Mary salió de la cocina y se mantuvo a unos metros de Lisa.

– Había preparado algo para desayunar, pero creo que ya no os da tiempo de tomarlo.

– Pero ¿qué pasa? -preguntó Lisa, inquieta-. ¿Por qué tengo que salir tan pronto?

– Papá te lo contará todo en el coche.

– Pero… si ni siquiera me he despedido de Thomas.

– Está durmiendo. No te preocupes. Me despediré por ti. Me escribirás, ¿verdad?

– ¿Qué me estáis ocultando?

Mary se acercó y abrazó a Lisa con tanta fuerza que la dejó casi sin respiración. Aproximó los labios a su oído.

– No logré cumplir totalmente mi promesa, pero hice todo lo que pude.

– Pero ¿de qué me hablas?

– Lisa, hagas lo que hagas, y en todos los momentos de tu vida, jamás olvides hasta qué punto te quiero.

Ella la liberó de su abrazo, abrió la puerta de entrada y la empujó suavemente hacia Philip, que la esperaba bajo el porche. Dubitativa e inquieta, Lisa permaneció unos instantes inmóvil, mirando con fijeza a Mary e intentando comprender el dolor que adivinaba en sus ojos. Su padre la cogió por los hombros y se la llevó consigo.

Aquella mañana llovía. El brazo de Philip se prolongaba en una mano que había crecido y que estaba aferrada a la de ella. La bolsa que Lisa llevaba en la otra parecía ahora mucho más pesada.

Es así como Mary vio que se marchaba, bajo la luz pálida en la que el tiempo se detenía de nuevo. Sus cabellos negros desordenados caían sobre sus hombros y la lluvia resbalaba sobre su piel morena; ahora parecía que la ropa le sentaba bien. Bajaban por el sendero con pasos lentos. A Mary, que estaba en el porche, le habría gustado añadir alguna cosa, pero no hubiese servido de nada. Las puertas del coche se cerraron. Lisa le dirigió un último saludo con la mano y desaparecieron al doblar la esquina.

Durante el trayecto Lisa no cesó de interrogar a Philip, que no respondía a ninguna de las preguntas puesto que no encontraba las palabras adecuadas para hacerlo. Tomó el enlace que conectaba con las diferentes terminales del aeropuerto y redujo la velocidad. Lisa experimentó una mezcla turbadora de miedo y cólera, que cada vez era mayor. Estaba decidida a no bajar del coche hasta que Philip no le explicase las razones de tan precipitada marcha.

– Pero ¿qué os pasa? ¿Os inquieta tanto a ambos mi viaje? Papá, ¿quieres explicarme qué está pasando?

– Te voy a dejar en la terminal e iré a aparcar el coche.

– ¿Por qué no ha venido Mary con nosotros?

Philip se situó junto a la acera y miró a su hija al fondo de los ojos, cogiendo sus manos entre las suyas.

– Lisa, escúchame. Al entrar en la terminal vas a tomar la escalera mecánica que hay a la derecha, luego seguirás por el pasillo y entrarás en la cafetería…

El rostro de la muchacha se crispó. Al ver la actitud de su padre, Lisa comprendió que el velo de su pasado se levantaba de manera inesperada.

– … Continuarás hasta el fondo de la sala. En la mesa que está junto al ventanal hay una persona que te espera.

Los labios de Lisa empezaron a temblar. Todo su cuerpo fue sacudido por un inmenso sollozo y sus ojos se llenaron de lágrimas. Los de Philip también.

– ¿Te acuerdas del viejo tobogán rojo? -dijo él con voz trémula.

– ¡No me habréis hecho eso! ¡Dime que no es verdad, papá!

Sin esperar respuesta, cogió su bolsa de viaje del asiento trasero y, dando un violento portazo, salió del coche.

Aeropuerto de Newark. El coche acaba de dejarla en la acera y a continuación el vehículo se precipita en el denso tráfico que gravita en torno a las terminales de las compañías. A través de un velo de lágrimas lo ve perderse en la lejanía. La enorme bolsa verde que descansa a sus pies pesa casi tanto como ella; hace una mueca y se la cuelga del hombro. Seca sus ojos, atraviesa las puertas de la terminal 1 y cruza el vestíbulo corriendo. A su derecha, la escalera mecánica conduce al primer piso. A pesar de la voluminosa bolsa que lleva colgada del hombro, sube deprisa los escalones y entra con aire decidido en el pasillo. Se queda quieta delante de una cafetería bañada de una luz naranja y mira a través del cristal. A esa hora de la mañana no hay nadie en el mostrador. Los resultados deportivos desfilan por la pantalla del televisor que hay por encima del camarero que seca los vasos. Empujando la puerta de madera, en la que hay un gran ojo de buey, entra y mira más allá de las mesas rojas y verdes.

Es así como ella la ve, sentada al fondo, contra el ventanal que domina la pista de aterrizaje. Hay un periódico doblado sobre la mesa. Susan ha colocado su barbilla sobre la mano derecha mientras los dedos de la izquierda juguetean con la medalla que lleva colgada al cuello. Sus ojos, que Lisa no puede ver aún, están perdidos en el asfalto pintado con bandas amarillas y sobre el que los aviones ruedan lentamente. Susan se da la vuelta, se pone la mano sobre la boca, como para contener la emoción que se le escapa cuando pronuncia en voz baja un: «¡Dios mío!». Se levanta. Lisa duda, toma el pasillo de la izquierda, se aproxima con pasos silenciosos. Ambas se contemplan cara a cara, con los ojos llorosos, sin saber qué decirse. Susan ve la gran bolsa que lleva Lisa. La suya, debajo de la mesa, es idéntica. Entonces Susan sonríe:

– ¡Eres tan guapa…!

Inmóvil y silenciosa, Lisa la mira de hito en hito, sin quitarle los ojos de encima. Se sienta lentamente y su madre hace lo mismo. A Susan le hubiese gustado acariciar la mejilla de su hija, pero Lisa retrocede bruscamente.

– ¡No me toques!

– ¡Lisa, si supieras lo mucho que te he echado de menos!

– Y tú, ¿sabes que tu muerte ha cubierto mi vida de pesadillas?

– Deja que te explique.

– ¿Qué puede explicar lo que me hiciste? Tal vez me puedas explicar qué te hice yo para que me olvidases.

– Jamás te he olvidado. No fue debido a ti, Lisa. Fue debido a mí, a mi amor por ti.

– ¿Tu definición del amor incluye el haberme abandonado?

– No tienes derecho a juzgarme sin conocimiento de causa, Lisa.

– ¿Tenías derecho a esa mentira?

– ¡Al menos tienes que escucharme, Lisa!

– ¿Acaso tú me escuchabas cuando te llamaba por las noches en mis pesadillas?

– Sí. Creo que sí.

– Entonces, ¿por qué no viniste a buscarme?

– Porque era demasiado tarde.

– Demasiado tarde ¿para qué? ¿Existe eso de «demasiado tarde» entre una madre y una hija?

– Sólo tú, Lisa, puedes decidir eso ahora.

– ¡Mamá ha muerto!

– No digas eso, te lo ruego.

– Sin embargo, es una frase que me ha marcado. Es la primera que pronuncié al llegar a Estados Unidos.

– Si lo prefieres, te dejo. Pero lo quieras o no, siempre te amaré…

– Te prohibo que me digas eso hoy. Es demasiado fácil. «Mamá», si estoy equivocada, dime en qué. Y te ruego que seas convincente.

– Habíamos recibido un aviso de tormenta tropical y la montaña era demasiado peligrosa para una niña de tu edad. ¿Te acuerdas? ¿Te había contado que estuve a punto de morir durante una tormenta? Entonces bajé al valle para dejarte con el equipo del campamento de Sula y ponerte a salvo del peligro. No podía dejar sola a la gente de la aldea.

– ¡Pero a mí sí que podías dejarme sola!

– ¡Pero tú no estabas sola!

Lisa se puso a chillar:

– ¡Sí! Sin ti yo estaba mucho más que sola. Como en la peor de las pesadillas. Parecía que el pecho me fuera a reventar.

– Hija mía, te cogí en mis brazos, te besé y regresé a la montaña. En mitad de la noche Rolando vino a despertarme. Sobre nosotros caía un diluvio y las casas comenzaban a moverse. ¿Te acuerdas de Rolando Álvarez, el jefe del pueblo?

– Me he acordado del olor de la tierra, de cada tronco de árbol, del color de todas las puertas de las casas, porque la menor parcela de estos recuerdos era todo lo que me quedaba de ti. ¿Puedes comprender esto? ¿Puede ayudarte eso a entender la profundidad del vacío que me dejaste?

– Condujimos a los habitantes del pueblo hasta la cima, bajo un chaparrón de agua. En el curso del viaje, en la oscuridad, Rolando resbaló por la pared, salté detrás para cogerlo y me rompí el tobillo. Se agarró a mí, pero su peso era excesivo.

– ¿También yo tenía un peso excesivo para ti? Si supieras lo resentida que estoy.

– Bajo la luz de un relámpago vi cómo me sonreía. Sus últimas palabras fueron: «Ocúpese de ellos, Doña, cuento con usted». Soltó mi mano para no arrastrarme a mí también al fondo del barranco.

– En toda esta sublime entrega, ¿tu amigo Álvarez no te pidió que te ocuparas un poquito de tu propia hija, para que yo también pudiese contar contigo?

El tono de Susan se elevó brutalmente:

– Era como mi padre, Lisa. ¡Como aquel que me quitó la vida!

– ¿Eres tú la que se atreve a decirme algo semejante? Me has hecho pagar a mí la factura de tu infancia. Pero ¿qué te había hecho yo, mamá? Además de amarte, dime, ¿qué te había hecho?

– Cuando se hizo de día, la carretera había desaparecido junto con la falda de la montaña. Sobreviví dos semanas sin ninguna comunicación posible con el mundo exterior. Los escombros que el río de lodo había arrastrado hasta el valle hicieron creer a las autoridades que todos estábamos muertos, y no enviaron ningún tipo de ayuda. Entonces me ocupé de todos los que poblaron tu infancia. Me hice cargo de la situación, de los heridos, de las mujeres y los niños al borde del agotamiento; había que ayudarlos a sobrevivir.

– Pero no de tu hija, que te esperaba aterrorizada en el valle.

– En cuanto pude bajar, partí de inmediato en tu búsqueda. Tardé cinco días en llegar. Cuando al fin estuve en el campamento, tú ya te habías ido. Yo había dejado instrucciones precisas a la mujer de Thomas, que dirigía el dispensario de La Ceiba: si me pasaba algo, debían entregarte a Philip. Me dijeron que todavía estabas en Tegucigalpa, que no saldrías hacia Miami hasta la noche.

– Entonces, ¿por qué no fuiste a buscarme? -gritó Lisa con violencia redoblada.

– ¡Pero si lo hice! Al instante salté a un autobús. Ya después, ya en camino, pensé en el viaje que ibas a emprender, en su destino, en el destino sin más, Lisa. Te marchabas a una casa de la que saldrías por las mañanas para ir a estudiar en una verdadera escuela, con la promesa de un verdadero futuro. El destino me pidió que tomase una decisión en tu nombre, porque sin que yo lo hubiese provocado, estabas en camino hacia otra infancia cuyos paisajes ya no serían los de la muerte, la soledad y la miseria.