En principio daba la impresión de que habían venido aquí dispuestos a creer que yo era el asesino y a probarlo, pero, en mi opinión, ése no era el único motivo. También habían llamado a mi puerta por soledad y desesperación. Cuando les abrí, la daga que Mariposa sostenía hacia mí estaba temblando. No sólo les aterrorizaba la idea de que el miserable asesino, cuya identidad eran incapaces de descubrir, se les acercara con una amistosa sonrisa, les arrinconara en la oscuridad y les cortara la garganta, sino que además les quitaba el sueño pensar que el Maestro Osman llegara a un acuerdo con Nuestro Sultán y con el Tesorero Imperial y les entregara a los torturadores y les hundía la moral la muchedumbre de erzurumíes de fuera. Abrumados por aquella ansiedad, querían ser mis amigos. Pero el Maestro Osman les había dicho justo lo contrario. Ahora, tal y como sinceramente deseaban, tenía que demostrarles con toda precisión que lo cierto era exactamente lo opuesto de lo que él les había contado.
Afirmar que el gran maestro se equivocaba, que chocheaba, me habría supuesto enfrentarme de inmediato a Mariposa. Porque en los ojos nublados del hermoso ilustrador de pestañas como mariposas, que seguía golpeando mi armadura con la daga, me parecía ver aún las pálidas llamas del amor que todavía sentía por el gran maestro de quien había sido el favorito. En mis años de juventud, la intimidad de aquella pareja, maestro y aprendiz, había sido blanco de las pullas en extremo envidiosas de los demás ilustradores, pero a ellos no les importaba y se lanzaban largas miradas y se acariciaban delante de todo el mundo y más tarde el Maestro Osman anunciaba cruelmente que Mariposa poseía el cálamo más diestro y la paleta de colores más sólida. Aquel juicio, que era cierto la mayor parte de las veces, daba paso a interminables juegos de palabras entre los ilustradores envidiosos, que usaban los cálamos, los pinceles y los tinteros para hacer alusiones indecentes, insinuaciones diabólicas y metáforas obscenas. Por esa razón hoy no soy yo el único en notar que el Maestro Osman quiere que sea Mariposa quien le suceda al frente del taller. Hace mucho tiempo que he comprendido que eso es lo que el gran maestro tiene en la cabeza en realidad mientras les habla a los demás de mi belicosidad, de mi mal carácter y de mi testarudez. Cree, con toda la razón, que me inclino mucho más por los estilos de los francos que Aceituna y Mariposa y sabe que no podrá ignorar los nuevos caprichos de Nuestro Sultán diciéndole simplemente «Los maestros antiguos nunca habrían pintado así».
Era consciente de que en ese punto podría contar con la plena colaboración de Negro. Nuestro flamante y entusiasta recién casado debía de querer con todas sus fuerzas terminar el libro de su difunto Tío no sólo para conquistar el corazón de la hermosa Seküre y demostrar que podía ocupar el lugar de su padre, sino también para ganar el favor de Nuestro Sultán por el camino más corto.
Así pues, tiré del hilo por donde menos lo esperaban e inicié la cuestión afirmando que el libro del Tío era un milagro feliz como nunca se había visto otro igual. Cuando aquella maravilla quedara terminada tal y como Nuestro Sultán había ordenado y como el difunto señor Tío quería, haría que el mundo entero se quedara con la boca abierta ante el poder y la riqueza del sultán otomano y ante el talento, la elegancia y la habilidad de nosotros, sus maestros ilustradores. Nos temerían y les inquietarían nuestra fuerza y nuestra firmeza y, observando cómo nos reíamos, cómo cogíamos lo que nos apetecía del estilo de los maestros francos, cómo usábamos alegres colores y cómo éramos capaces de ver hasta el más mínimo de los detalles, comprenderían aterrorizados algo que sólo en muy escasas ocasiones notan los más inteligentes de los sultanes, que nos situamos tanto en algún lugar en el interior del mundo que pintamos como muy lejos de él, entre los maestros antiguos.
Al principio Mariposa había comenzado a golpear mi armadura como un niño que quisiera comprender si era auténtica o no, luego empezó a hacerlo como un amigo que quisiera comprobar su resistencia y por fin, además de las dos excusas anteriores, acabó golpeando como un envidioso incorregible que quisiera perforarla y hacerme daño. En realidad, debía de haber comprendido que yo tenía más talento que él y, lo que era peor, debía de notar amargamente que el Maestro Osman también lo sabía. Como Mariposa era un maestro incomparable gracias al talento que Dios le había dado, su envidia me hacía sentir aún más orgulloso: como yo me había convertido en maestro gracias a la fuerza de mi propio cálamo y no agarrándome al de mi mentor, sentía que podría hacerle aceptar mi superioridad.
Alcé la voz y les expliqué que era una lástima que hubiera quienes querían sabotear aquel libro maravilloso de Nuestro Sultán y del difunto Tío. El Maestro Osman era nuestro padre, nuestro maestro; ¡todo lo habíamos aprendido de él! Pero después de seguir su pista en el Tesoro de Nuestro Sultán y comprender que Aceituna era el miserable asesino, había intentado ocultarlo por alguna razón desconocida. Les dije que estaba seguro de que si no habían podido encontrar a Aceituna en su casa era porque se escondía en el monasterio abandonado de los kalenderis que había cerca de la Puerta de Fener. Aquel monasterio había sido clausurado en tiempos del abuelo de Nuestro Sultán, no por ser un nido de degradación e inmoralidad, que lo era, sino a causa de las interminables guerras con los persas, y recordaba que Aceituna había presumido en tiempos de ser el «guardián» del monasterio cerrado. Si no confiaban en mí o si pensaban que en todo lo que decía acechaba una conspiración, ellos eran quienes tenían la daga y podrían darme mi castigo allí mismo.
