volver a los muertos. Se limitan a afianzar una frontera que nadie puede traspasar. Administran lo perdido de tal manera que siga siendo perdido. Prometen un viaje a no se sabe dónde con el fin de esconder su impotencia. Están contentos de que los muertos no vuelvan. Mantienen a los muertos al otro lado.

A menudo hay algo de angustiante y penoso en el culto funerario a otros. Un volver la espalda al mundo de los vivos; y como unos pertenece a este mundo, dedicado a otro siente como lesivo ; como si para éste uno no pudiera significar nada, como si para él un ser viviente no pudiera tener ningún sentido.

Habría que tener mucho cuidado para no encerrarse a uno mismo con el muerto; hay que dejarle a la intemperie y a muchos otros brindarles una relación con el muerto. Sin ser molestos deberíamos hablar de él a la gente y no deformarlo dejándolo en el aislamiento.

Las interrupciones son buenas para aquel a quien le crecen muros por todas partes. Felices aquellos que saltan por encima de estos muros antes de que sean demasiado altos.

Es vergonzoso cómo uno, a pesar de todas las convicciones contradictorias, es más práctico que la mayoría de los hombres. De cada experiencia he aprendido tanto y de un modo tan radical que no voy a consistir más que en un conjunto de moralejas válidas, aunque espirituales.

Del Islam ya no me podré librar. Mis antepasados han vivido siglos en Turquía, y antes – quizá un período de tiempo igual – en la España musulmana. Una y otra vez me he acercado al islam, una y otra vez me he apartado de él. Hay algo en el fanatismo de esta fe que, hace años, se avenía con mi manera de ser. Mi liberación y mi realización como ser humano es algo así como una liberación de mi propio Islam. El Dios del Islam es un ser más concentrado que el Dios de los judíos. En los señores de los estados islámicos, este Dios, a modo de ejemplo, ha ejercido una influencia enorme. Lo que me tortura, lo que odio, lo que combato y lo que intento reducir a escombros lo encuentro una y otra vez, en su expresión más claramente acuñada, en los señores del Islam.

Allí se encuentra la doble generosidad, la de matar y la de regalar; la sumisión a la ley ritual; el modo como los que dominan reconocen al Poderoso, a Dios; la fuerza que éste les comunica para cometer cualquier atrocidad; el modo como anticipan el juicio Universal con infinidad de juicios particulares que le preceden. Allí se encuentra la igualdad de todos los hombres ante la fe, una igualdad cuya última consecuencia es prácticamente el derecho que los todos hombres tienen a ser matados. Allí está Dios, como asesino, que decide y manda ejecutar la muerte de cada individuo; y allí está el señor que, con la mayor ingenuidad, se afana por imitar a Dios. Allí está la orden que, de un modo claro y diáfano, exhibe siempre su carácter arcaico de sentencia de muerte; el reconocimiento religioso de todo poder que sea capaz de afirmarse – Dios lo da a quién quiere, ahora a éste, ahora a aquél – y su realización religiosa que, una y otra vez, no sirve más que para conseguir el poder.

Hay una tremenda desnudez en el dominio que se ejerce en el Islam, una religión, por otra parte, que con la ley lo viste y lo cubre todo con varios velos.

Es únicamente un dominio sobre hombres, un dominio que llega a su máximo esplendor en las grandes ciudades, en las ciudades cosmopolitas. La época del sometimiento del animal pasó hace tiempo, ya no se discute; éste es solamente víctima.

El tono de Nietzsche tiene algo del Corán. ¡Jamás se lo hubiera ¡ido imaginar!

En el fondo, para mí ahora sólo cuentan los días en los que me dedico a alguno de los libros sagrados. Del mismo modo como antes había gente que tenía que rezar todos los días, yo tengo que meditar sobre alguno u otro de los viejos temas sagrados, como si allí tuviera que encontrar el mal que alguna vez podríamos hacernos.

Pero no quiero prevenir. Tampoco quiero prever el futuro. Odio a los profetas. Quiero sólo sostener lo que somos. No creo que esto se pueda encontrar ni en argumentos ni en discusiones. Pero quiero conocer todas las afirmaciones . Lo único que me interesa son las afirmaciones. Que pueden discutirse, ya lo sé. Pero quiero tener en mí todas las afirmaciones, unas al lado de otras como si estuvieran libres de toda controversia. Ya sé que no lo están y que ya no deben estarlo para nadie. Pero mi destino, mi tarea, es mantenerlas vivas dentro de mí y meditar sobre ellas.

¿Pero quién eres tú para examinar? ¿Qué te has creído? La sola inquietud no te da derecho a examinar.

Tu única justificación es tu inconmovible odio a la muerte. Es la muerte de todos y por esto examinas por todos.