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Saint-Pierre no se molestó en ocultar su escepticismo.

– No debería desestimar el desdén que sienten los ciudadanos corrientes hacia los enemigos del Estado -dijo el abogado con remilgo-. Si no actuamos sobre la base de esta prueba, ¿no podrían considerarnos culpables de traicionar la Revolución?

Ni siquiera un estúpido habría pasado eso por alto.

– Además -continuó Chalabre con un tono más suave, como si hubiera visto el miedo en los ojos del magistrado-, en una ocasión me confesó usted que sospechaba que había habido participación oficial en las matanzas de la prisión. ¿Quién más podría haber sido responsable?

De modo que Saint-Pierre había aprobado la orden de arrestar a Luzac.

Tampoco logra dar con el azúcar -la verdad, ¿dónde guarda Berthe esas cosas?-, pero un tarro de mermelada de albaricoque del verano anterior servirá igual de bien. De hecho, lo prefiere con mermelada. Con la punta del cuchillo dibuja una rejilla en forma de rombo sobre la superficie de la cruchade; luego la corta a lo largo de las líneas.

Lo que no ha dicho a Chalabre es que su informante le contó que había hablado con una prostituta que le aseguró que Mazel se había convertido en espía de la policía. La semana anterior, sin ir más lejos, lo había sorprendido hablando con dos hombres que trabajaban para el fiscal; de modo que no podía entender por qué lo habían detenido, pero ¿para qué servía la policía si no para hacer la vida más difícil a los ciudadanos honrados?

Empieza a freír. La mantequilla sisea, y él se está quedando un poco sordo, porque no oye la puerta abrirse y se sobresalta, dejando caer la cuchara, cuando a sus espaldas una voz le dice:

– No es que pensara que fuera un intruso. Pero en este país se toman la comida tan en serio que no podía estar seguro. Por lo que sé, podría ser una costumbre entrar en las casas solo para cocinar…

Stephen se aferra a una silla pero se golpea el codo contra una esquina de la mesa al caer al suelo. Con la cabeza ladeada, Brutus lo contempla ensayando posibilidades; luego vuelve a acomodarse, dando la espalda al recién llegado.

– Saliva -dice Stephen con amargura, sujetándose el codo y levantándose hasta sentarse en una silla-. Saliva fría. Repugnante. Tres veces en dos semanas. Chucho del demonio.

Saint-Pierre, empuñando una espumadera, levanta los rombos dorados y los deja en un plato.

– Se está haciendo viejo. Babea más y muerde menos.

– Trataré de verlo de ese modo.

– ¿Sabe? -dice Saint-Pierre pensativo-, fue en esas mismas Navidades cuando lo noté por primera vez: cuando alguien entra de fuera, donde hace frío, hasta que la puerta se cierra no sientes la corriente.

Frotándose las contusiones, Stephen considera ese comentario y acaba llegando a la conclusión de que en su superficie no hay grietas donde esperar razonablemente encontrar un punto de apoyo. Observa cómo una espesa capa de albaricoque se extiende sobre la cruchade.

– El cielo de esta noche, por encima del horizonte al ponerse el sol -comenta-. Exactamente el mismo tono de naranja.

– Es un plato tradicional de la región. -Saint-Pierre le tiende la fuente-. No gusta a todo el mundo -dice esperanzado-. Pruebe un trocito.

– Delicioso.

Saint-Pierre suspira.

12

En París habían decidido antedatar el futuro, que se consideró iniciado con la proclamación de la República, una e indivisible, en otoño de 1792. De modo que doce meses después, el primer nuevo calendario proclamaba que ya era el año II. Era como si hubieran trazado una línea debajo del pasado, sumado sus logros y descubierto que el total era poco impresionante, pensó Joseph. Como si ya hubieran malgastado demasiado tiempo y no tuvieran más que perder.

Saint-Pierre siguió con la mirada la de Joseph. Vendémiaire, el mes de la vendange o vendimia. La ilustración del calendario mostraba a una joven escultural con los brazos llenos de racimos de uva y hojas de parra alrededor de su frente. Sus redondos pechos al descubierto insinuaban una voluptuosidad en picante contraste con su mirada acusadora.

– Por lo menos no es san Marcos.

– ¿Perdón?

– El patrón de los viñedos.

– Ah. -Joseph limpiaba sus anteojos-. Sí, sin duda es diferente.

– Ustedes los hombres de la Revolución son poetas. Los nombres que han invocado: brumario, el mes brumoso, pradial, el mes de los prados.

– Es el culto a la naturaleza. Liberado de las supersticiones cristianas de que está cargado el viejo calendario. Los republicanos vivirán en armonía con los ritmos del mundo natural.

– Que les concede al parecer un solo día de descanso cada diez días. ¿Está seguro de que quieren que los liberen de los domingos?

– Las unidades decimales son más lógicas.

– Solo por un arbitrario capricho de la aritmética. ¿Y si contáramos en unidades de nueve o de doce?

Joseph notó, con algo parecido a la desesperación, que la conversación se le estaba yendo de las manos.

El oficinista que estaba sentado en un cuchitril fuera de la oficina de Saint-Pierre entró tímidamente después de llamar y entregó al magistrado uno, dos, cuatro documentos que requerían su firma urgente.

Con un esfuerzo, Joseph logró no mirar a la mujer del calendario. Todas las superficies de la atestada oficina -el escritorio, los armarios, las sillas, el suelo- estaban inundadas de cajas llenas de escrituras y fajo sobre fajo de documentos atados con una cinta escarlata. Había una estrecha ventana, adornada con telarañas, que miraba al este. Reparó en el olor a lacre, y en una fila de hormigas que salían en una línea oblicua de detrás de una estantería.

