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Decía que ser sordo es mucho peor que ser ciego. Los sordos, por así decirlo, son ciegos en todas las direcciones. Detrás, al lado, delante. En cambio, el ciego sólo es ciego en una dirección, porque, dejando aparte su ceguera, oye por todas partes.

De los colores, decía, no podía tener ninguna idea, pero le interesaba profundamente todo lo que tenía que ver con las artes plásticas y le gustaba oír hablar de este tema. Lo que veía interiormente no era ni claro ni oscuro, era una extraña cosa intermedia que difícilmente podía describir.

Si. nadie pudiera ver, incluso los ciegos estarían perdidos. Pero como todos serían ciegos, todos estarían perdidos. No está claro cuánto tiempo podrían arreglárselas los hombres con los recuerdos de la época en que veían, si, de repente, por un accidente, se volvieran todos ciegos. Deberían guardar y transmitir cuidadosamente un tesoro de experiencias. Este tesoro iría adquiriendo poco a poco el carácter de una revelación religiosa, igual como ocurre los que profesan una fe y cuentan los milagros en los que participaron los fundadores de aquélla. Cabría pensar que el recuerdo de videntes y de cosas vistas mantendría unidos durante muchos siglos a los ciegos. Sería curioso que, de repente, uno de ellos, uno solo, volviera a ver y les contara a los demás sobre la verdad de su antigua fe.

La pregunta central de todo ética: ¿hay que decirles a los hombres hasta qué punto son malos? ¿O bien hay que dejarlos ser malos en su inocencia? Para contestar a esta pregunta habría que decidir antes si el conocimiento de su maldad le dejaría abierta al hombre la posibilidad de mejorar, o bien si este conocimiento es justo el que hace inextirpable la maldad del hombre. Porque podría ser que, una vez se le hubiera aislado y designado como tal, lo malo no pudiera hacer otra cosa que seguir siendo malo; en este caso es posible que pudiera ocultarse, pero seguiría existiendo.

Tres actitudes fundamentales del hombre que corteja a una mujer: el que se pavonea, el que promete, y el que busca una madre como quien pide limosna.

Al hombre que se ha acostumbrado a su propio pensamiento sólo hay una cosa que le pueda salvar de la desesperación: la confidencia que ha arrancado a los demás, que apunta y olvida, y luego – sólo con sorpresa – vuelve a encontrar. Porque todo lo que sigue haciendo de un modo consciente, todo aquello en que sigue pensando regularmente todos los días no hace más que aumentar, enredarle más en el mundo que te amenaza. Sólo puede seguir siendo libre si piensa inútilmente. Sus contradicciones tienen que salvarle; la multitud y variedad de éstas, su insondable carencia de sentido. Porque el hombre creativo acaba siendo la víctima de su propia exactitud; su veneno es el callejón en el que se mete; hasta la lectura se convierte para él en la continuación de sí mismo, como si las hojas que va pasando estuvieran prefiguradas en él. Una sola cosa puede ayudarle: el caos de pensamientos que él mismo ha creado; en la medida en que estos pensamientos permanezcan aislados, sin continuación; en la medida en que estén olvidados.

A los amigos los necesitamos, sobre todo, para ser más insolentes, es decir, para ser más nosotros mismos. A ellos les dedicamos nuestras fanfarronadas, nuestras arbitrariedades, nuestras vanidades; ante ellos, uno se manifiesta peor o mejor de lo que es en realidad. Ahí uno no se avergüenza de ninguna falsedad: el amigo, que nos conoce, sabe en qué medida podría llegar a ser verdad lo que decimos. Las reglas generales y las costumbres a las que normalmente hay que atenerse aburren al amigo, el cual, en los momentos serios de su vida, las sigue tan bien como nosotros mismos. Mientras está con nosotros quiere prescindir de ellas: la libertad que nos concede, nosotros se la devolvemos. Está muy satisfecho; también a él le gusta ser él mismo.

Es muy curioso pensar que entre nosotros anda gente que, día tras día, están examinando cuerpos humanos, en todos sus detalles; cuerpos feos, desnudos, deformados, de todo sexo y edad, y que nunca tienen bastante: los médicos. Mientras tanto están sentados entre nosotros, con caras inocentes, y nos hablan como los demás, y les tememos; les saludamos y les damos la mano amablemente.

Cómo me gustaría oírme alguna vez como si fuera un extraño, sin conocerme, y sólo después enterarme de que era yo.

Ver como gemelos a todos los hombres que uno conoce: cada uno tiene su dimensión de gemelo; cada uno se busca a sí mismo como si buscara a otro; como todos los hombres son distintos, cada uno busca de una manera distinta. Para la mayoría de los hombres esta búsqueda es saludable. En cambio, para aquellos que son realmente gemelos, se complica: lo que podrían buscar lo tienen ya, a modo de falso imperativo.

Inventar una nueva música en la que los sonidos contrasten con las palabras del modo más vivo posible; y que de esta manera, cambien a las palabras, las rejuvenezcan, las llenen de un nuevo sentido. Por medio de la música quitarles a las palabras su peligrosidad. Por medio de la música cargarlas de nuevo peligro. Por medio de la música hacer a las palabras odiosas, queridas. Por medio de la música hacer saltar en añicos las palabras; unirlas.

