SILENCIO EN LA CASA Y LA AZOTEA VACÍA
Para tener confianza en una ciudad extraña se necesita un espacio cerrado sobre el que ostentar un cierto derecho y donde se pueda estar solo cuando el barullo de voces nuevas e incomprensibles aumente. Ese espacio ha de ser silencioso; nadie debe vernos cuando nos cobijamos en él, nadie cuando lo abandonamos. Acaba por ser lo más hermoso escabullirse en un callejón sin salida, permanecer de pie frente a un portal del que se posee la llave en el bolsillo, y abrir sin que mortal alguno pueda oírlo.
Se accede a la humedad de la casa y se cierra la puerta. Está oscuro y por un instante nada se ve. Se siente uno como los ciegos de las plazas y callejas que hemos abandonado. Pero pronto recuperamos la luz. Damos con los empedrados peldaños que conducen al piso, y arriba nos encontramos con un gato. El gato materializa la ausencia de ruidos que tanto extrañamos. Por ello agradecemos que viva, a la vez que le dejamos vivir en silencio. Y le alimentamos sin necesidad de que grite «Alá» mil veces al día. No está lisiado y tampoco precisa abandonarse a un espantoso destino. Disfruta siendo atroz, pero no lo dice.
Vamos, venimos y respiramos el silencio. ¿Dónde ha quedado aquel trajín monstruoso? ¿Dónde la luz deslumbrante y los ruidos estridentes? ¿Dónde los cientos y cientos de rostros? En estas casas pocas ventanas dan al callejón, e incluso a veces ninguna; todo se abre al patio, y éste al cielo. Sólo a través del patio se accede al contacto agradable y mesurado con su entorno.
Siempre puede uno subir a la azotea y ver de un solo golpe de vista todos los terrados de la ciudad. Constituye una chata impresión, pues todo parece construido en amplias gradas. Se tiende a pensar que sería posible pasear sobre la ciudad entera. Las callejas no son obstáculo, apenas se ven; se olvida incluso que existan. Muy cerca resplandecen los picos del Atlas, que alguien podría tomar por la cordillera de los Alpes, si la luz sobre ellos no fuese tan intensa y las palmeras no se interpusiesen entre ellos y la ciudad.
Los minaretes, que se alzan aquí y allá, no son campanarios en modo alguno. Son ciertamente esbeltos, pero no demasiado puntiagudos; su anchura es la misma arriba que abajo, debido a esa plataforma desde donde se llama a la oración allá en lo alto. Son algo así como faros habitados por una voz.
Sobre los terrados de las casas se mueve una población de golondrinas. Es como una segunda ciudad, sólo que en ella se circula con tanta prisa como despacio los hombres por las callejas. Las golondrinas nunca descansan, y uno se pregunta si duermen alguna vez; les falta pereza, sosiego y dignidad. Roban al vuelo, y los terrados, vacíos, deben antojárseles un país conquistado.
Cualquiera puede pasar desapercibido en esas azoteas. Aquí, repetía en mi interior, podré ver mujeres como en un cuento, desde aquí podré mirar en los patios de las casas vecinas y atisbar sus movimientos. Cuando subí por primera vez al terrado que pertenecía a la casa de mi amigo, me sentía lleno de expectación, y mientras ojeaba a lo lejos los montes sobre la ciudad, mi amigo se mostraba contento, y yo comprendía su orgullo por haber podido enseñarme algo tan hermoso. Pero pareció inquietarse cuando me cansé de la lejanía y mi curiosidad prendió en lo cercano. Me pilló mirando hacia el patio de la casa vecina, donde escuché, para mi satisfacción, voces españolas y femeninas.
«Aquí no se hace eso», me dijo. «No se debe. Yo he sido reprendido con frecuencia por ello. Resulta poco delicado preocuparse por los asuntos de la casa del vecino. Es incorrecto. A decir verdad, jamás debe uno dejarse ver en el terrado, sobre todo si es hombre. Pues a menudo andan las mujeres por la azotea y quieren sentirse tranquilas.»
«Pero si no hay ninguna mujer por ahí.»
«Quizás se nos haya visto ya», reflexionó. «Nos llamarán la atención. Tampoco se debe hablar en la calle con una mujer con velo.»
«¿Y si he de preguntar por el camino a seguir?»
«En ese caso tienes que esperar a cruzarte con un hombre.»
«Pero, sin duda, podrás acomodarte en tu propia azotea. Si notas la presencia de alguien en el terrado vecino, no es culpa tuya.»
«Entonces debo apartar la mirada y dejar bien patente cuan desinteresado soy. Una mujer ha aparecido ahora a nuestra espalda. Se trata de una vieja sirvienta. Ni siquiera tiene idea de que yo haya notado su presencia; pero ya se ha esfumado.»
Apenas tuve tiempo de volverme. «En tal caso, se es menos libre en la azotea que en la calle…»
«En efecto», afirmó. «No queremos perder la buena fama entre el vecindario.»
Observé a las golondrinas y envidié qué despreocupadamente sobrevolaban tres, cinco, diez azoteas a un tiempo.