En ninguna parte más que en Tabriz. Y aun así, en la heroica ciudad, cuando transcurrió al fin el interminable día del golpe de Estado, de los treinta barrios principales sólo uno seguía resistiendo, el que se llama Amir-Jiz, en el extremo noroeste del bazar. Aquella noche, algunas decenas de jóvenes guerrilleros se relevaron para guardar los accesos, mientras en la sede del anyumán , erigida en cuartel general, Fazel trazaba ambiciosas flechas sobre un mapa arrugado.
Éramos por los menos una docena los que seguíamos con fervor los menores trazos de su lápiz, agigantado por el temblor de los faroles. El diputado se incorporó.
– El enemigo está aún bajo el choque de las pérdidas que le hemos infligido. Nos cree más fuertes de lo que somos. No tiene cañones ni sabe cuántos tenemos nosotros. Debemos aprovechar la ocasión para extender sin demora nuestro territorio. El shah no tardará en enviar tropas que llegarán a Tabriz dentro de unas semanas. De aquí a entonces tenemos que haber liberado la totalidad de la ciudad. Atacaremos esta misma noche.
Se inclinó y se inclinaron todas las cabezas; cabezas, descubiertas, cubiertas o ceñidas.
– Cruzaremos el río por sorpresa- explicó-, nos abalanzaremos hacia la ciudadela y la atacaremos desde ambos lados, por el bazar y por el cementerio. Antes del atardecer será nuestra.
La ciudadela no se tomó hasta diez días después. Para cada calle los combates fueron sangrientos, pero los resistentes avanzaban; todas las acciones se resolvían a su favor. El sábado, algunos «hijos de Adán» se apoderaron de las oficinas de Indo-European Telegraph, gracias a lo cual pudieron mantenerse las comunicaciones con Teherán y con las otras ciudades del país, así como con Londres y Bombay. El mismo día se les adhirió un cuartel de la policía, llevando a modo de dote una metralleta, una ametralladora Maxim y treinta cajas de municiones. Estos éxitos devolvieron la confianza a la población; jóvenes y viejos se envalentonaron y afluyeron a cientos hacia los barrios liberados, a veces con sus armas. En unas semanas el enemigo había retrocedido a la periferia. Sólo quedaba en sus manos, al noreste de la ciudad, una zona poco habitada que se extendía desde el barrio de los Camelleros hasta el campo de Sahib-Divan.
Hacia mediados de julio se constituyó un ejército de voluntarios, así como una administración provisional de la que se confió a Howard la responsabilidad del avituallamiento. Desde entonces se pasaba la mayoría del tiempo recorriendo el bazar para calcular las provisiones; los comerciantes se mostraban admirablemente dispuestos a colaborar. Él mismo se movía a las mil maravillas en el sistema persa de pesos y medidas.
– Hay que olvidarse de los litros, los kilos, las onzas y las pintas -me decía-. Aquí se habla en yaw , en mixal , en syr y en jarvar , que es el cargamento del asno.
Intentaba instruirme:
– La unidad básica es el yaw , que es un grano de cebada de mediano grosor y con la cascarilla, pero al que se le habrían cortado en las dos puntas los pelillos que sobresalen.
– ¡Qué riguroso! -dije soltando la carcajada.
El profesor dirigió a su alumno una mirada de reproche. Para hacerme perdonar, me creí obligado a probar mi aplicación:
– Entonces el yaw es la unidad de medida más pequeña.
– De ningún modo -se indignó Howard.
Consultaba imperturbablemente sus notas:
– El peso de un grano de cebada equivale al de setenta granos de mostaza, o si se prefiere, a seis crines de la cola de una mula.
¡En comparación, mi carga era ligera! Dada mi ignorancia del dialecto local, tenía por única misión mantener el contacto con los súbditos extranjeros a fin de tranquilizarlos con respecto a las intenciones de Fazel y cuidar de su seguridad.
Conviene saber que Tabriz, hasta la construcción del ferrocarril transcaucásico, veinte años antes, había sido la puerta de Persia, el paso obligado de los viajeros, de las mercaderías y de las ideas. Varios establecimientos europeos tenían allí sucursales, como la compañía alemana de Mossig y Schünemann o la Sociedad Anónima de Comercio Oriental, importante firma austríaca. Había igualmente consulados, la Misión Presbiteriana americana y diversas instituciones más, y me complace decir que en ningún momento, a lo largo de los difíciles meses de asedio, se consideró a los súbditos extranjeros como blanco.
Más aún, reinaba una conmovedora fraternidad. No hablo de Baskerville, de mí mismo ni de Panoff, que rápidamente se unió al movimiento. Quiero honrar aquí a otras personas, como a Mr. Moore, corresponsal del Manchester Guardian, que no dudó en tomar las armas al lado de Fazel y fue herido en combate; o al capitán Anginieur, que nos ayudó a resolver numerosos problemas logísticos y que con sus artículos en el Asie française contribuyó a suscitar, en París y en el mundo entero, ese impulso de solidaridad que salvó a Tabriz de la suerte atroz que la amenazaba. La presencia activa de los extranjeros fue para ciertos religiosos de la ciudad un argumento contra los defensores de la Constitución, «un revoltijo -cito- de europeos, armenios, babis e impíos de todas clases». Sin embargo, la población permanecía impermeable a esa propaganda y nos rodeaba de un agradecido afecto, cada hombre era un hermano para nosotros, cada mujer una hermana o una madre.
