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No formé parte de ninguna de esas marchas. Luke opinaba que era inútil, y que yo tenía que pensar en ellos, en mi familia, en él y en ella. Y yo pensaba en mi familia. Empecé a dedicarme más a las tareas domésticas, a guisar. Intentaba no llorar a la hora de comer. Pero aquella vez me eché a llorar inesperadamente y me senté junto a la ventana de la habitación, mirando hacia afuera. Prácticamente no conocía a los vecinos, y cuando nos encontrábamos en la calle nos cuidábamos muy bien de no intercambiar ni una palabra más que el saludo de costumbre. Nadie quería ser denunciado por deslealtad.

Al rememorar esta época, también recuerdo a mi madre, años atrás. Yo debía de tener catorce o quince años, la edad en que las hijas tienen más conflictos con su madre. Recuerdo que regresó a uno de sus muchos apartamentos con un grupo de mujeres que formaban parte de su siempre renovado circulo de amistades. Aquel día habían asistido a una marcha; era la época de los disturbios a causa de la pornografía, o a causa de los abortos, iban muy unidos. Hubo unos cuantos bombardeos: clínicas, tiendas de vídeo; era difícil seguir de cerca los acontecimientos.

Mi madre tenía un morado en la cara y un poco de sangre. No puedes atravesar un cristal con la mano y no cortarte, comentó. Jodidos cerdos.

Jodidos naceristas, la corrigió una de sus amigas. Llamaban naceristas a sus contrarios por las pancartas que llevaban: Dejadlos nacer. Entonces debía de ser un disturbio por el tema del aborto.

Me fui a mi dormitorio para apartarme de ellas. Hablaban demasiado, y en voz muy alta. Me ignoraban y yo me ofendía. Mi madre y sus alborotadoras amigas. No entendía por qué tenía que vestirse de esa manera, con mono, como si fuera joven; y usar esas palabrotas.

Eres una mojigata, me decía, en general en un tono de satisfacción. Le gustaba ser más escandalosa que yo, más rebelde. Las adolescentes siempre son unas mojigatas.

Estoy segura de que parte de mi desaprobación se debía a eso: la negligencia, la rutina. Pero además esperaba de ella una vida más ceremoniosa, menos sujeta a la improvisación y a la huida constante.

Sabe Dios que fuiste un hijo deseado, me aseguraba en otros momentos, mientras se entretenía con los álbumes de fotos donde me tenía guardada. Esos álbumes estaban llenos de bebés gordos, pero mis réplicas se estilizaban a medida que yo crecía, como si la población de mis dobles hubiera quedado asolada por alguna plaga. Lo decía con cierto pesar, como si yo no hubiera resultado exactamente lo que ella esperaba. Las madres nunca se ajustan absolutamente a la idea que un niño tiene de lo que debería ser una madre, y supongo que en el caso inverso ocurre lo mismo. Pero a pesar de todo, no nos llevábamos mal, la mayor parte del tiempo lo pasábamos bien.

Me gustaría que estuviera aquí, para decirle que al final lo he descubierto.

Alguien ha salido. Oigo una puerta que se cierra a lo lejos, en algún punto del costado de la casa, y unos pasos en el camino. Es Nick, ahora lo veo; baja por el sendero hasta el césped para respirar el aire húmedo impregnado de olor a flores, a vegetación pulposa, a polen arrojado al viento en manojos, como huevas de ostras en el mar. Qué derroche de vida. Él se estira bajo el sol, noto la ondulación de sus músculos, como un gato arqueando el lomo. Va en mangas de camisa, y sus brazos desnudos asoman descaradamente por debajo de la tela doblada. ¿Dónde terminará su bronceado? Desde aquella noche de ensueño en la sala iluminada por la luna, no he vuelto a hablar con él. Él sólo es mi bandera, mi semáforo. El nuestro es un lenguaje corporal.

En este momento tiene la gorra ladeada, o sea que me mandan llamar.

¿Qué obtiene él de todo esto, jugando el papel de paje? ¿Qué siente haciendo este ambiguo papel de alcahuete del Comandante? ¿Le disgusta, o le hace desear algo más de mí, desearme más? Porque no tiene ni idea de lo que ocurre realmente allí dentro, entre los libros. Actos de perversión, por lo que sabe. El Comandante y yo cubriéndonos mutuamente de tinta y limpiándonosla con la lengua, o haciendo el amor sobre montones de papeles de periódicos prohibidos. Bueno, no debe de ir muy desencaminado.

Pero seguramente obtiene algún beneficio de ello. De alguna manera, cada uno va a la suya. ¿Algún paquete demás de cigarrillos? ¿Alguna libertad que normalmente no se concede? De todos modos, ¿qué puede probar? Es su palabra contra la del Comandante, a menos que pretenda presentarse con un grupo de gente. Una patada a la puerta, y ¿qué os dije? Sorprendidos durante una pecaminosa partida de Intelect. Vamos, tráguese esas palabras.

Tal vez le produce satisfacción el simple hecho de saber algo secreto. O tener alguna información sobre mí, como solían decir. Es el tipo de poder que sólo se puede usar una vez.

Me gustaría tener mejor opinión de él.

Aquella noche, después de perder mi trabajo, Luke quiso que hiciéramos el amor. ¿Por qué no quise hacerlo? Debió de ser la desesperación. Pero aún me sentía paralizada. Apenas podía sentir sus manos sobre mi cuerpo.

¿Qué ocurre?, me preguntó.

No sé, dije.

Aún tenemos… Pero no dijo qué era lo que aún teníamos. Se me ocurrió pensar que quizá no quería decir aún tenemos, puesto que, por lo que yo sabía, a él no le habían quitado nada.

