1. El palmeral de los Túnicas Blancas

En medio de los hombres he caminado con sabiduría y astucia…

Mani

Uno

El hijo que Mariam esperaba era Mani.

Dicen que nació en el año 527 de los astrónomos de Babel, el octavo día del mes de Nisan -según la era cristiana el 14 de abril del 216, un domingo-. En Ctesifonte reinaba Artabán, el último soberano parto, y en Roma gobernaba despóticamente Caracalla.

Su padre había partido ya, no muy lejos por el camino, pero hacia un mundo extraño y cerrado. Río abajo de Mardino, a dos jornadas de marcha a lo largo del gran canal excavado por los antiguos al este del Tigris, se encontraba el palmeral donde Sittai reinaba como maestro y guía. Allí vivían unos sesenta hombres de todas las edades, de todos los orígenes, hombres de ritos exagerados que la historia habría ignorado si su camino no se hubiera cruzado un día con el de Mani. A imitación de otras comunidades surgidas en aquel tiempo a orillas del Tigris y también del Orontes, del Eufrates o del Jordán, se proclamaban cristianos y a la vez judíos, pero los únicos verdaderos cristianos y los únicos verdaderos judíos. También predecían que el fin del mundo estaba próximo. Sin duda alguna, cierto mundo se moría…

En la lengua del país se llamaban «Hallé Hewaré», palabras armenias que significaban «Túnicas Blancas».

Esos hombres habían elegido la proximidad del agua, ya que esperaban de ella pureza y salvación, e invocaban a Juan Bautista, a Adán, a Jesús de Nazaret y a Tomás, al que consideraban su gemelo, pero más que a ninguno, a un oscuro profeta llamado Elcesai del que procedían su libro santo y sus enseñanzas: «Hombres, desconfiad del fuego, no es más que decepción y engaño, lo veis cerca cuando está lejos, lo veis lejos cuando está cerca, el fuego es magia y alquimia, es sangre y tortura. No os reunáis en torno a los altares en los que se eleva el fuego de los sacrificios, alejaos de aquellos que degüellan a las criaturas creyendo que agradan al Creador, separaos de los que inmolan y matan. Huid de la apariencia del fuego, antes bien, seguid el camino del agua porque todo lo que ella toca encuentra de nuevo su pureza primera y toda vida nace de ella. Si un animal dañino muerde a alguno de vosotros, que se apresure hacia el curso de agua más cercano y se meta en él invocando con confianza el nombre del Altísimo; si alguno de vosotros está enfermo, que se sumerja siete veces en el río y la fiebre se disolverá en la frescura del agua».

Al día siguiente a su llegada al palmeral, Pattig fue conducido en procesión hacia el recinto de los bautismos. Toda la comunidad lo acompañaba. Había algunos niños, muy pocos, algunas cabezas canas, pero la mayoría parecía tener entre veinte y treinta años. Todos se habían acercado al recién llegado para mirarle de hito en hito y salmodiar por él un fragmento de oración.

A una señal de Sittai, Pattig se había introducido totalmente vestido en el agua del canal, hundiéndose en ella hasta la frente, y luego, incorporándose, se había quitado una a una sus prendas de ropa, adornos del tiempo de impiedad, de los que se había desprendido con repugnancia, esperando que una corriente dócil se los llevara. Mientras se elevaba un canto, el hombre, que se había visto delgado y desnudo ante tantos ojos escrutadores, intentaba cubrirse con las dos manos temblorosas, pues si bien el sol de primavera calentaba ya, el agua del Tigris guardaba aún fresco el recuerdo de las nieves del Tauro.

Pero esto no era más que una primera prueba. Tenía que sumergirse en el canal una segunda vez y luego dejar que le cortaran la barba y los cabellos, antes de que le metieran la cabeza bajo la superficie del agua una última vez, mientras resonaban estas palabras: «El hombre antiguo acaba de morir, el hombre nuevo acaba de nacer bautizado tres veces en el agua purificadora. Bienvenido seas entre tus hermanos. Mientras vivas, guarda esto en tu memoria: nuestra comunidad es como el olivo. El ignorante coge su fruto y lo muerde; al encontrarlo amargo, lo tira lejos. Pero ese mismo fruto, cogido por el iniciado, maduro y tratado, revelará un sabor exquisito y proporcionará, además, aceite y luz. Así es nuestra religión. Si te acobardas al primer sabor de amargura, jamás alcanzarás la Salvación».

Pattig había escuchado con contrición, había pasado la mano sin pesar por sus cabellos rapados y por el resto de su barba y se había prometido volver la espalda a su vida pasada y someterse sin un estremecimiento de duda a las reglas de la comunidad. Sabía, sin embargo, que en el palmeral el tiempo no era más que una serie de obligaciones. Primero la oración, el canto y los actos rituales, bautismos cotidianos, discretos o solemnes, aspersiones y abluciones diversas, ya que la menor mácula, real o supuesta, era un pretexto para renovadas purificaciones; luego venía el estudio de los textos sagrados, el Evangelio según Tomás, el Evangelio según Felipe o el Apocalipsis de Pedro, releídos y comentados cien veces por Sittai y copiados incansablemente por aquellos «hermanos» que se distinguían por la mejor caligrafía; a estas obligaciones, que enardecían el fervor de Pattig y su insaciable curiosidad, se añadían otras que no eran en modo alguno de su agrado.