Mariposa me dio otros dos fuertes golpes con la daga que muy pocas armaduras habrían resistido. Se volvió hacia Negro, que me daba la razón, y le gritó de manera infantil. Me acerqué a él por detrás, rodeé el cuello de Mariposa con mi brazo armado y tiré hacia mí. Con la otra mano le doblé el brazo e hice caer la daga. En realidad ni estábamos luchando del todo ni estábamos jugando. Les conté la historia de una escena parecida que hay en el Libro de los reyes . Es poco conocida:
– El tercer día del enfrentamiento entre los ejércitos de Irán y Turan, dispuestos los unos frente a los otros perfectamente armados y equipados en las faldas del monte Hamaran, los turaníes enviaron al campo de batalla al hábil Sengil para que averiguara quién era el misterioso guerrero iraní que en cada uno de los días precedentes había matado a un gran guerrero de Turan -así comencé el relato-. Cuando Sengil desafió al misterioso guerrero, el otro aceptó: los ejércitos de ambos bandos los contemplaban conteniendo el aliento con sus armaduras brillando al sol de mediodía cuando los caballos armados de los dos héroes se lanzaron el uno contra el otro a tal velocidad que las chispas que brotaron de las armaduras quemaron la piel de los animales. La lucha duró largo rato. El turaní lanzaba flechas y el iraní manejaba con habilidad su espada y su montura y por fin el misterioso iraní sujetó por la cola el caballo de Sengil el turaní y lo derribó; lo alcanzó mientras trataba de huir, lo agarró por detrás de la armadura y le apresó el cuello. Mientras aceptaba su derrota, el turaní, curioso por saber la identidad del misterioso guerrero, le preguntó desesperado lo que todos querían saber desde hacía días: «¿Quién eres?». «Para ti, me llamo Muerte», le contestó el misterioso guerrero. ¿Quién era?
– El legendario Rüstem -contestó Mariposa alegre como un niño.
Le besé en el cuello.
– Todos hemos traicionado al Maestro Osman -dije-. Ahora, antes de que nos proporcione nuestro castigo, tenemos que encontrar a Aceituna, deshacernos de ese veneno que nos corrompe y llegar a un acuerdo firme de manera que podamos enfrentarnos con entereza a los enemigos eternos de la pintura y a aquellos que quieren entregarnos directamente a los torturadores. Quizá cuando lleguemos al monasterio abandonado de Aceituna comprendamos que el despiadado asesino no es uno de los nuestros.
El pobre Mariposa no abrió la boca. Por mucho talento que tuviera, por muy arrogante que fuera o por bien guardadas que tuviera las espaldas, en el fondo, como todos los ilustradores que buscan la compañía de sus iguales a pesar de envidiarlos con un odio profundo, le aterrorizaba ir al Infierno o quedarse completamente solo en este mundo.
En el camino a la Puerta de Fener brillaba en todo lo alto una luz amarilla de un extraño tono verdoso, pero no era la luz de la luna. Sólo a causa de dicha luz desaparecía la imagen de ese Estambul inmutable que formaban por la noche los cipreses, las cúpulas, los muros de piedra, las casas de madera y los solares provocados por los incendios, y en su lugar aparecía otra que daba la impresión de extrañeza que habría provocado una fortaleza enemiga. Cuando llegamos a lo alto de la colina vimos a lo lejos un incendio que había en algún lugar por detrás de la mezquita de Beyazit.
En la ciega oscuridad nos encontramos con un carro de bueyes medio cargado de sacos de harina que, como nosotros, se dirigía a las murallas, y nos montamos en él a cambio de un par de ásperos. Negro llevaba consigo las pinturas, así que se sentó con cuidado. Estaba tumbado observando las nubes bajas iluminadas por el incendio cuando me cayó en el casco la primera gota de lluvia.
Tras el largo trayecto, mientras buscábamos el monasterio abandonado, despertamos a todos los perros del barrio, que, en realidad, parecía todo él desierto a aquellas horas de la noche. Por mucho que viéramos las llamas de las lámparas encendidas por nuestra causa en algunas casas de piedra, sólo se abrió la cuarta puerta a la que llamamos y un abuelete con un gorro de lana, que nos miraba a la luz de la lámpara como si viera un fantasma, nos indicó dónde se encontraba el monasterio abandonado sin sacar la nariz a la lluvia que iba arreciando, pero añadió complacido que los duendes, los trasgos y los espectros malignos nos harían sufrir lo nuestro.
En el jardín del monasterio nos recibieron con tranquilidad unos orgullosos cipreses a los que no afectaban el olor a hojas podridas ni la lluvia. Acerqué el ojo primero a las grietas de las cubiertas de madera de los muros del monasterio y luego al postigo de una pequeña ventana y vi a la luz de un candil la sombra amenazadora de alguien que rezaba o que aparentaba rezar sólo para que nosotros lo viéramos.