Antes de que la puerta se hubiera cerrado de nuevo detrás del oficinista, informó del motivo de su visita.

Tras un largo silencio, durante el cual Joseph miró con fijeza a las hormigas, el magistrado dijo:

– ¿Y Sophie? ¿Sabe…?

– Me pareció correcto hablar antes con usted. -Joseph se censuró al instante por presuntuoso y torpe; sin embargo, había creído que era lo que el honor exigía cuando noche tras noche había vagado por las calles con los postigos cerrados y observado abatido cómo el escrúpulo aniquilaba el deseo-. El comité… usted tal vez no apruebe…

– Muy puntilloso de su parte -dijo Saint-Pierre. Bastante secamente, pensó Joseph; pero le faltó valor para levantar la mirada hacia la cara del magistrado.

– Me regaló un geranio -murmuró él.

– Luzac va a ser juzgado por el tribunal revolucionario en lugar de en mi sala de tribunal. Chalabre me informó ayer que habían cambiado los cargos y que ahora lo acusaban de sedición, ya que los asesinatos de la prisión significaban un intento de volver a la opinión pública contra la Revolución.

– Lo sé.

– Sé que lo sabe. Por orden del Comité Central. Dígame, Morel, cuando el comité decidió pasar al tribunal el caso de Luzac, ¿estaba al corriente de que él había contraacusado a nuestro alcalde de complicidad en la matanza?

Seguro del terreno que pisaba, Joseph levantó por una vez la mirada.

– Luzac dirá cualquier cosa con tal de salvarse, ¿no? Ricard es un orador y detesta a los curas, los discursos que pronuncia en el club son coloridos. Más allá… -Se encogió de hombros.

– Luzac alega que las muertes fueron enteramente idea de Ricard. Afirma que Durand, el tipo que sacaron del río, se reunió con ambos para recibir instrucciones. Más tarde, cuando hubo un gran revuelo por la matanza, Ricard lo arregló todo para que Durand fuera asesinado… por quién, Luzac no lo sabe. Dice que Durand tenía un cómplice, que se creía que se había alistado como voluntario y había sido dado por desaparecido en acción desde entonces, y a quien, en realidad, silenciaron antes de que yo pudiera interrogarlo. Niega conocer a Mazel e insiste en que las pruebas son una sarta de mentiras que se han inventado Ricard, o Chalabre o ambos.

– Bueno, el juicio demostrará la verdad o la falsedad de sus alegaciones.

– Mi estimado Morel, el tribunal revolucionario demuestra exactamente lo que se propone demostrar. Como bien sabe.

Joseph se miró fijamente las manos, que tenía sobre las rodillas.

– Pero probablemente no se ha enterado de la noticia con que me ha recibido hoy mi secretario: han encontrado a Mazel ahorcado en su celda esta mañana. Presa de los remordimientos durante la noche, según el director de la prisión. -Saint-Pierre hizo una pausa-. Es curioso que haya ocurrido la noche siguiente a que lo trasladasen, de forma inexplicable, a una celda individual.

Esta vez la sequedad fue inconfundible.

– Di mi palabra a Ricard de apoyarlo hasta finales del próximo verano -dijo, y sonó como una súplica-. No tengo más que un voto y ellos son tres.

– Todos le consideran a usted un buen hombre, un hombre honorable. Usted es la razón por la que el consejo aprobó el comité. ¿Lo sabía?

Abatido, él negó con la cabeza.

– Del mismo modo que yo fui el motivo de que se pusiera freno al escándalo desatado por la matanza. A la sociedad le gusta personificar en alguien su conciencia. Así como a sus cabezas de turco. La ley se inventó para evitarlo y declarar correcta o equivocada la expresión de una voluntad colectiva que resuena más allá de la responsabilidad individual. Tanto usted como yo deberíamos haberlo recordado. -Saint-Pierre se inclinó hacia delante-. Me han dejado claro que ya no me necesitan, Morel. ¿Cuánto tiempo cree que van a seguir necesitándolo a usted?

– Se equivoca con respecto a Ricard -insistió él-. Él también es un buen hombre, totalmente entregado. Quiere una vida mejor para sus hijos, para todos. Es posible que sea… -¿cuál era la palabra?- riguroso, pero le aseguro que siempre actúa en beneficio de la Revolución.

– Qué aterrador.

Al cabo de un momento, Joseph dijo:

– Le debo mucho, ¿comprende?

– Estaba escribiendo mi carta de dimisión cuando ha entrado. Y dado que, por el bien de mis hijas, no deseo mostrarme provocador, la razón que aduzco son problemas de salud. -El magistrado sonrió-. ¿Cuántos hombres han dimitido de cargos públicos los pasados doce meses alegando mala salud? Como médico, debe de haber observado la epidemia.

Joseph abrió la boca, pero Saint-Pierre se le adelantó.

– En cuanto a Sophie, hace tiempo que mis hijas hacen lo que les place. Sophie es adulta, y bastante capaz de decidir por sí misma sobre su matrimonio, como estoy seguro de que se da cuenta. Pero como hombre escrupuloso ha acudido antes a mí, cortesía que le agradezco. Así pues, le pediría que antes de seguir adelante, considerara lo siguiente: Sophie es aristócrata, su hermana está casada con un emigrante y su padre no ha estado a la altura de los requerimientos de la Revolución. Si se casa con ella, ¿no les daría el pretexto que andan buscando?