En efecto, los Túnicas Blancas se jactaban de tener las tierras mejor cuidadas y las más fecundas de los alrededores, que les proporcionaban su alimento así como un abundante excedente que ellos iban a vender a las localidades vecinas. A Pattig le horrorizaba esta última actividad: partir por la mañana temprano con un cargamento de melones o de calabazas, extender la mercancía en la plaza de un pueblo, esperar a pleno sol a algún cliente tiñoso, soportar mil chirigotas… ¿Cómo podría soportarlo ese hijo de la nobleza parta? Se lo confió un día a Sittai, pero su respuesta fue inapelable: «Ya sé que te agradan la oración y el estudio y que en ellos encuentras placer. El trabajo de los campos y la venta de nuestros frutos en el pueblo son las únicas actividades que te impones para agradar al Altísimo, ¿y desearías que se te dispensara de ellas?». Asunto concluido. Durante largos años, Pattig se agotaría labrando los campos de la comunidad, cuando a dos jornadas de allí, a orillas de ese mismo canal, sus propios campesinos araban las tierras que le pertenecían, pero de las que había renunciado a alimentarse.

Y es que los Túnicas Blancas se sometían a estrictas observancias alimentarias; no contentos con prohibirse la carne y las bebidas fermentadas y con practicar frecuentes ayunos, jamás se llevaban a la boca lo que provenía del exterior. Sólo comían el pan sin levadura que salía de su horno, y quien partiera pan griego era, a sus ojos, un impío. De igual manera, sólo consumían las frutas y hortalizas producidas por su tierra, a las que se referían como «plantas machos», ya que a todo lo que se cultivara en otra parte se le llamaba «planta hembra» y estaba prohibido a los miembros de la secta.

¿Por qué asombrarse de semejante denominación? Lo que es femenino está prohibido, lo que está prohibido es femenino; para esos hombres había en esto una equivalencia perfecta. En los sermones de Sittai, esta palabra se repetía sin cesar en el sentido de «nefasto», «diabólico», «turbio» o «peligroso para el alma». Él mismo evitaba nombrar a las mujeres de las Escrituras, si no era para ilustrar la calamidad de la que podían haber sido causa. Evocaba de buen grado a Eva y a Betsabé y sobre todo a Salomé, pero rara vez a Sara, a María o a Rebeca. Pattig aprendió pronto que en el palmeral estaba mal visto mencionar a su esposa o a su madre, incluso la palabra «nacimiento» no era decente más que si se hablaba del bautismo o de la entrada en la comunidad, si no, era mejor decir «llegada». Sin embargo, la prohibición de matrimonio era inusitada en las comunidades a orillas del agua. ¿No se había casado Juan Bautista? Pero Sittai había querido establecer una regla más rigurosa, de la que sus adeptos se enorgullecían: cuando para alcanzar el cielo se ha elegido el camino estrecho, ¿no es el más merecedor aquel que más sufre y se abstiene y se priva?

Por eso, Pattig no intentó siquiera saber si Mariam había dado a luz en su ausencia ni de qué hijo era desde entonces padre. ¿Cómo pedir permiso a Sittai para acudir junto al recién nacido sin hacerle creer que tenía remordimientos, dudas, o que estaba pensando en reanudar su vida anterior? Entonces se resignó, su curiosidad se fue debilitando y terminó por no pensar más en ello, o muy poco.

Así pues, cuál no sería su sorpresa cuando el propio Sittai le ordenó, al cabo de algunos meses, que fuera a su casa:

– Si lo que ha venido al mundo es una niña, que se quede con su madre; pero si es un niño, su lugar está entre nosotros, no le puedes dejar para siempre en manos impuras.

Pattig tomó el camino de Mardino, verdad es que acompañado por dos «hermanos».

Cuando llegó ante su casa, se detuvo al otro lado de la verja para gritar:

– ¡Utakim!

La sirvienta, que salió descalza y con un pañal en la mano, tuvo que acercarse mucho al visitante para reconocer su cabeza rapada y como reducida. Pattig dejó que le mirara de arriba abajo.

– Dime, Utakim, ¿ha dado a luz tu señora?

– ¡No pensarás que ha estado embarazada trece meses!

Los compañeros de Pattig sonrieron, pero él se limitaba a formular sus preguntas:

– ¿Es un niño?

– Sí, un hermoso niño hambriento y gritón.

Al evocar al recién nacido, el semblante de la sirvienta se iluminó con una súbita jovialidad que Pattig no se dignó tomar en cuenta.

– ¿Le han dado ya un nombre?

– Se llama Mani, como lo habías decidido.

– Di a tu señora que vendré a buscar a mi hijo cuando esté destetado.

Una vez entregado su mensaje, le dio la espalda para partir con gestos de sonámbulo cuando Utakim gritó:

– ¿Sabes siquiera si mi señora ha sobrevivido?

El efecto fue inmediato. Pattig se sobresaltó y volvió sobre sus pasos, visiblemente contrariado de no poder terminar su misión como lo había proyectado; tuvo que violentarse para articular:

– ¿Mariam se encuentra bien?

Fue entonces cuando Utakim, a su vez, se dio la vuelta con el rostro súbitamente ensombrecido. Sin una palabra más, se dirigió arrastrando los pies hacia la casa, mientras Pattig se agitaba, la llamaba, la conminaba a detenerse, a responderle. Pero la sirvienta se había vuelto sorda. Él dudó, consultó con la mirada a sus dos compañeros que, inquietos por el cariz que estaban tomando los acontecimientos, le aconsejaron que se fuera. Pero ¿cómo podía hacerlo? Necesitaba saber lo que pasaba. Cruzó la valla y se precipitó hacia la casa como si ésta hubiera vuelto a ser suya.