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Tengo los brazos levantados; ella me sujeta las dos manos con las suyas. Se supone que esto significa que somos una misma carne y un mismo ser. Pero el verdadero sentido es que ella controla el proceso y el producto de éste, si es que existe alguno. Los anillos de su mano izquierda se clavan en mis dedos, cosa que podría ser una venganza, O no.

Tengo la falda roja levantada, pero sólo hasta la cintura. Debajo de ésta, el Comandante está follando. Lo que está follando es la parte inferior de mi cuerpo. No digo haciendo el amor, porque no es lo que hace. Copular tampoco sería una expresión adecuada, porque supone la participación de dos personas, y aquí sólo hay una implicada. Pero tampoco es una violación: no ocurre nada que yo no haya aceptado. No había muchas posibilidades, pero había algunas, y ésta es la que yo elegí.

Por lo tanto, me quedo quieta y me imagino el dosel por encima de mi cabeza. Recuerdo el consejo que la Reina Victoria le dio a su hija: Cierra los ojos y piensa en Inglaterra. Pero esto no es Inglaterra. Ojalá él se diera prisa.

Quizás estoy loca, y esto es una forma nueva de terapia.

Ojalá fuera verdad, porque entonces me pondría bien y esto se acabaría.

Serena Joy me aprieta las manos como si fuera a ella -y no a mí- a quien están follando, como si sintiera placer o dolor, y el Comandante sigue follando con un ritmo regular, como sí marcara el paso, como un grifo que gotea sin parar. Está preocupado, como un hombre que canturrea bajo la ducha sin darse cuenta de que canturrea, como si tuviera otras cosas en la cabeza. Es como si estuviera en otro sitio, esperándose a sí mismo y tamborileando con los dedos sobre la mesa mientras espera. Ahora su ritmo se vuelve un tanto impaciente. ¿Acaso estar con dos mujeres al mismo tiempo no es el sueño de todo hombre? Eso decían, lo consideraban excitante.

Pero lo que ocurre en esta habitación, bajo el dosel plateado de Serena Joy, no es excitante. No tiene nada que ver con la pasión, ni el amor, ni el romance, ni ninguna de esas ideas con las que solíamos estimularnos. No tiene nada que ver con el deseo sexual, al menos para mí, y tampoco para Serena. La excitación y el orgasmo ya no se consideran necesarios; sería un síntoma de simple frivolidad, como las ligas de colores y los lunares postizos: distracciones superfluas para las mentes vacías. Algo pasado de moda. Parece mentira que antes las mujeres perdieran tanto tiempo y energías leyendo sobre este tipo de cosas, pensando en ellas, preocupándose por ellas, escribiendo sobre ellas. Evidentemente, no son más que pasatiempos.

Esto no es un pasatiempo, ni siquiera para el Comandante. Es un asunto serio. El Comandante también está cumpliendo con su deber.

Si abriera los ojos -aunque fuera levemente- podría verlo, podría ver su nada desagradable rostro suspendido sobre mi torso, algunos mechones de su pelo plateado quizá cayendo sobre su frente, absorto en su viaje interior, el lugar hacia el cual avanza de prisa y que, como en un sueño, retrocede a la misma velocidad a la cual él se acerca. Vería sus ojos abiertos.

¿Si él fuera más guapo, yo disfrutaría más?

Al menos es un progreso con respecto al primero, que olía como el guardarropas de una iglesia, igual que tu boca cuando el dentista empieza a hurgar en ella, como una nariz. El Comandante, en cambio, huele a naftalina, ¿o acaso este olor es una forma punitiva de la loción para después de afeitarse? ¿Por qué tiene que llevar ese estúpido uniforme? Sin embargo, ¿me gustaría más su cuerpo blanco y desnudo?

Entre nosotros está prohibido besarse, lo cual hace que esto sea más llevadero.

Te encierras en ti misma, te defines.

