Y contempla como a intrusos a los diez hombres armados que vienen a interrumpir el sacrificio. Sobre gorros de fieltro ostentan la insignia verde pálido los ahdat , la milicia urbana de Samarcanda. Nada más los agresores se alejan de Jayyám, pero para justificar su conducta empiezan a gritar tomando a la gente por testigo:
– ¡Alquimista! ¡Alquimista!
A los ojos de las autoridades ser filósofo no es un crimen, pero practicar la alquimia se castiga con la muerte.
– ¡Alquimista! ¡Este extranjero es un alquimista!
Pero el jefe de la patrulla no tiene la intención de argumentar.
– Si este hombre es realmente un alquimista -decide-, conviene conducirlo ante el gran juez Abu Taher.
Mientras Jaber el Largo, olvidado por todos, se arrastra hacia la taberna más cercana donde se cuela prometiéndose no aventurarse jamás al exterior, Omar consigue levantarse sin la ayuda de nadie. Camina erguido y en silencio; su mueca altiva cubre como un velo púdico sus ropas destrozadas y su rostro lleno de sangre. Ante él abren paso unos milicianos provistos de antorchas. Tras él van sus agresores y luego el cortejo de mirones.
Omar no los ve ni los oye. Para él las calles están desiertas, la Tierra no tiene ruidos, ni el cielo nubes y Samarcanda sigue siendo ese lugar de ensueño que descubríó algunos días antes.
Llegó a la ciudad después de tres semanas de camino y, sin descansar ni un momento, decidió seguir al pie de la letra los consejos de los viajeros de los tiempos pasados. Subid, invitan ellos, a la terraza de Kuhandiz, la antigua ciudadela, pasead ampliamente vuestra mirada y no encontraréis más que agua y verdor, bancales floridos y cipreses recortados por los más sutiles jardineros, en forma de bueyes, elefantes, camellos agachados y panteras que se hacen frente y parecen preparadas para saltar. En efecto, en el interior mismo del recinto, desde la puerta del Monasterio, al oeste, hasta la puerta de China, Omar no vio más que tupidos vergeles e impetuosos riachuelos. Luego, aquí y allá, un esbelto minarete de ladrillos, una cúpula cincelada de sombra, la blancura de la pared de un mirador. Y a la orilla de una charca, cobijada por los sauces llorones, una bañista desnuda que desplegaba sus cabellos al ardiente viento.
¿No es esta visión del paraíso la que quiso evocar el pintor anónimo que, mucho después, se propuso ilustrar el manuscrito de las Ruba'iyyat ? ¿No es la que Omar conserva aún en su mente mientras le conducen hacia el barrio de Asfizar donde reside Abu Taher, el cadí de los cadíes de Samarcanda? No cesa de repetirse para sus adentros: «No odiaré esta ciudad. Aunque mi bañista sólo sea un espejismo. Aunque la realidad tenga el rostro del de la cicatriz. Aunque esta noche fuera para mi la última.»
II
En el gran divan del juez, los lejanos candelabros dan a Jayyám un color de marfil. En cuanto entró, dos guardias de cierta edad lo agarraron por los hombros como si fuera un loco peligroso. Y en esta postura espera cerca de la puerta.
Sentado al otro extremo de la habitación, el cadí no se ha dado cuenta de su presencia; está terminando de resolver un asunto y discute con los demandantes razonando a uno y reprendiendo al otro. Una antigua disputa entre vecinos, parece ser, rencores redundantes, argucias irrisorias. Abu Taher termina por manifestar ruidosamente su cansancio y ordena a los dos jefes de familia que se abracen, ahí, ante él, como si nada los hubiera separado jamás. Uno de ellos da un paso; el otro, un coloso de frente estrecha, se resiste. El cadí lo abofetea al vuelo, haciendo temblar a la concurrencia. El gigante contempla un momento a ese personaje rechoncho, colérico y vivaracho que ha tenido que empinarse para alcanzarle, luego baja la cabeza, se acaricia la mejilla y cumple lo que le ordenan.
Una vez despedida toda esa gente, Abu Taher indica a los milicianos que se acerquen. Éstos recitan su informe, responden a algunas preguntas y se esfuerzan por explicar por qué han dejado que se formara en las calles tal aglomeración. A continuación le llega el turno al de la cicatriz. Se inclina hacia el cadí, que parece conocerlo desde hace mucho tiempo, y se lanza a un animado monólogo. Abu Taher lo escucha atentamente sin dejar traslucir sus sentimientos. Después de concederse algunos instantes de reflexión, ordena:
– Decid a la gente que se disperse, que cada uno vuelva a su casa por el camino más corto y -dirigiéndose a los agresores- ¡todos vosotros os iréis también a casa! No decidiré nada hasta mañana. El acusado permanecerá aquí esta noche y mis guardias, y nadie más, lo vigilarán.
Sorprendido al verse tan rápidamente invitado a eclipsarse, el de la cicatriz esboza una protesta, pero cambia al momento de opinión. Prudente, se recoge los faldones de su vestido y se retira con una zalema.
Cuando Abu Taher se encuentra frente a Omar con sus propios hombres de confianza como únicos testigos, pronuncia esta enigmática frase de acogida.
– Es un honor recibir en este lugar al ilustre Omar Jayyám de Nisapur.
Ni irónico ni expresivo, el cadí. Ni la menor apariencia de emoción. Tono neutro, voz sin inflexiones, turbante en pico, cejas enmarañadas, barba gris sin bigote e interminable y escrutadora mirada.
El recibimiento es tanto más ambiguo cuanto que Omar estaba allí desde hacía una hora, de pie, andrajoso, expuesto a todas las miradas, las sonrisas y los murmullos.
Después de algunos segundos sabiamente destilados, Abu Taher añade:
– Omar, tú no eres un desconocido en Samarcanda. A pesar de tu juventud, tu ciencia es ya proverbial y tus proezas se relatan en las escuelas. ¿No es verdad que leíste siete veces en Ispahán una voluminosa obra de Ibn Sina y que de regreso a Nisapur la reprodujiste de memoría, palabra por palabra?
Jayyám se siente halagado de que su hazaña, auténtica, fuera conocida en Transoxiana, pero no por eso se disipan sus preocupaciones. La referencia a Avicena en loca de un cadí de rito chafeíta no resulta nada tranquilizadora; por otra parte, todavía no le han invitado a sentarse. Abu Taher prosigue:
– No son solamente tus hazañas las que se transmiten de boca en boca; se te atribuyen unas sorprendentes cuartetas.
La declaración es comedida, no acusa; tampoco exculpa, no interroga más que indirectamente. Omar estima que ha llegado el momento de romper el silencio:
– La cuarteta que repite el de la cicatriz no es mía.
Con un manotazo impaciente, el juez desestima la protesta. Por primera vez su tono es severo:
– Poco importa que hayas compuesto ese verso o cualquier otro. Me han transmitido unas palabras de una impiedad tan grande que si las citara me sentiría tan culpable como el que las ha proferido. No estoy tratando de hacerte confesar, no busco infligirte un castigo. Esas acusaciones de alquimista me entraron por un oído para salir por el otro. Estamos solos, somos dos hombres sabios y quiero únicamente saber la verdad.
Omar no se siente en modo alguno tranquilo, teme una trampa y duda de responder. Ya se ve entregado al verdugo para ser desfigurado, emasculado, crucificado. Abu Taher alza la voz, grita casi:
– Omar, hijo de Ibrahim, fabricante de tiendas de Nisapur, ¿sabes reconocer a un amigo?
Hay en esa frase un acento de sinceridad que fustiga a Jayyám. «¿Reconocer a un amigo?» Considera la pregunta con gravedad, contempla el rostro del cadí, examina sus rictus, los estremecimientos de su barba. Lentamente se deja ganar por la confianza. Sus rasgos se distienden, se relajan. Se libera de sus guardias, que a un gesto del cadí dejan de sujetarlo. Luego va a sentarse sin que le hayan invitado a ello. El juez sonríe con benevolencia, pero reanuda sin tregua su interrogatorio:
– ¿Eres el impío que algunos describen?
Más que una pregunta es un grito de angustia que Jayyám no desoye:
– Desconfío del celo de los devotos, pero nunca he dicho que el Uno fuera dos.
– ¿Lo has pensado alguna vez?
– Jamás, Dios es testigo.
– Para mí es suficiente y pienso que para el Creador también, pero no para la multitud. Acecha tus palabras, tus menores gestos, y los míos también, así como los de los príncipes. Te han oído decir: «A veces acudo a las mezquitas, donde la oscuridad es propicia al sueño…»
– Únicamente un hombre en paz con su Creador podría conciliar el sueño en un lugar de culto.
A pesar de la mueca dubitativa de Abu Taher, Omar se excita e insiste:
– No soy de aquellos cuya fe sólo es terror al juicio, cuya oración sólo es prosternación. ¿Mi forma de rezar? Contemplo una rosa, cuento las estrellas, me deslumbra la belleza de la creación, la perfección de su orden, el hombre, la obra más bella del Creador, su cerebro sediento de sabiduría, su corazón sediento de amor, sus sentidos, todos sus sentidos, despiertos o satisfechos.
Con los ojos pensativos, el cadí se levanta, va a sentarse al lado de Jayyám y apoya sobre su hombro una mano paternal. Los guardias intercambian miradas de asombro.
– Escucha, joven amigo, el Altísimo te ha dado lo más valioso que un hijo de Adán puede obtener, la inteligencia, el arte de la palabra, la salud, la belleza, el deseo de saber, de gozar de la existencia, la admiración de los hombres y, lo sospecho, los suspiros de las mujeres. Espero que no te haya privado de la prudencia, la prudencia del silencio, sin la cual nada de todo eso puede apreciarse ni conservarse.
– ¿Tendré que esperar a ser viejo para expresar lo que pienso?
– El día en que puedas expresar todo lo que piensas, los descendientes de tus descendientes habrán tenido tiempo de envejecer. Estamos en la edad del secreto y del miedo, debes tener dos caras y mostrar una de ellas a la multitud y la otra a ti mismo y a tu Creador. Si quieres conservar tus ojos, tus oídos y tu lengua, olvida que tienes ojos, oídos y lengua.
El cadí se calla, su silencio es hosco. No es de esos silencios que llaman a las palabras del otro, sino de los que retumban y llenan el espacio. Omar espera con la mirada baja, dejando escoger al cadí entre las palabras que se atropellan en su mente.