Aún nos tenemos el uno al otro, concluí. Y era verdad. ¿Entonces por qué parecía, incluso a mis ojos, tan indiferente?

Me besó, como si después de que yo pronunciara esa frase, las cosas pudieran volver a la normalidad. Pero algo había cambiado, ya no existía el mismo equilibrio. Sentí que me encogía, de manera tal que cuando me rodeó con sus brazos eran tan pequeña como una muñeca. Sentí que el amor se alejaba sin mí.

A él no le importa, pensé. No le importa en lo más mínimo. Quizás incluso le gusta. Ya no nos pertenecemos el uno al otro. Por el contrario, yo soy suya.

Indigno, injusto, falso. Pero eso es lo que ocurrió.

Por eso, Luke, lo que quiero preguntarte, lo que necesito saber es si estaba en lo cierto. Porque nunca hablamos del tema. Cuando podría haberlo hecho, tuve miedo. No podía permitirme el lujo de perderte.

CAPÍTULO 29

Estoy sentada en el despacho del Comandante, al otro lado de su escritorio, como si fuera un cliente de un banco solicitando un préstamo de gran envergadura. Pero aparte de mi situación en el despacho, entre nosotros no existe nada de toda esa formalidad. Ya no me siento rígida y con la espalda recta, ni los pies juntos y la mirada alerta. Por el contrario, tengo el cuerpo relajado e incluso estoy cómoda. Me he quitado los zapatos rojos y tengo las piernas recogidas debajo de mi cuerpo, tapadas por la falda roja, es verdad, pero cruzadas, como si estuviera sentada delante del fuego de un campamento, como solíamos hacer en los tiempos en que íbamos de picnic. Si la chimenea estuviera encendida, su luz parpadearía sobre las superficies lustrosas, y brillaría suavemente sobre nuestra carne. La luz del hogar la añado yo.

En cuanto al Comandante, esta noche se muestra excesivamente desenfadado. Se ha quitado la chaqueta y tiene los codos apoyados en la mesa. Sólo le falta un palillo a un costado de la boca para ser igual que un anuncio de la democracia rural, como salido de un aguafuerte. Una cagadita de mosca, un viejo libro quemado.

Los cuadros del tablero que tengo delante empiezan a llenarse: estoy jugando la penúltima partida de la noche. Formo la palabra asaz, el mejor modo que tengo de usar la valiosa z.

– ¿Ésa es una palabra? -pregunta el Comandante.

– Podríamos consultar el diccionario -propongo-. Es un arcaísmo.

– De acuerdo -responde y sonríe. Al Comandante le gusta que yo me distinga, que demuestre precocidad como un animalito doméstico siempre atento, con las orejas levantadas y ansioso por actuar. Su aprobación me envuelve cálidamente. No percibo en él nada de la animosidad que solía notar en los hombres, incluso en Luke, a veces. No me está diciendo mentalmente puta. De hecho, es verdaderamente paternal. Le gusta pensar que lo estoy pasando bien; y así es, así es.

Suma hábilmente nuestra puntuación final en su computadora de bolsillo.

– Ganas tú por varios puntos -señala. Sospecho que me engaña para halagarme, para ponerme de buen humor. ¿Pero por qué? Aún queda una pregunta. ¿Qué pretende obtener mimándome de ese modo? Debe de haber algo.

Se echa hacia atrás en su silla y junta las yemas de los dedos, un gesto que ahora me resulta familiar. Entre nosotros se ha creado todo un repertorio de gestos y familiaridades. Ahora me está mirando, no de una manera poco benevolente sino con curiosidad, como si yo fuera un rompecabezas que tiene que resolver.

– ¿Qué te gustaría leer esta noche? -me pregunta. Esto también se ha convertido en una costumbre. Hasta aquel momento había leído todo un número de la revista Mademoiselle, un antiguo Esquire, de la década de los ochenta, y una Ms. -una revista que recuerdo vagamente haber visto rondar en alguno de los muchos apartamentos de mi madre cuando yo era una niña-, y un número del Reader’s Digest. Incluso tiene novelas. He leído una de Raymond Chandler, y ahora estoy en la mitad de Tiempos difíciles, de Charles Dickens. En estas ocasiones leo rápida, vorazmente, casi echando una ojeada e intentando llenar mi cabeza al máximo antes del prolongado ayuno que me espera. Si se tratara de comida, sería la glotonería del famélico; si se tratara de sexo, sería rápido, furtivo y realizado de pie en algún callejón.

Mientras leo, el Comandante se queda sentado y me observa, sin decir nada, pero también sin quitarme los ojos de encima. El acto de mirarme es un acto curiosamente sexual, y mientras él lo hace me siento desnuda. Me gustaría que se girara de espaldas, que se paseara por la habitación, que también él leyera algo. Entonces quizá podría relajarme más, tomarme mi tiempo. En cambio así, este ilícito acto de leer parece una especie de representación.

– Creo que prefiero hablar -comento. Yo misma me sorprendo al oír lo que digo.

Él vuelve a sonreír. No parece sorprendido. Probablemente estaba esperando esto, o algo parecido.

– Oh -dice-. ¿De qué te gustaría hablar?

Vacilo.

– De cualquier cosa, supongo. Bueno, de usted, por ejemplo.

– ¿De mí? -vuelve a sonreír-. Oh, no hay mucho que hablar sobre mí. Soy un tío normal y corriente.

La falsedad de la frase, e incluso el modo de decir «tío», me resultan chocantes. Normalmente los tíos corrientes no llegan a ser Comandantes.