Изменить стиль страницы

Capítulo 11

Nathalia dejó su bloc encima de la mesa.

– He visto cosas originales en este oficio, pero usted ha batido el récord -dijo, cogiendo la cafetera del hornillo.

Miró largamente a Lauren. En treinta años de carrera había asistido a un gran número de interrogatorios y podía juzgar la sinceridad de un sospechoso en menos tiempo del que éste había necesitado para cometer el delito. La joven interna decidió cooperar; excepto la complicidad de Paul no tenía nada que esconder. Asumía sus actos. Si volviera a presentarse una situación idéntica, adoptaría la misma actitud.

Transcurrió media hora mientras Lauren relataba y Nathalia escuchaba, sirviendo café de tanto en tanto.

– No ha apuntado ni una palabra de mi declaración – comentó Lauren.

– No he venido para eso; un inspector lo hará mañana por la mañana. Le recomiendo que espere a un abogado antes de contarle a otra persona lo que acaba de decirme a mí. ¿Su paciente tiene alguna posibilidad de salir con vida?

– No lo sabremos hasta el final de la intervención, ¿por qué?

Si la actuación de Lauren le había salvado la vida, Nathalia pensaba que seguramente disuadiría a los administradores del Mission San Pedro de presentarse como acusación civil.

– ¿No pueden dejarme salir mientras dure la operación? Juro que me presentaré aquí de nuevo mañana.

– Primero es necesario que un juez determine su fianza. En el mejor de los casos, la recibirá esta tarde, a no ser que su colega retire la denuncia.

– No cuente con ello; ya no me podía ver cuando estudiábamos en la facultad, creo que aquí ha encontrado su revancha.

– ¿Se conocían?

– Tuve que soportarle como compañero de banco en cuarto curso.

– ¿Y ocupaba un poco más de espacio del que le tocaba?

– El día que me puso las manos en los muslos, lo rechacé con bastante brusquedad.

– ¿Y luego?

– ¿Puedo contarle esto sin la presencia de mi abogado? -replicó Lauren en un tono divertido-. Lo abofeteé en plena clase de biología molecular. El guantazo retumbó en todo el anfiteatro.

– Recuerdo que, en la academia de policía, esposé a un joven inspector que había intentado besarme de forma poco caballeresca. Pasó una noche de perros, pegado a la puerta de su coche.

– ¿Y nunca ha vuelto a cruzarse con él?

– ¡Estamos a punto de casarnos!

Nathalia se disculpó ante Lauren, pero el reglamento le obligaba a encerrarla. Lauren miró los reducidos barrotes que había al fondo de la sala de interrogatorios.

– ¡Es una noche tranquila! -Continuó Nathalia-. Voy a dejar la celda abierta. Si oye pasos que se acercan, enciérrese usted misma; si no, la que tendrá problemas seré yo. Encontrará café en el cajón debajo del hornillo, y tazas en el armario pequeño. No haga tonterías.

Lauren le dio las gracias. Nathalia abandonó la estancia y regresó a su despacho. Cogió la hoja de registros para anotar la identidad de la joven acusada y conducida al distrito séptimo a las cuatro y treinta y cinco.

– ¿Qué hora es? -preguntó Fernstein.

– ¿Está cansado? -replicó Norma.

– No veo por qué tendría que estarlo: me han despertado en mitad de la noche y llevo más de una hora operando -refunfuñó el cirujano.

– De tal palo, tal astilla, ¿verdad, querida Norma? -contestó el anestesista.

– ¿Qué significa su comentario, estimado colega? -quiso saber Fernstein.

– Me preguntaba dónde habría adquirido su alumna un estilo tan particular.

– ¿Hay que deducir entonces que sus estudiantes practicarán la medicina con un ligero acento italiano?

Fernstein introdujo un drenaje por la incisión practicada en el cráneo de Arthur. La sangre empezó a circular por el tubo. El hematoma subdural comenzaba por fin a reabsorberse. Una vez cauterizadas las microdisecciones, todavía quedaba intervenir la pequeña malformación vascular. La sonda del neuronavegador avanzaba milímetro a milímetro. Los vasos sanguíneos aparecían en el monitor de control, semejantes a ríos subterráneos. El viaje al centro de la inteligencia humana se desarrollaba, de momento, sin obstáculos. Sin embargo, a un lado y otro de la proa del neuronavegador, se extendía la inmensidad gris de la materia cerebral cual amasijo nebuloso sembrado por millones de relámpagos. Minuto a minuto, la sonda se abría camino hacia su objetivo final, aunque aún necesitaría mucho tiempo antes de alcanzar las venas cerebrales internas.

Nathalia reconoció los pasos que subían por la escalera.

La cabeza del inspector Pilguez apareció en la puerta entreabierta. Con el pelo alborotado y el rostro grisáceo a causa de la barba incipiente, depositó un paquetito blanco cerrado con una cinta marrón.

– ¿Qué es esto? -preguntó Nathalia, con curiosidad.

– Un hombre que no logra dormir cuando tú no estás en su cama.

– ¿Hasta ese punto me echas de menos?

– A ti no, sino a tu respiración: me arrulla.

– Algún día lo conseguirás, estoy segura.

– ¿El qué?

– Decir simplemente que ya no puedes vivir sin mí.

El viejo inspector se sentó en el escritorio de Nathalia. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y se llevó uno a la boca.