El Comandante llega al final dejando escapar un gemido sofocado, como si sintiera cierto alivio. Serena Joy, que ha estado conteniendo la respiración, suspira. El Comandante, que estaba apoyado sobre sus codos y separado de nuestros cuerpos unidos, no se permite penetrar en nosotras. Descansa un momento, se aparta, retrocede y se sube la cremallera. Asiente con la cabeza, luego se gira y sale de la habitación, cerrando la puerta con exagerada cautela, como si nosotras dos fuéramos su madre enferma. En todo esto hay algo hilarante, pero no me atrevo a reírme.

Serena Joy me suelta las manos.

– Ya puedes levantarte -me indica-. Levántate y vete.

Se supone que debe dejarme reposar durante diez minutos con los pies sobre un cojín para aumentar las posibilidades. Para ella debe ser un momento de meditación y silencio, pero no está de humor para ello. En su voz hay un deje de repugnancia, como si el contacto con mi piel la enfermara y la contaminara. Me despego de su cuerpo y me pongo de pie; el jugo del Comandante me chorrea por las piernas. Antes de girarme veo que ella se arregla la falda azul y aprieta las piernas; se queda tendida en la cama, con la mirada fija en el dosel, rígida y tiesa como una efigie.

¿Para cuál de las dos es peor, para ella o para mí?

CAPÍTULO 17

Esto es lo que hago cuando vuelvo a mi habitación:

Me quito la ropa y me pongo el camisón.

Busco la ración de mantequilla en la punta de mi zapato derecho, donde la escondí después de cenar. El interior del armario estaba demasiado caliente y la mantequilla ha quedado casi líquida. La mayor parte fue absorbida por la servilleta que usé para envolverla. Ahora tendré mantequilla en el zapato. No es la primera vez, me ocurre siempre que tengo mantequilla, o incluso margarina. Mañana limpiaré el forro del zapato con una toallita, o con un poco de papel higiénico.

Me unto las manos con mantequilla y me froto la cara. Ya no existe la loción para las manos ni la crema para la cara, al menos para nosotras. Estas cosas se consideran una vanidad. Nosotras somos recipientes, lo único importante es el interior de nuestros cuerpos. El exterior puede volverse duro y arrugado como una cáscara de nuez, y a ellos no les importa. El hecho de que no haya loción para las manos se debe a un decreto de las Esposas, que no quieren que seamos atractivas. Para ellas, las cosas son bastante malas tal como están.

Lo de la mantequilla es un truco que aprendí en el Centro Raquel y Leah. Le llamábamos el Centro Rojo, porque casi todo era rojo. Mi antecesora en esta habitación, mi amiga la de las pecas y la risa contagiosa, también debe de haber hecho esto con la mantequilla. Todas lo hacemos.

Mientras lo hagamos, mientras nos untemos la piel con mantequilla para mantenerla tersa, podremos creer que algún día nos liberaremos de esto, que volveremos a ser tocadas con amor o deseo. Tenemos nuestras ceremonias privadas.

La mantequilla es grasienta, se pondrá rancia y yo oleré a queso pasado; pero al menos es orgánica, como solían decir.

Hemos llegado al punto de tener que recurrir a estas estratagemas.

Una vez enmantequillada, me tiendo en mi cama individual, aplastada como una tostada. No puedo dormir. Envuelta en la semipenumbra, fijo la vista en el ojo de yeso del cielo raso, que también me mira pero que no puede yerme. No corre ni la más leve brisa, las cortinas blancas son como vendas de gasa que cuelgan flojas, brillando bajo el aura que proyecta el reflector que ilumina la casa durante la noche, ¿o es la luna?

Aparto la sábana y me levanto cautelosamente; voy hasta la ventana, descalza para no hacer ruido, igual que un nulo; quiero mirar. El cielo está claro, aunque el brillo de los reflectores no permite verlo bien; pero en él flota la luna, una luna anhelante, el fragmento de una antigua roca, una diosa, un destello. La luna es una piedra y el cielo está lleno de armas mortales, pero de todos modos es hermoso.

