En la iglesia de Deb, mientras él comenzaba su sermón, Maleo y Pattig miraban a su alrededor con ansiedad, espiando las reacciones de unos y de otros al acecho del más imperceptible guiño del sacerdote ya fuera de enfado o de aprobación. ¿Escucharía hasta el final? O gritaría de pronto: ¡Al hereje! ¡Al blasfemo!

Curiosamente, nada se produjo. Ni entusiasmo, ni admiración, ni tampoco indiferencia. Se podía leer el fervor en todos los ojos, pero un fervor teñido de tristeza. En cuanto al sacerdote, escuchó con una gravedad impasible hasta que el visitante se hubo callado; entonces se levantó, pronunció una fórmula de agradecimiento, alabó la erudición de Mani, su amplio conocimiento de los textos y luego, después de una corta oración repetida a coro por el auditorio, despidió a los fieles deseándoles la paz.

Después de la genuflexión y la señal de la cruz, la gente se retiró andando hacia atrás, mientras el sacerdote invitaba a Mani y a sus compañeros, así como a un notable de la comunidad, a seguirle a su casa, una modesta construcción de ladrillo contigua a la iglesia.

– Perdonadnos, nobles hermanos, si el recibimiento que os hemos dispensado no es digno de vuestro rango y de vuestra sabiduría; pero quizá hayáis percibido en los fieles el miedo que los domina.

El más asombrado por este preámbulo fue Pattig.

– Sin embargo, vuestra comunidad parece feliz en comparación con todas las demás. Hemos estado con vuestros hermanos en Ctesifonte, en Kashgar y en veinte ciudades más, y en ninguna de ellas resonaban sus oraciones.

Maleo insistió:

– Es raro encontrar una felicidad como la vuestra. En las provincias romanas los cristianos son perseguidos, y en el imperio sasánida el culto al fuego se ha convertido en la religión oficial y sólo se tolera a las otras comunidades si han renunciado a ganar adeptos. Se las vigila de cerca, se las oprime con tributos y se las confina en sus barrios, obligándolas a llevar la ropa que las diferencia.

El sacerdote se mostró conmovido y avergonzado.

– Vuestras palabras son la pura verdad, quizá no hayamos dado gracias al Padre suficientemente por los años de clemencia que hemos conocido… En efecto, nada de lo que describís existía en Deb. Vivíamos en medio de la gente, llevábamos la misma ropa y hablábamos en voz alta.

Dijo esto con voz ahogada y se le saltaron las lágrimas. Mani, Maleo y Pattig evitaron mirarle, desconcertados. Sólo el notable colocó una mano filial y consoladora sobre su hombro súbitamente abatido. En el momento de las presentaciones, el sacerdote le había llamado Bar-Turna, describiéndole como el comerciante cristiano más respetado de la ciudad. Tenía la tez muy morena y mate y los lóbulos de las orejas perforados a la manera de los indios; sin embargo, dado su nombre, típico del país de Aram, se trataba seguramente de un mestizo.

Hasta entonces, había permanecido silencioso, pero adivinando el gran malentendido que estaba adueñándose de ellos, se esforzó por disiparlo.

– Nobles visitantes, ¿seréis los únicos hombres en esta ciudad que ignoran que nuestros soberanos, los príncipes Kushanas, acaban de ser derrotados por el ejército persa y que se han retirado más allá de los cinco ríos?

Hablaba un arameo bastante correcto, pero acentuando erróneamente la mayoría de las sílabas, como tantos creyentes que consideraban un deber aprender la lengua litúrgica, pero que no tenían ocasión de usarla en los intercambios cotidianos. Cuando le faltaba una palabra, la reemplazaba con soltura por su equivalente griego, convencido de que todas las personas presentes le comprendían.

– Nobles hermanos -insistió con una impaciencia que seguía siendo respetuosa-, ¿no habéis observado que no hay ni un soldado en las calles de Deb?

– Efectivamente, lo he observado -respondió Maleo-, pero sólo he visto en ello la prueba de que en esta ciudad reina la paz y la seguridad.

– La serenidad de tu alma ha enmascarado la triste realidad. En realidad, nuestra ciudad ha sido abandonada a su suerte, la guarnición se ha marchado, así como el gobernador; antes de irse, convocó a los jefes de todas las comunidades y de los gremios para aconsejarles que ofrecieran su sumisión a los nuevos señores del país.

– ¿Y dónde están esos nuevos señores?

– Dicen que su ejército está acampado a una jornada de aquí, en las colinas del Taran, y que está mandado por un príncipe muy joven, Ormuz, nieto de Artajerjes, rey de reyes. ¿Qué piensa hacer? ¿Cuándo tomará nuestra ciudad? ¿Por qué ese príncipe sasánida no ha exigido aún nuestra rendición teniendo a sus tropas tan cerca? El Altísimo no se ha dignado aclararnos estas preguntas. De ahí esta angustia que nos invade a todos, incluso a los más creyentes, a los que más confían en Su sabiduría. ¿Habéis visitado los mercados de la ciudad?

– No -respondió Mani-. ¡En cuanto pusimos un pie en el muelle, el otro tomó el camino de este lugar santo!

El sacerdote, que se había recobrado un poco, dijo con fervor:

– ¡Benditos seáis! ¡Que el Padre llene la tierra de gente a vuestra imagen!

