– ¡Ah, sí!… Normalmente serviríamos el café aquí, en el saloncito. Una estancia espléndida, señor Ryder, y muy confortable. Y más ahora que la hemos amueblado con mesitas de artesanía que adquirí en un reciente viaje a Florencia. Estoy seguro de que serán de su agrado. Sin embargo, en este momento, tenemos cerrado el saloncito y reservado para el señor Brodsky, como usted ya sabe.
– ¡Ah, sí! Estaba ya ahí dentro cuando llegué.
– Y sigue aún, señor. Me gustaría entrar y presentarles, pero… Bien, pienso que tal vez no es el mejor momento. El señor Brodsky podría… No, no creo que sea el momento adecuado. ¡Ja, ja! Pero no se preocupe usted. Habrá muchas oportunidades para que dos caballeros como ustedes se conozcan.
– ¿Está ahora en el saloncito el señor Brodsky?
Volví la vista hacia la puerta y es probable que retardara ligeramente el paso, porque el director me asió del brazo y empezó a tirar con firmeza de mí hacia delante.
– Sí, sí que está, señor. De acuerdo…, en este preciso instante está sentado en silencio, pero le aseguro que no tardará en reanudar su tarea. Y esta misma mañana, ya sabe, ha estado ensayando con la orquesta cuatro horas largas. A juzgar por lo que dicen, todo marcha como una seda. Así que, por favor, no se preocupe usted en absoluto.
Finalmente el pasillo formó un recodo tras el cual se llenó de luz. La nueva sección tenía ventanas a lo largo de uno de sus lados, que creaban luminosos estanques de sol en el suelo. Sólo al llegar allí me soltó el amigo Hoffman. Y mientras recuperábamos un paso más lento y agradable, el director del hotel dejó escapar la risa para encubrir su embarazo.
– El atrio está aquí mismo, señor. Se trata esencialmente de un bar, pero es muy cómodo y podrán servirle café y cualquier otra cosa que desee. Por aquí, por favor.
Salimos del pasillo y cruzamos por debajo de un arco.
– Este anexo -prosiguió Hoffman guiándome- se construyó hace tres años. Lo llamamos el atrio, y nos sentimos muy orgullosos de él. Lo diseñó para nosotros Antonio Zanotto.
Entramos en una estancia luminosa y muy amplia. El techo de cristal que la cubría por encima de nuestras cabezas creaba la sensación de hallarnos en un patio. El suelo era una gran superficie de baldosas blancas, en cuyo centro, dominándolo todo, había una fuente: un confuso grupo escultórico de figuras de mármol semejantes a ninfas, del que brotaba con cierta fuerza un surtidor de agua. De hecho me sorprendió la excesiva presión del agua, porque difícilmente podía uno mirar a cualquier parte de aquel vasto espacio sin tener que atravesar con la vista una fina neblina de gotitas suspendidas en el aire. A pesar de ello me hice cargo enseguida de que cada una de las esquinas del atrio tenía su propio bar, con su particular mobiliario de taburetes altos, silloncitos y mesas. Camareros uniformados de blanco trazaban sus idas y venidas y se cruzaban por el embaldosado y había numerosos huéspedes instalados allí…, aunque la generosidad del espacio los hacía pasar inadvertidos.
Pude ver que el director me observaba con aire satisfecho, aguardando sin duda que manifestara mi aprobación por aquel ambiente. Pero en aquel momento mi necesidad de café era tan fuerte, que me limité a encaminarme sin demora hacia el más cercano de los bares.
Me había sentado ya en un taburete, con los codos apoyados en la barra, cuando el director se acercó a mí. Chasqueó los dedos para llamar la atención del barman, que ya se disponía a atenderme, y le dijo:
– Al señor Ryder le apetecería tomar una buena taza de café, Kenyan. -Y a renglón seguido, volviéndose de nuevo hacia mí, añadió-: Nada me complacería tanto como acompañarle en su café, señor Ryder, y conversar tranquilamente sobre música y arte… Por desgracia hay algunas cosas de las que debo ocuparme sin demora. ¿Tendrá usted la bondad de excusarme, señor? Aunque insistí en decirle que su amabilidad conmigo había excedido cualquier expectativa, aún empleó varios minutos más en despedirse. Hasta que al final echó una ojeada a su reloj, profirió una exclamación y se marchó apresuradamente.
Una vez a solas debí de sumirme enseguida en mis propios pensamientos, porque no me di cuenta del regreso del camarero. Pero sin duda volvió con mi encargo, pues a los pocos instantes estaba yo sorbiendo café y mirando el espejo que había detrás de la barra, en el cual no sólo podía ver mi reflejo, sino también gran parte de la estancia que se extendía a mis espaldas. Al cabo de un rato, por alguna razón que ignoro, me encontré rememorando los lances clave de un partido de fútbol que había presenciado muchos años atrás, concretamente un encuentro entre las selecciones de Alemania y Holanda. E instalándome bien en el taburete -pues me di cuenta de que estaba demasiado encorvado-, traté de recordar los nombres de los jugadores del equipo holandés de aquel entonces: Rep, Krol, Haan, Neeskens… A los pocos minutos había conseguido recordarlos a todos menos a dos, cuyos nombres se empeñaban en no salir aunque los tenía en la punta de mi memoria. Y mientras me esforzaba en atraparlos, el rumor de la fuente a mis espaldas, que al principio me había parecido muy tranquilizante, empezó a resultarme fastidioso. Tenía la sensación de que bastaría que cesara para que mi memoria se desbloquease al instante y me diera por fin aquellos dos nombres.
Aún seguía tratando de evocarlos cuando oí una voz detrás de mí:
– Perdone… Es usted el señor Ryder, ¿verdad? Me volví para encontrarme con el rostro ingenuo de un muchacho de unos veintipocos años. Cuando asentí con un gesto, se apresuró a instalarse junto a mí en la barra.
– Espero no molestarle -me dijo-. Pero en cuanto le vi hace un instante, decidí que tenía que acercarme para expresarle la alegría que siento de tenerlo aquí. Verá…, soy pianista también. Un simple aficionado nada más, por supuesto. Y…, bueno…, siempre le he admirado muchísimo. Cuando papá nos confirmó que iba usted a venir, me emocioné tanto… -¿Papá?
– ¡Ay, sí, cuánto lo siento! Soy Stephan Hoffman. El hijo del director.
– Ah, ya veo… Mucho gusto en conocerle. -No le importará que me siente aquí un minuto, ¿verdad? -El joven se encaramó en el taburete contiguo al mío-. ¿Sabe usted, señor?, papá está tan emocionado como yo, si no más. Conociendo a papá, tal vez no se haya atrevido a manifestarle cuán emocionado se siente… Pero créame si le digo que esta visita suya es un gran acontecimiento para él.
– ¿De verdad?
– Sí, sí… No piense que exagero. Recuerdo las fechas en que papá estaba aguardando su respuesta… Cada vez que se mencionaba su nombre, se sumía en un silencio peculiar. Y luego, cuando la tensión subió de punto, no paraba de murmurar por lo bajo: «¿Cuánto tardará? ¿Cuánto tardará en responder? Esta espera va a acabar con nosotros…, lo presiento.» Tuve que esforzarme muchísimo para ayudarle a mantener alta su moral. Imagine usted, pues, lo que sentirá ahora al tenerlo ya aquí…
¡Es tan perfeccionista! Cuando organiza un acontecimiento como el del jueves por la noche, todo, absolutamente todo, tiene que salir a la perfección. Repasa mentalmente todos y cada uno de los detalles, una y otra vez. A veces se pasa un poco en esta monomanía suya… Pero supongo que, si no la tuviera, no sería papá y no conseguiría ni la mitad de lo que logra.
– Es verdad. Parece una persona admirable.
– En realidad, señor Ryder -continuó el joven-, deseaba preguntarle algo. Hacerle una petición más bien… Si la juzga imposible, no dude en decírmelo, por favor. No me lo tomaré a mal. -Stephan Hoffman hizo una pausa como para hacer acopio de valor mientras yo bebía unos sorbos más de café y contemplaba el reflejo de los dos sentados codo a codo frente a la barra-. Verá usted…, está relacionado también con lo del jueves por la noche. Papá me pidió que tocara el piano en el acto. He estado ensayando y estoy preparado; no es eso lo que me preocupa… -Nada más afirmarlo, flaqueó un segundo su confianza en sí mismo y vislumbré en él la imagen de un adolescente nervioso. Pero se recobró inmediatamente con un despreocupado encogimiento de hombros-. Es sólo que no quisiera defraudarlo porque sé lo importante que es para él lo del jueves. Sin rodeos: me preguntaba si podría dedicarme usted unos minutos para oírme tocar mi pieza. He decidido interpretar Dahlia, de Jean-Louis La Roche. Soy sólo un aficionado, así que tendría que mostrarse muy tolerante conmigo… Pero pensé que podría escucharme y darme unos cuantos consejos que me ayuden a perfeccionar mi interpretación.
Reflexioné un instante.
– ¿O sea que está prevista su actuación para el jueves por la noche? -pregunté.
– Se trata sólo de una mínima contribución a la velada… Bueno -añadió riendo-, al resto de cosas. Pero aun así querría que mi modesta aportación resultara lo mejor posible.
– Sí, lo comprendo. Y con gusto haré lo que pueda por usted.
La cara del joven se iluminó.
– ¡No tengo palabras para expresarle mi agradecimiento, señor Ryder! Es justamente lo que necesitaba…
– Pero hay un problema… Como usted ya sabrá, ando muy escaso de tiempo. Tendremos que esperar a que tenga algunos minutos libres…
– ¡Naturalmente! Cuando le vaya bien, señor Ryder. ¡Dios del cielo…, me siento tan halagado…! Para serle franco, pensaba que me enviaría a paseo.
Un avisador empezó a emitir sus pitidos desde algún lugar en el interior de las ropas del joven. Stephan dio un respingo y metió la mano en el bolsillo de su chaqueta.
– ¡Lo siento muchísimo! -se lamentó-. Se trata de una urgencia. Debería haberme ido hace rato. Pero cuando le vi sentado aquí, señor Ryder, no pude resistir la tentación de acercarme. Espero que podremos proseguir esta conversación dentro de poco. Pero ahora excúseme, se lo ruego.
Saltó del taburete y durante un segundo pareció sucumbir de nuevo a la tentación de reiniciar la charla. Pero el avisador comenzó otra tanda de pitidos y el joven se apresuró a alejarse con una sonrisa cohibida.
Volví a mi reflejo tras la barra del bar y a tomar más sorbos de café. Pero no conseguí recuperar el espíritu de relajada contemplación que había disfrutado antes de la llegada del chico. En su lugar me turbaba cada vez más la sensación de que se esperaba demasiado de mí en aquella ciudad y de que, sin embargo, las cosas no discurrían de momento por caminos satisfactorios. De hecho, no parecía tener más recurso que ir a buscar a la señorita Stratmann para aclarar ciertos puntos de una vez por todas. Resolví hacerlo en cuanto hubiera tomado la nueva taza de café que me habían servido. No había ninguna razón para que la entrevista fuera embarazosa; sería bastante sencillo explicarle lo que había ocurrido en nuestra conversación anterior. Podría decirle, por ejemplo: «Verá usted, señorita Stratmann… Antes estaba muy cansado y, cuando usted se interesó por mi programa, no la interpreté bien. Creí que me preguntaba si tenía tiempo para repasarla con usted en ese momento si me mostraba una copia.» O bien podía incluso pasar a la ofensiva y hasta adoptar un tono de reproche: «Mire, señorita Stratmann… Debo decirle que estoy un poco preocupado y…, sí, decepcionado hasta cierto punto. Dada la gran responsabilidad que usted y sus conciudadanos parecen descargar sobre mí, me parece que tengo derecho a esperar un nivel mayor de respaldo administrativo.»