Me muero por tener a Luke a mi lado. Deseo que alguien me abrace y pronuncie mi nombre. Quiero ser valorada de un modo en que ahora nadie lo hace, quiero ser algo más que valiosa. Repito mi antiguo nombre, me recuerdo a mí misma lo que hacía antes, y cómo me veían los demás.

Quiero robar algo.

La lamparilla del vestíbulo está encendida y en la amplia estancia brilla una suave luz rosada. Camino por la alfombra apoyando cuidadosamente un pie, luego el otro, intentando no hacer ruido, como si me internara en un bosque a hurtadillas y el corazón me late aceleradamente mientras avanzo en la oscuridad de la casa. No debo estar aquí, esto es totalmente ilegal.

Paso junto al ojo de pescado de la pared del vestíbulo y veo mi figura blanca, el pelo que cae por mi espalda como una cascada, mis ojos brillantes. Me gusta. Hago algo por mi cuenta. En tiempo presente. Estoy presente. Lo que me gustaría robar es un cuchillo de la cocina, pero no estoy preparada para eso.

Llego a la sala de estar; la puerta está entornada, entro y vuelvo a dejarla un poco abierta. La madera cruje, y me pregunto si alguien lo habrá oído. Me detengo y espero a que mis pupilas se dilaten, como las de un gato o un búho. Huelo a perfume viejo y a trapos. Por las rendijas de las cortinas entra el leve resplandor de los reflectores de afuera, donde seguramente dos hombres hacen la ronda, desde arriba, desde detrás de las cortinas, he visto sus figuras recortadas, oscuras. Ahora logro ver los contornos de los objetos como leves destellos: el espejo, los pies de las lámparas, las vasijas, el sofá que se perfila como una nube en el crepúsculo.

¿Qué podría coger? Algo que nadie eche en falta. Una flor mágica de un bosque envuelto en la oscuridad. Un narciso marchito, no del ramo de flores secas. Tendrán que tirar estos narcisos muy pronto, porque empiezan a oler, igual que el humo de Serena y la peste de su tejido.

Avanzo a tientas, encuentro la punta de una mesa y la toco. Se oye un tintineo, debo de haber golpeado algo. Encuentro los narcisos, que tienen los bordes secos y crujientes y los tallos blandos, y corto uno con los dedos. Lo dejaré secar en algún sitio. Debajo del colchón. Lo dejaré allí para que lo encuentre la mujer que venga después.

En la habitación hay alguien más.

Oigo los pasos, tan sigilosos como los míos, y el crujido de la madera. La puerta se cierra a mis espaldas con un leve chasquido, impidiendo el paso de la luz. Me quedo petrificada. Fue un error venir hasta aquí vestida de blanco: soy como la nieve a la luz de la luna, incluso en la oscuridad.

Por fin oigo un susurro:

– No grites. Todo está bien.

Como si yo fuera a gritar; como si todo estuviera bien. Me vuelvo: todo lo que veo es una silueta y el reflejo apagado de una mejilla pálida.

Da un paso en dirección a mí. Es Nick.

– ¿Qué haces aquí?

No respondo. Él tampoco puede estar aquí, conmigo, así que no me entregará. Ni yo a él; de momento, estamos igualados. Me pone la mano en el brazo y me atrae hacia él, su boca contra la mía, ¿qué más podría ocurrir? Sin pronunciar una sola palabra. Los dos sacudiéndonos en la sala de Serena, con las flores secas, sobre la alfombrilla china, su cuerpo delgado tocando el mío. Un hombre totalmente desconocido. Sería lo mismo que gritar, como dispararle a alguien. Deslizo la mano hacia abajo, podría desabotonarlo, y entonces… Pero es demasiado peligroso, él lo sabe, y nos separamos un poco. Demasiada confianza, demasiado riesgo, demasiada precipitación.