He de precisar que fueron los mismos persas los que desde el primer día, dieron su apoyo espontánea y masivamente a la resistencia. Primero los habitantes libres de Tabriz, luego los refugiados que a causa de sus convicciones habían tenido que huir de sus ciudades o pueblos para buscar protección en el último baluarte de la Constitución. Ese fue el caso de cientos de «hijos de Adán» que acudían desde todos los rincones del Imperio y no pedían más que sostener un arma. Fue el caso, igualmente, de varios diputados, ministros y periodistas de Teherán que habían logrado escapar de la gigantesca redada que había ordenado el coronel Liakhov y que a menudo llegaban en pequeños grupos, extenuados, despavoridos, desamparados.
Pero el más valioso de los nuevos adictos fue indudablemente Xirín, que había desafiado el toque de queda para salir de la capital en automóvil, sin que los cosacos se atrevieran a interponerse. Su pequeño landó causó admiración entre la gente, tanto más cuanto que su chófer, uno de los pocos persas que conducían semejante vehículo, era de Tabriz.
La princesa se había instalado en un palacio abandonado. Había sido construido por su abuelo, el viejo shah asesinado, con la intención de pasar allí un mes al año. Pero dice la leyenda que desde la primera noche se sintió enfermo y sus astrólogos le aconsejaron que no volviera a poner los pies en un lugar de tan mal agüero. Nadie lo había habitado desde hacía treinta años; se le llamaba, no sin temor, el Palacio Vacío.
Xirín no dudó en desafiar a la mala suerte y desde entonces su residencia fue el corazón de la ciudad. A sus grandes jardines, isla de frescor en aquellos anocheceres de verano, acudían gustosos los dirigentes de la resistencia. Yo los acompañaba a menudo.
La princesa parecía cada vez más feliz de verme; nuestra correspondencia había tejido entre nosotros una complicidad en la que nadie se habría atrevido a inmiscuirse. Por supuesto, nunca estábamos solos y en cada reunión o en cada comida había decenas de compañeros.
Se discutía incansablemente y a veces se bromeaba, pero sin excesos. En Persia no se tolera jamás la familiaridad, la cortesía es puntillosa y grandilocuente y suelen tener tendencia a llamarse «el esclavo de la sombra de la grandeza» del individuo al que se dirigen; y cuando se trata de altezas, de altezas en femenino sobre todo, besan el suelo, si no de hecho al menos mediante fórmulas de lo más ampulosas.
Y llegó aquella turbadora noche de jueves. Exactamente el 17 de septiembre. ¿Cómo podría olvidarlo?
Por cien razones diferentes todos mis compañeros se habían marchado ya y yo mismo me había despedido con los últimos. En el momento de cruzar la verja exterior de la finca, me di cuenta de que me ha dejado junto a mi asiento una carpeta donde solía llevar algunos papeles importantes. Volví, pues, sobre mis pasos, pero en modo alguno con la intención de ver de nuevo a la princesa; estaba convencido que después de despedirse de sus visitas se había retirado.
No. Estaba aún sentada, sola, en medio de veinte sillas vacías. Pensativa, lejana. Sin dejar de mirarla, recogí carpeta lo más lentamente posible. Xirín seguía inmóvil, de perfil, sorda a mi presencia. En medio de un recogido silencio, me senté y la contemplé durante largo Con esa sensación de encontrarme doce años atrás veía, la veía, en Constantinopla, en el salón de Yamaleddín. Estaba entonces como ahora, de perfil, con un azul sobre sus cabellos que caía hasta los pies de su silla. ¿Qué edad tendría entonces? ¿Diecisiete años? La que en ese momento tenía treinta era una mujer serena, soberbia mujer madura. Tan esbelta como el primer día. Evidentemente, había sabido resistir a la tentación de mujeres de su rango: desplomarse hasta el fin de sus días, ociosa y glotona, sobre un diván de opulencia. ¿Se habría casado? ¿Estaría divorciada? ¿Sería viuda? Jamás hablamos de ello.
Me hubiera gustado decir con voz firme: «Te he querido desde Constantinopla». Mis labios temblaron y luego se cerraron sin emitir el menor sonido.
Sin embargo, Xirín se había vuelto hacia mí lentamente. Me observó sin sorpresa, como si yo no me hubiera marchado y regresado. Su mirada dudó y de pronto adoptó el tuteo:
– ¿En qué piensas?
La respuesta brotó de mis labios.
– En ti. Desde Constantinopla a Tabriz.
Una sonrisa, quizá azarada, pero que decididamente no quería ser una barrera, recorrió su rostro. Y yo no, encontré nada mejor que hacer que citar su propia frase convertida en una contraseña entre ella y yo: