Seguramente ella llegaría en el vuelo de la tarde, «era mucho más lógico». Entonces, para distraer la larga espera, se puso a dibujar. Pasó una hora. Después de esbozar en el papel rayado algunos apuntes de los siete clientes que habían entrado y salido de la cafetería, cerró el cuaderno de espiral, se acercó al mostrador y le dijo al camarero:

– Quizá le pareceré extraño, pero espero a alguien que debía haber salido esta mañana de Miami. El próximo vuelo no llegará hasta las siete de la tarde y aún faltan seis horas. Tengo que matar el tiempo y me he quedado sin cartuchos.

El hombre lo miró con aire de interrogación y continuó secando de forma incansable vasos y tazas, colocándolos zuidadosamente en las estanterías que había detrás de él. Philip retomó el hilo de su monólogo.

– ¡A veces una hora puede ser muy larga! Hay días en los que el tiempo pasa tan deprisa que uno apenas puede hacerlo todo, y otros, como éste, en que uno no para de mirar el reloj continuamente y cree que el tiempo se ha detenido. Para pasar el tiempo, ¿le podría ayudar a secar los vasos o a hacer cualquier otra cosa, como coger los pedidos de los clientes? ¡Si no me voy a volver loco!

El camarero acababa de colocar en su sitio el último vaso limpio. Lanzó una mirada circular a la sala desierta y con un tono indolente le preguntó qué deseaba tomar al tiempo que le pasaba un bestseller que extrajo de debajo del mostrador. Philip leyó el título: Will you please be quiet… Pléase! Antes de volver a su sitio, dio las gracias al camarero.A la hora del almuerzo la cafetería se llenó. Hizo un esfuerzo y pidió un plato, más para satisfacer al camarero que por otra cosa, puesto que el estómago no le pedía nada. Mordisqueó un club sandwich, en tanto proseguía con la lectura de la recopilación de cuentos de Raymond Carver. A las dos de la tarde, mientras la camarera que acababa de comenzar su turno le llenaba la taza con un enésimo café, pidió un trozo de tarta de chocolate, que no tocó. Estaba todavía en la primera narración. A las tres de la tarde se dio cuenta de que estaba leyendo la misma página desde hacía diez minutos, a las tres y media seguía con la misma línea. Cerró el libro y suspiró.

En el Boeing que despegaba de Miami rumbo a Newark, Susan, con los ojos cerrados, contaba de memoria las lámparas color naranja que había en la cafetería, recordaba el parqué de listones barnizados, la puerta con el ojo de buey, mucho más grande que aquella ventanilla contra la que ahora se adormilaba.

Hacia las cuatro de la tarde, en un taburete de la cafetería, él secaba vasos mientras escuchaba cómo el camarero que había reemplazado al del turno de la mañana, le contaba algunos episodios de su vida tumultuosa. Philip, hechizado por su acento español, lo había interrogado varias veces sobre sus orígenes. El hombre le había repetido varias veces que era de México y que jamás había estado en Honduras. A las cinco el lugar volvió a llenarse y Philip regresó a su sitio. Todas las mesas estaban ocupadas cuando una anciana encorvada entró sin que nadie le prestase atención. Philip se puso el cuaderno delante de los ojos para no cruzarse con su mirada, unos instantes tan sólo, el tiempo suficiente para sentir una leve punzada de culpabilidad. Después de apartar sus cosas, fue a buscarla al mostrador, donde la mujer se mantenía de pie a duras penas. La anciana se lo agradeció sinceramente, le siguió y tomó asiento en la silla que él le ofrecía. Demasiado nervioso para dominarse, Philip, después de insistir en que permaneciese allí sentada, fue a buscar la consumición al mostrador. Durante el siguiente cuarto de hora la mujer intentó entablar una conversación cortés. Pero a la segunda tentativa él la invitó de modo amable, pero firme, a que se tomase la bebida. ¡Treinta interminables minutos pasaron antes de que la anciana al fin se levantase! Ella le saludó y él vio cómo emprendía la lenta marcha hacia la salida.

El ruido sordo de los motores que pasaban por encima le arrancó de repente de sus pensamientos. Casi agachó la cabeza cuando el DC3 sobrevoló el tejado, rebasando el aeropuerto. El comandante de a bordo inclinó el aparato a la derecha, siguiendo la maniobra de aproximación, paralela a la pista. El lejano bimotor se inclinó de nuevo, esta vez para situarse perpendicularmente al terreno. Las pesadas ruedas aparecieron debajo de los motores y las luces de las alas comenzaron a parpadear. Unos minutos después, el gran morro redondeado del avión se echó hacia atrás: la pequeña rueda de la cola acababa de tocar el suelo. Poco a poco las palas de las hélices se hicieron visibles. A la altura de la terminal el DC3 dio la vuelta, avanzando hacia el área de estacionamiento, que estaba situada al pie de la cafetería. El avión de Susan acababa de detenerse. Philip hizo una señal al camarero para que acudiera a limpiar la nesa, les colocó el salero, el pimentero y el azucarero en su sitio, correctamente alineados. Cuando los primeros pasajeros descendieron por la escalerilla, tuvo miedo de que su instinto le hubiese jugado una mala pasada.