– Puesto que aún te queda un mes de servicio activo, a título excepcional voy a compartir contigo el fruto de una experiencia arduamente adquirida sobre el terreno. En resumen, debes recopilar indicios. En el caso que te preocupa, estás ante un tipo de unos sesenta largos, que dejó Nueva York para vivir junto a ti; el mismo caballero sale de la cama, que es también la tuya, a las cuatro de la madrugada, atraviesa la ciudad en coche, aunque por la noche no ve nada, hace un alto para comprarte buñuelos, aunque su índice de colesterol le prohíbe pisar el suelo de una pastelería -son buñuelos con azúcar lo que hay en el paquete- y viene a depositarlos encima de tu escritorio. ¿Necesitas alguna otra prueba?

– ¡Aun así, me gustaría que te decidieras a confesar!

Nathalia cogió el cigarrillo de los labios de Pilguez y lo cambió por un beso.

– No está nada mal: ¡veo que progresas en tu investigación! -contestó el policía retirado-. ¿Me devuelves el cigarrillo?

– ¡Esto es un edificio público, está prohibido!

– Aparte de ti y de mí, no veo mucha gente.

– No te engañes: hay una chica en la celda número dos.

– ¿Es alérgica al tabaco?

– ¡Es médica!

– ¿Has enchironado a un médico? ¿Qué ha hecho?

– Es una historia para no dormir; ¡y yo que creía haberlo visto todo en este oficio! Ha birlado una ambulancia y se ha llevado a un paciente en coma…

Nathalia no tuvo tiempo de terminar la frase cuando Pilguez se puso en pie de un salto y se dirigió al pasillo con paso decidido.

– ¡George! -gritó ella-. ¡Estás jubilado!

Pero el inspector no se volvió, sino que abrió la puerta de la sala de interrogatorios.

– Tengo una especie de presentimiento -masculló, cerrando la puerta tras de sí.

– Creo que ya falta poco -dijo Fernstein, haciendo girar el asa del robot.

El anestesista se inclinó hacia la pantalla y aumentó de inmediato el flujo de oxígeno.

– ¿Algún problema? -preguntó el cirujano.

– La saturación está bajando, déjeme unos minutos antes de continuar.

La enfermera se acercó a la percha, ajustó el flujo de la perfusión y comprobó los tubos de admisión de aire que entraban en las fosas nasales de Arthur.

– Todo está en su sitio -dijo.

– Parece que se estabiliza -prosiguió Granelli, con la voz más tranquila.

– ¿Puedo continuar? -preguntó Fernstein.

– Sí, aunque no las tengo todas conmigo: ni siquiera sé si este hombre tiene antecedentes cardíacos.

– Voy a practicar un segundo drenaje, el hematoma está un poco encasquetado.

La tensión de Arthur había caído; las constantes que aparecían en la pantalla no eran alarmantes, aunque bastaban para mantener al anestesista en estado de alerta. La composición de los gases sanguíneos no era de lo más satisfactorio.

– Cuanto antes lo despertemos, mejor; no reacciona bien al Dipriván -señaló Granelli.

La línea del electrocardiograma marcó una nueva inflexión. La onda Q era anormal. Norma contuvo el aliento mientras observaba el monitor, pero el trazo verde recuperó su ondulación regular.

– No ha ido demasiado lejos -dijo la enfermera, dejando el desfibrilador.

– Me hubiera gustado tener una ecografía comparativa -dijo Fernstein a su vez-, lástima que nos falte un médico esta noche. Pero ¿qué diablos estará haciendo? ¡Supongo que no irán a retenerla toda la noche!

Fernstein juró que se encargaría personalmente de aquel cretino de Brisson.

Lauren fue a sentarse en el banco del fondo de su jaula con barrotes. Pilguez abrió la puerta, sonrió al reparar que el cerrojo no estaba echado y se dirigió hacia el aparador. Cogió la cafetera y se sirvió una taza.

– Yo no diré nada de la celda si usted no dice nada de la leche. Tengo el colesterol alto y se pondría furiosa.

– ¡Y con toda la razón! ¿Qué nivel?

– ¿Acaso no ve dónde está? No he venido a hacerme un chequeo.

– ¿Se toma la medicación, al menos?

– Me quita el apetito, y a mí me gusta comer.

– Pida que le cambien el tratamiento.

Pilguez repasó el informe policial; el parte de Nathalia estaba en blanco.

– Debe de caerle usted simpática. ¿Qué quiere? Ella es así. ¡Tiene sus favoritos!

– ¿De quién está hablando?

– De mi mujer, la que se ha olvidado de anotar sus declaraciones y la que se ha olvidado también de cerrar la puerta de su celda; es increíble lo distraída que se ha vuelto con la edad. ¿Y quién es el paciente que se ha llevado?

– Un tal Arthur Ashby, si la memoria no me falla.

Pilguez levantó los brazos al cielo con gesto consternado.

– ¡Esta sí que es buena!

– ¿Podría ser más claro? -dijo Lauren.

– Estuvo a punto de echar a perder mis últimos meses de servicio; no me diga que usted ha decidido tomarle el relevo y arruinarme la jubilación.

– No tengo la menor idea de lo que me está hablando.

– ¡Es exactamente lo que me temía! – suspiró el inspector-. ¿Dónde está?

– En el Memorial Hospital, en el quirófano de neurocirugía, donde debería encontrarme yo en este momento en lugar de perder el tiempo en esta comisaría. Le he propuesto a su mujer que me deje regresar y le he prometido que volvería aquí en cuanto termine la intervención, pero no ha querido.