Si fuéramos mejores no necesitaríamos la música. Es la maldad de los hombres lo que les hace tan aficionados a la música. Qué pensarían de sí mismos si no tuvieran música. Un criminal sabría como consolarse si le dieran a oír la música adecuada. Mientras suena la música, todos los valores y todos los juicios son distintos; quedan superados, elevados, llenos de un nuevo contenido, cumplidos; cualquier cosa que pensemos tiene más sentido o menos; son posibles sobre todo nuevas conexiones, y bajo tales auspicios parece que éstas sean para la eternidad.

No hay ningún deseo ardiente por el que no haya que pagar algo. Sin embargo su precio más alto es el cumplimiento de este deseo.

Uno puede querer saber más y más; pero llega un punto en el que lo sabido se hace insoportable y se venga de haber encontrado demasiado.

Visitar los países como si no hubiera otros; pero visitar muchos.

Para poder vivir tenemos que ser conscientes de varias clases de injusticia; de ellas algunas tienen que estar ya cometidas y consumadas; otras, cuya posibilidad está abierta, hay que cometerlas todavía. La suma de injusticias de uno y otro tipo no debe ser ni demasiado grande ni demasiado pequeña. Un santo debe inventarse pecados falsos. Aquel que pueda decirse a sí mismo sinceramente: «no he hecho nada malo» está perdido. Porque lo malo está ahí y tiene pretensiones, y no en vano la fe en un pecado original ha llegado a tener tanto prestigio.

Lo decepcionante de las lenguas: que aparezcan como algo tan vinculante – con sus sonidos, palabras y reglas – y que uno pueda luego decir casi lo mismo de un modo completamente distinto, en otra lengua.

En la traducción lo único interesante es lo que se pierde ; para encontrar esto debería uno traducir de vez en cuando.

Aún existen los innumerables países por los que uno suspira; la forma y dureza de sus montañas, las curvas de sus ríos, y sus transparentes ciudades, llenas de hombres locuaces que van muriendo en distintas épocas, no de una vez, no todos de repente; todavía puede uno confundirse en el pretendido significado de sus palabras y en el sinsentido de sus destinos. Las cosas son todavía más ricas, más variadas, más distintas que nunca; justo antes de que se conviertan en una sola cosa y lleguen a su fin.

Lo mejor es estar entre personas a las que ya no volveremos a ver; las soportamos justo en tanto en que creernos que nunca van a hacernos nada.

En una ciudad realmente hermosa a la larga no se puede vivir: le quita a uno todas las nostalgias.

No hay nada más difícil de dominar que el estudio, la pasión por el estudio sin sentido; como si uno fuera el primer hombre y tuviera que prepararle a la Humanidad futura sus conocimientos. No hay modo de acostumbrarse a la idea de que uno es mucho más el último hombre que el primero.

Hacer que algo no haya sucedido, un único suceso, un único insignificante acontecimiento, una nada casi: la historia de un hombre que quiere hacer que una nada así no haya sucedido. Sus desesperados esfuerzos, del mismo modo como otros, en una enigmática concentración, persiguen una meta determinada, algo que ellos tienen que conquistar o poseer; de este modo este hombre tiene su meta negativa: separar algo de la serie de sus vivencias y echarlo a un lado.

Pero tiene que ser algo mínimo, no una culpa; porque para las culpas se han fijado expiaciones.

Viejas amenazas, como pescado cocido, se les puede sacar las espinas.

Cuando uno ha hecho muchas palabras, acaba siendo insensible a lo mucho que éstas significan para los otros. Sólo entonces empieza la verdadera maldad del hombre-palabra.

Desde que vi un estómago humano, nueve décimas partes de un estómago humano – no hacía ni dos horas que lo habían extirpado -, todavía sé menos por qué se come. Tenía exactamente el mismo aspecto que los trozos de carne que los hombres asan en sus cocinas; incluso su tamaño era el de un filete normal. ¿Por qué lo semejante vuelve a lo semejante? ¿Por qué este rodeo? ¿Por que tiene que estar pasando continuamente carne por los intestinos de otra carne? ¿Por qué precisamente esto tiene que ser la condición de nuestra vida?

Una ciudad en la que los hombres llegan a más o menos viejos según se les ame más o menos. La aversión y el afecto se equilibran el uno al otro y el resultado es decisivo para la duración una vida.

De vez en cuando uno deja lo mejor de sí mismo en la calle, como si fuera un periódico viejo, y pasa otro, se da cuenta de que es un periódico escrito en una lengua que no es la suya, que él no puede leer, y, enfadado, lo pisa para ensuciarlo más.

Llega un punto en el que uno ya no puede vivenciar más cosas, quiere que todo lo anterior cobre su sentido inequívoco y reposado. Porque los acontecimientos y las influencias que van a venir después cambian lo anterior; no es que se pierda del todo, pero cambia tanto que pierde su carácter de algo único e irrepetible. Las transformaciones usan lo que existe; en realidad no hay nada que se transforme hacia atrás. Puede que el conocer los estadios en los cuales sólo está permitido mirar hacia atrás y hablar sea el súmum del arte poético de la vida. En realidad ocurre que uno pierde la mayoría de sus obras porque va en pos de lo siguiente. Esta hambre de inmensidad en uno mismo, de poseer un caudal de mundo viviente que seguiría existiendo aún en el caso de que ya no existiera el mundo, esta hambre es grandiosa y plenamente digna de un ser humano, pero, una vez suscitada, ya no se puede saciar, y a aquel que está acosado por ella no le queda más remedio que engañarla de vez en cuando con astucias y mecerla en el sueño.