Vestía una camisa masculina con los faldones flotando sobre unos vaqueros gastados. Había adelgazado, pero se le veía en forma. Sus mejillas prominentes parecieron sobresalir unos centímetros cuando ella lo divisó, al otro lado del ventanal. Él hizo un esfuerzo sobrehumano para respetar su voluntad y permanecer allí sentado a la mesa. En cuanto ella entró en la terminal, desapareciendo por un breve tiempo de su campo de visión, él se dio la vuelta y ordenó dos bolas de vainilla recubiertas de chocolate caliente y almendras laminadas, todo ello generosamente regado con caramelo líquido.

Unos instantes después, ella pegó su rostro contra el ojo de buey y le hizo una mueca. En cuanto la vio en la puerta de la cafetería, él se levantó. Ella sonrió al constatar que él había elegido la misma mesa. En una vida en la que ya no quedaban puntos de referencia, este pequeño rincón íntimo en un aeropuerto anónimo había adquirido una especial importancia. Se lo había confesado a sí misma al desembarcar del pequeño avión que la había conducido de Puerto Cortés a Tegucigalpa.

Cuando ella empujó el batiente de la puerta, él tuvo que contenerse para no correr hacia ella, que hubiese detestado ese gesto. De forma intencionada, ahora ella caminaba a paso lento. Al llegar a la tercera hilera de mesas, tosca, dejó caer la gran bolsa de viaje, se puso a correr y finalmente se hundió en sus brazos. Con la frente sobre su hombro, ella aspiró el perfume de su nuca. Él cogió su cabeza entre las manos y la miró a los ojos. Permanecieron en silencio. El camarero tosió detrás de ellos y preguntó en tono irónico: «Por casualidad, ¿no querrán que ponga un poco de nata por encima?».

Al sentarse, Susan contempló la copa helada, hundió el dedo índice en la misma y chupó el caramelo que la recubría.

– ¡Te he echado tanto de menos! -dijo él.

– ¡Yo no! -respondió sarcástica ella-. ¿Cómo estás?

– ¡Qué más da! Deja que te mire.

Había cambiado, quizá de forma imperceptible a los ojos de los demás, pero no a los de Philip. Sus mejillas estaban hundidas y la sonrisa traicionaba una angustia que él no lograba desentrañar. Era como si cada tragedia de la que había sido testigo se hubiese clavado en su carne, dibujando los contornos de una herida que desbordaba humanidad y turbación.

– ¿Por qué me miras así, Philip?

– Porque me impresionas.

La carcajada de Susan invadió toda la cafetería. Dos clientes de una mesa se dieron la vuelta. Ella se tapó la boca con la mano.

– ¡Oh! ¡Lo siento!

– Sobre todo, no te disculpes. Eres tan hermosa cuando ríes… ¿Esto te sucedía muy a menudo allí?

– Sabes, lo más increíble es que allí, como dices tú, parece que una está en el fin del mundo y en realidad se está aquí al lado. Pero hablame de ti, de Nueva York.

Estaba contento de vivir en Manhattan. Acababa de conseguir su primer trabajo para una agencia de publicidad, que le había encargado un story-board. Sus dibujos habían gustado y ya estaba embarcado en otro proyecto. No le reportaba mucho dinero, pero era algo concreto. Cuando ella le preguntó si estaba contento con su vida, él respondió encogiéndose de hombros. Él quiso saber si ella estaba satisfecha de su experiencia, si había encontrado lo que buscaba. Ella eludió la pregunta y siguió haciéndole preguntas a su vez. Quería que le diese noticias de sus padres. Pensaban vender la casa de Montclair e instalarse en la costa oeste. Philip casi no los había visto, salvo en el día de Acción de Gracias. Volver a dormir en su habitación le había producido una sensación desagradable. Sentía que se estaba alejando de ellos y, por primera vez, los veía envejecer. Era como si la distancia hubiese roto el hilo del tiempo y la vida hubiese quedado fragmentada en una sucesión de imágenes, en la que los rostros se van transformando lentamente sobre el papel amarillento. Él rompió el silencio.

– Uno no se da cuenta de cómo cambian las personas cuando las ve a diario. Y es así como uno acaba por perderlas.

– Es lo que siempre te he dicho, amiguito. Es peligroso vivir en pareja -dijo ella-. ¿Te parece que he engordado?

– No, al contrario, ¿por qué?

– Por lo que acabas de decir. ¿Encuentras que he cambiado?

– Tienes cara de cansada, Susan. Eso es todo.

– ¡Así que he cambiado!

– ¿Desde cuándo te preocupas por tu aspecto?

– Cada vez que te veo.

Ella seguía con la mirada las láminas de almendra que se adherían al chocolate y se iban depositando en el fondo de la copa helada.

– ¡Tengo ganas de comer algo caliente!

– ¿Qué te pasa, Susan?

– ¡Esta mañana debí de olvidarme de tomar las pastillas para reír!

Ella había logrado irritarle. Susan ya lamentaba su cambio de humor, pero había creído que su complicidad le permitía comportarse como le viniese en gana.

– ¡Al menos podrías hacer un pequeño esfuerzo!

– ¿De qué me hablas?

– De hacerme creer que te alegras de verme.

Ella pasó un dedo por la mejilla de él.

– Pero, tonto, ¡claro que estoy contenta! ¡No tiene nada que ver contigo!

– ¿Con qué entonces?

– Me resulta difícil volver a mi país. Todo me parece realmente lejos de la vida que llevo. Aquí hay de todo, no falta nada. En cambio, allí no hay nada.

– Mal de muchos, consuelo de tontos. Si no eres capaz de relativizar las cosas, intenta al menos ser un poco más egoísta. Eso te convertirá en una mejor persona.