Bar-Turna prosiguió:

– Cuando hayáis recorrido la ciudad, lo comprenderéis. Los puestos están vacíos; el oro, las telas de valor, las especias raras y las joyas han desaparecido. La hospedería de la gente de Cantón está desierta y cada junco que atraca parte de nuevo cargado de mercancías y de mercaderes. En los barrios bajos, los pobres también tienen miedo, hasta tal punto que los hombres han readmitido a sus mujeres.

Temiendo haber sido poco claro, se apresuró a añadir:

– Aquí es la tradición. Cada mes, cuando la mujer está impura, su marido la expulsa de la casa para demostrar a todos que no la ha tocado; ella, durante una semana, se instala en la calle bajo un cobertizo. Pero ahora, mancilladas o no, las han trasladado de nuevo a sus casas por miedo a que los soldados, al llegar, se las lleven cautivas.

– Ese terror me parece excesivo -intervino Maleo-. La tropa no puede entrar en una ciudad conquistada sin que se produzca algún saqueo, hay que resignarse a ello; pero se puede evitar lo peor. No dejéis los puestos vacíos, si no queréis que los soldados, frustrados, se venguen en los habitantes. Dejadles algo para que puedan saquear sin empobreceros y mostraos afligidos sin protestar. Si la ciudad está decidida a entregarse sin lucha, si ofrece suntuosos regalos al príncipe, habrá poca depredación y, muy pronto, las mercancías escondidas podrán volver a los escaparates. Yo mismo soy mercader en Ctesifonte y consigo ejercer mi comercio sin demasiados contratiempos. A lo largo de los últimos años, los sasánidas han ocupado varias ciudades portuarias como Charax de donde venimos; esa ciudad no ha sufrido demasiado por su dominación. Son gente de orden, os harán pagar unos impuestos, pero os dejarán trabajar y os protegerán de los piratas.

Estas palabras de Maleo tuvieron la virtud de reconfortar a sus interlocutores que, antes que complacerse en lamentaciones, comenzaron a considerar el envío de una delegación al encuentro del conquistador. El sacerdote sugirió que estuviera formada por los mercaderes más notables llevando presentes, y que un hombre respetado hablara en nombre de los ciudadanos.

– Se puede pensar en mejores soluciones -protestó cortésmente Bar-Turna-. Un montón de mercaderes rollizos, envueltos en chales de brocado y con las orejas cargadas de perlas y esmeraldas, ¿no será una incitación al saqueo y al asesinato?

El sacerdote reflexionaba. Deseaba ir él mismo con aquellos que guiaban a las otras comunidades, pero si era verdad que esos sasánidas sentían tanta hostilidad hacia las diversas religiones, temía que su presencia no sirviera más que para irritarlos.

A lo largo de esas discusiones, Mani había permanecido silencioso, encerrado en sí mismo, tan ausente que los demás casi le habían olvidado. Quizá le juzgaran demasiado ajeno a esas preocupaciones terrenales. Por eso, se sorprendieron al verle tomar la palabra súbitamente, en el más ingenuo de los tonos:

– Seré yo quien vaya al encuentro de ese príncipe.

– ¡Ah, no! -se sobresaltó Maleo-. ¡Tú desde luego que no!

Buscó un argumento plausible que encubriera su demasiado espontánea reacción.

– Tú también eres un hombre de religión y, además, acabas de llegar a esta ciudad. ¿Cómo podrías hablar en su nombre?

– Soy de Babel -prosiguió Mani como si no hubiera oído-. ¿No sería prudente que el hombre que hable en nombre de esta ciudad sea un súbdito de los sasánidas y que se dirija a ellos en un lenguaje que comprendan?

El tono de Maleo se volvió suplicante. Aún tenía presente en sus ojos la imagen de aquel oficial que merodeaba alrededor de su casa.

– ¡Hemos abandonado Ctesifonte para huir de los soldados de Artajerjes y tú quieres correr a su encuentro!

– ¡Pero yo jamás he tenido la intención de huir! -dijo cándidamente Mani-. He venido con una misión.

– ¿Ante el ejército sasánida?

El hijo de Babel no respondió inmediatamente. Pareció ausente de nuevo, pero su rostro revelaba una inmensa plenitud.

– Hasta hoy -dijo al fin-, yo ignoraba con qué misión había sido conducido hasta la India. ¡Ahora, ya lo sé!

Cinco

Ormuz, nieto del señor del Imperio, se pavoneaba en su asiento de madera labrada en el interior de una inmensa tienda, verdadero palacio de lona con algunos lienzos recogidos para que penetraran el viento y la luz. Oficiales y escribas se afanaban junto a él, pero con la cabeza inclinada y los brazos a lo largo del cuerpo, y sin una entonación fuera de lugar.

Antes de conceder audiencia al visitante, su secretario le había informado: «Un hombre con la pierna lisiada, procedente del país de Babel. Su navío atracó hace tres días en el puerto de Deb».

– ¿Qué carga has traído? -preguntó el príncipe a Mani.

– Sólo mis palabras.

– ¡Curiosa mercancía!

Cuando Ormuz se reía a carcajadas, el aro de plata que sujetaba la extremidad de su barba saltaba y sus cortesanos se alborotaban, pero sin dejarse llevar por la alegría, ya que en cuanto recuperaba su aspecto serio, estaban obligados a imitarle al instante, so pena de parecer libres y arrogantes. El propio príncipe sólo se reía con mesura y con la mirada constantemente al acecho.

– Admirable mercancía es la palabra -prosiguió como si, decididamente, la expresión le complaciera-. No pesa nada en las bodegas y, si sabes sacar partido de ella, puede enriquecerte.

Y para el caso en que sus allegados no hubieran comprendido sus alusiones, explicó: